Por Antonio Muñoz Molina Foto APIC/GETTY
El País (Es)
En Estocolmo, en una parada del viaje largo y complicado que lo llevaba de regreso a Rusia, alguno de los acompañantes de Lenin le sugirió que debería comprarse ropa nueva. En Zúrich, y antes en Londres y en París, Lenin había llevado una vida austera de exiliado, sosteniéndose apenas con colaboraciones de prensa y con el dinero que le mandaba desde Rusia su madre. Venía además de pasar varios días seguidos en el tren sellado en el que cruzó Alemania, en un vagón de tercera, en condiciones penosas de alimentación y de higiene. Pero ahora estaba a punto de llegar a Rusia, en medio de la revolución inesperada que había estallado en su ausencia, dispuesto a salir al escenario convulso de Petrogrado, a reclamar el lugar que le correspondía en él a su partido bolchevique. No podía presentarse en la ciudad y subir a las tribunas con el mismo traje usado de siempre, de pantalones demasiados estrechos, deshilachados en las perneras, con unas botas tan viejas que tenían agujeros en las suelas. De modo que en Estocolmo entró en una tienda de ropa y se compró un traje y un chaleco nuevos. Compró también un sombrero hongo y, en el último momento, una gorra de visera.
Al enterarme de ese detalle, en la biografía recién publicada por Victor Sebestyen, me pregunté cómo habría sido —en las fotografías, en los cuadros, en los carteles, en las pintadas de las calles, en las banderolas, en las estatuas en mármol y en bronce, en los bajorrelieves, en las imaginaciones de los visionarios— un Lenin no con gorra de proletario ficticio sino con sombrero hongo. Al transformarse en iconos universales, en personajes históricos, las personas reales desaparecen, y eso hace mucho más difícil la comprensión de los hechos en los que participaron; convierte la Historia, con su mayúscula de frontón de templo, en una pesada maquinaria de lo inevitable. La Revolución de Octubre, o más bien el golpe de Estado de los bolcheviques en Rusia, se nos presenta al cabo de un siglo como un acontecimiento de consistencia geológica. Pero en Petrogrado casi nadie se enteró de nada el día de la toma del palacio de Invierno, que no tuvo nada de épica, porque apenas había defensores. Dice Sebestyen que los extras reclutados en 1928 para la película Octubre, de Eisenstein, eran mucho más numerosos que los revolucionarios armados de 1917. Ese día Lenin salió a la calle disfrazado con una peluca y con un pañuelo anudado bajo la barbilla, como si tuviera un flemón.
Pero todavía era un desconocido. Llevaba tanto tiempo exiliado que muchos de sus camaradas no reconocían su cara. Tenía una gran afición a los gatos y disfrutaba mucho haciendo largas excursiones en bicicleta. Como tantas personas dominadas por intereses abstractos, no prestaba atención a la comida ni al aspecto de los lugares en los que vivía. Se relacionaba mucho mejor con las mujeres que con los hombres. Desde las ciudades de Europa en las que fue viviendo, les escribía cartas afectuosas y muy prolijas a su madre y a sus hermanas. Las relaciones más intensas y duraderas que tuvo fueron con su mujer, Nadia Krúpskaya, y con una amante más joven que se llamaba Inessa Armand y que inmediatamente después de la muerte de Lenin fue borrada de los archivos y de todos los relatos oficiales de su vida. Inessa Armand tiene en las fotografías una belleza de heroína de novela rusa. Era una socialista y una feminista intrépida que se había desengañado del magisterio de Tolstói al encontrarse con él y descubrir que solo decía vulgaridades sobre las mujeres. Se había casado por amor con un hombre rico, pero cuando ya le había dado cuatro hijos se enamoró del hermano de él y lo abandonó. Su dedicación a la causa del bolchevismo fue igual de impetuosa. Conoció a Lenin y se enamoró de él y de su radicalismo político. Las cartas que se escribían se mantuvieron ocultas hasta después de la caída de la Unión Soviética. En Génova, en Zúrich, en Londres, en París, Lenin e Inessa Armand fueron amantes con la aquiescencia melancólica o voluntariosa de Krúpskaya, en un trío fraternal que no llegó a deshacerse nunca. El entierro de Armand en 1920 fue la única ocasión en la que se vio a Lenin llorar en público. Hasta el final de su vida, Krúpskaya tuvo una foto de Armand encima de su escritorio, junto a la foto de Lenin.
El retrato que dibuja Sebestyen es más valioso porque una gran parte del carácter del partido bolchevique y del régimen soviético estuvieron muy determinados por el talante personal de su fundador. La obsesión de Lenin no era la justicia social ni la igualdad, sino el poder político absoluto. Era eso lo que lo distinguía de todos los demás revolucionarios que actuaban en aquellos tiempos en Rusia, e incluso de la mayor parte de sus propios camaradas. Nadie como él discutía en las reuniones hasta aniquilar por completo al adversario, hasta desbaratar sus argumentos y reducirlo al escarnio. Nadie aparte de él pensaba en su partido que fuera factible dar un golpe de Estado contra el Gobierno provisional de Kérenski en el otoño de 1917, en vísperas de las primeras elecciones democráticas de la historia de Rusia, cuando lo que se esperaba era elegir una Asamblea constitucional. Para conquistar el poder, Lenin estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, a pactar con quien fuera, a prometerle todo a todo el mundo. No habría llegado a Rusia sin la asistencia directa del Alto Mando alemán, que organizó su viaje en tren y le dio todo el dinero que necesitaba para la organización y la propaganda. A los campesinos les prometió el reparto de tierras; a los soldados, la retirada inmediata de los frentes; a los obreros, la propiedad de las fábricas. A las pocas semanas de la toma del poder ya estaba fundada la Cheka, que después sería el NKVD y el GPU y el KGB, en ese gran florecimiento de siglas que fue una de las innovaciones culturales del régimen soviético. Una vez conquistado el poder, el hombre que al llegar a Petrogrado se puso la gorra y no el sombrero hongo ya no iba a soltarlo. En eso al menos ni él ni los suyos engañaron a nadie. A los bolcheviques no les importaba nada, dijo Trotski, “toda esa palabrería kantiana y vegetariana y cuáquera sobre la santidad de la vida humana”. Y el propio Lenin lo dejó por escrito con la cruda rotundidad de su prosa: “La victoria no es posible sin el máximo grado de terror revolucionario”.
Lenin the Dictator: An Intimate Portrait. Victor Sebestyen. Weidenfeld & Nicolson. 592 páginas