Barranquilla, Atlántico (1941)
Escritor, historiador y crítico de arte. Entre 1989 y 1993, hizo parte del equipo editorial de Unesco en París. En 1994 recibió el Segundo Premio Nacional de Historia por el libro El arte colombiano de los años veinte y treinta, une studio documentado en fuentes primarias sobre los sucesos de ese periodo clave. Entre 1998 y 2003 fue curador del Museo de Arte Moderno de bogotá. Es autor de diez libros sobre temas de arte colombiano entre los que destacan Procesos del arte en Colombia, 1977, El arte del caribe colombiano, 2000, Certidumbres y ficciones en la pintura de Juan Cárdenas, 2001, y Armando Villegas abstracto, 2005.
En el campo narrativo ha publicado las novelas Desierto en sol mayor, 1993, con varias ediciones. Finalista en el Premio Biblioteca Breve Seis Barral. Sus cuentos han sido incluidos en varias antologías del género.
Los cuentos de Medina Amarís: prólogo para leer como un colofón
Ariel Castillo Mier
Medina Amarís es un caso extraño, casi único, en las letras nacionales: el de una vocación extraviada que reaparece. Como bien lo dice el poeta, “todos cantamos en la edad primera”, pero pocos lo hacen en la segunda (seguramente por la indiferencia del medio o merced al placebo infalible de la vanidad satisfecha con la publicación del primer libro) y, de ahí en adelante, mucho menos.
Medina Amarís irrumpió en el orbe de la literatura colombiana con el seudónimo de José Javier Jorge, a comienzos de los sesenta, cuando adelantaba, en la Universidad Nacional, sus estudios de arquitectura, que luego continuó en la Universidad del Atlántico. Sus inicios coincidieron, por un lado, con el lirismo silvestre de la segunda oleada de narradores de la violencia —ya no la partidista, sino la de la lucha de clases: Eutiquio Leal, Enrique Posada, Humberto Tafur y Héctor Sánchez— y, por el otro, con las convulsiones morales del nadaísmo. Si bien con este movimiento rebelde Medina Amarís conserva una afinidad esencial —la vocación transgresora, ligada a la crítica de la tradición cultural colombiana—, en lo estrictamente literario marca una diferencia significativa, pues no incurre en dos vicios centenarios de la literatura colombiana que los nadaístas no cuestionaron: el facilismo verbal (la retórica, así fuese la de la vanguardia marchita), y el anacronismo que conduce al descubrimiento tardío de mediterráneos añejos.
Tras un comienzo promisorio en el que se ganó, en 1967, varios concursos nacionales (que casi nunca le pagaron) y llegó a ser finalista, en 1968, en el prestigioso premio de novela Seix Barral, trampolín del boom de la narrativa latinoamericana, Medina Amarís, intempestivamente (aunque cabe conjeturar que como consecuencia de una implacable autocrítica), abandonó la creación literaria o, al menos, la publicación de nuevos textos, y se convirtió en el más importante crítico e historiador de arte de Colombia (tras la era modernizadora de Marta Traba), al tiempo que laboraba en instituciones culturales fuera del país. Después de varios años de permanencia en el exterior (Nueva York: seis años; París: quince) y múltiples viajes a ciudades y museos de América Latina, regresó al país, cofundó el Suplemento del Caribe, se desempeñó como docente investigador, curador de exposiciones, dictó conferencias, redactó catálogos de presentación de pintores con el rigor y la calidad de sus cuentos iniciales, publicó varios libros sobre el arte en Colombia y en el Caribe colombiano, dos novelas lúdicas, experimentales como su novela inédita, Papa Rey (Desierto en sol mayor (1980) y El libro blanco de la sabiduría ( 2008), con el seudónimo de Ruiz de Amadís) y ahora reúne algunos de sus cuentos escritos entre 1960 y 2012, con lo que hace justicia a un trabajo literario que, por la originalidad de su lenguaje, por el dominio del arte de narrar y por la profundidad con la que sabe recortar fragmentos de la realidad y proyectarlos cargados de significación en la pantalla de la palabra, no podía quedarse inédito o disperso en suplementos literarios y revistas de difícil o casi imposible consecución.
De los años de su iniciación literaria, la narrativa breve de Medina Amarís conserva un tópico generacional que permea toda su narrativa breve —la violencia—, el cual aborda sin las pretensiones de autosuficiencia pontifical de sus predecesores. El calificativo “abiertos” del título de este libro define una característica de la obra, sorprendente en un militante de la política de izquierda. Se trata, después de las inapelables certezas y del duro dogmatismo, de una auténtica navegación en la incertidumbre. Desde esta perspectiva se recrean los múltiples rostros de la violencia –intrafamiliar y de género (“¿Encuentro?”, “Papá va a la casa”, “Villa Carmen”, “Cita real”), política (“Sangre hermana”, “La amenaza”), religiosa (“Las visitas”), social (“Cinco mujeres, un niño y un senador”; “La estación de bomberos”, “La función”), cotidiana y moral (“De telenovela, pero”, “El emperador africano”) y económica (“Tía Amparo”). La violencia omnipresente se da tanto en la parcela del campesino que se alimenta con café y panela como en la mansión del senador que se moviliza en Mercedes Benz, vive el reto diario de las chequeras, el club, el golf, los caballos de paso y el grupo empresarial de Miami, como en la rutina de la guerrillera cuya vida se consume entre asaltos, ajusticiamientos, embarazos y abortos.
Un segundo tópico, también generacional, aunque menos frecuente, es el del sexo que aquí ofrece un matiz un tanto triste o sórdido: las insinuaciones felices del erotismo escasean y se impone el ácido reposo de la represión (“Las visitas”, “De telenovela, pero” y “La función”) o la sustitución por la violencia o el ejercicio abusivo de la autoridad (“Cita real”).
Pero menos que en los temas, la originalidad de Medina Amarís reside en el tratamiento de los mismos, en el que sobresale la diafanidad y la precisión de su lenguaje irreverente y nada solemne, rasgo típico de los escritores formados al influjo de la lengua inglesa, como su maestro Álvaro Cepeda Samudio, con quien coincidía vespertinamente en las tertulias bohemias de La Cueva y de quien hereda la preferencia por la narración experimental, innovadora, sin los rollos chinos del análisis sicológico minucioso, a menudo focalizada en la mirada de extrañamiento del niño que observa desde su inocencia la violencia incomprensible, presente en sus mejores cuentos (“Papá va a la casa”, “Tía Amparo” y “Villa Carmen”), y algunos símbolos como el del circo, el payaso y el disfraz de carnaval.
El narrador de “Papá va a la casa”, nos da la clave de un proceso interior que singulariza los relatos de Medina Amarís: “olvidar qué pasó antes y qué pasó después para más tarde recordar lo sucedido en otro orden”. Igual le ocurre al protagonista de “La función”: “En su mente delirante se funden y confunden dos episodios desplazados en el tiempo”. Aquí se pone de manifiesto un recurso frecuente en sus cuentos, el cual le permite profundizar en la anécdota: la fusión de planos temporales, espaciales y niveles de realidad —el presente y el pasado, la infancia y la vejez, la realidad y el deseo, el sueño y la cotidianeidad, el barco y la ciudad, la violencia y la ternura, la ciudad y el campo, el victimario y la víctima—, en el universo de la ficción, muy consecuente con el carácter abierto de los finales, que de esa manera atentan contra la estructura cerrada del cuento decimonónico a lo Poe, que por estos días parece asistir a una segunda dentición.
Radicalmente al margen del realismo mágico, en estos cuentos (en los que si se da una milagrosa aparición es la de una Virgen vieja y si una muerta sale chillando por las noches, se trata, en realidad, de la vulgar estratagema de unos inquilinos para presionar la rebaja en el canon del arriendo), se sostiene, si bien cada vez con mayor moderación, la tendencia experimental presente desde sus comienzos en la narrativa breve de Medina Amarís y en la novela Papa rey, leales siempre a una concepción de la literatura como ejercicio de la libertad y distante de la gratuidad, no sólo en lo formal, sino en la visión del mundo, atenta a los múltiples matices de la realidad.
Otro elemento distintivo de estos cuentos es la despreocupación por el color local; rara vez se identifica con exactitud el escenario de los hechos; tampoco se recurre de manera notable al léxico regional. Tal parece que la ambición del autor, como la de sus maestros del Grupo de Barranquilla, es la de alcanzar la universalidad. No obstante, al culminar la lectura del libro, las dispersas alusiones a una Barranquilla, que nunca se nombra, terminan por ofrecer un panorama bastante amplio de la ciudad con sus calles, sus barrios, sus joyas, sus fiestas, sus emisoras, sus buses de línea, su vegetación, su manera de vestir, de combatir el calor y de cocinar.
Al reunir sus cuentos, Medina Amarís percibe que estos se integran mediante un vasto y furtivo sistema de vasos comunicantes (un personaje, una emoción, un motivo, un tema, un trauma, un clima, un golpe de luz o de sombra), apuntan a un orden secreto que va más allá de las relaciones causa-efecto y los axiomas de la cronología, con remotas reminiscencias religiosas que no descarta la esperanza en la trascendencia de algún paraíso, a través de la imaginación, el arte y el humor.
El orbe verbal de Medina Amarís pone de manifiesto una íntima coherencia apuntalada en reiteradas obsesiones —el ardiente sol enceguecedor, las casas azules de altas terrazas, los hermanos en competencia, los padres muertos, la escoba que barre la basura del mundo, el miedo, la rabia, los caminos llenos de matorrales y yerbas altas, las rutas sin transitar, el otro lado de las circunstancias, las mansiones arruinadas con sus dueños desvencijados, las culebras, las arrugas prematuras de la realidad, la soledad y la frustración femeninas, la esperanza que se pasea sin detenerse—, gobernada por la violencia de la que los personajes intentan huir para toparse paradojalmente con la muerte.
Pese a la relativa lejanía en el tiempo de la escritura de algunos de los relatos, la visión que nos presentan de un país que marcha con compases atrasados o con un acompañamiento musical que no le corresponde, sigue siendo válida. La alegoría presente en el cuento “La estación de bomberos” en el que asistimos a la paradoja de un cuerpo de especialistas en combatir el fuego que termina incendiándose por la alienación de sus funcionarios obstinados en negar una realidad que los compromete, no deja de ser una representación acertada de la pesadilla del país en el que las palabras van por un lado y los hechos por otro. Muy válida es asimismo la imagen presente en “La función” en la que el piso de los personajes pierde su firmeza y, pese al inevitable hundimiento del barco que hace agua, el metalizado director del circo persiste en su arbitrario autoritarismo.
Profesor de la Universidad del Atlántico, Barranquilla, Colombia.