Revista Pijao
El templo de su cuerpo
El templo de su cuerpo

Por Alberto Medina López

El Espectador

Una pareja no convencional era observada por una pareja convencional durante unas vacaciones junto al mar. Miraban con extrañeza como un hombre maduro y calvo pasaba horas enteras filmando a su compañera joven y hermosa. La pareja convencional, de edades similares e intereses comunes, no salía del asombro al ver que ese espectáculo se repetía todos los días y a toda hora. Ella se ocupaba de embellecerse y él de idolatrarla.

“… los brazos y las piernas siempre extendidos para que no dejaran de broncearse los pliegues de la piel, ni las axilas, ni aun las ingles (ni por supuesto las nalgas), pues su braguita era minúscula y las dejaba al descubierto sin que asomara lateralmente el menor rastro de vello, lo cual hacía pensar (o a mí me lo hacía) en un previo afeitado pélvico”.

El que narra es el marido de la pareja convencional. Supieron que el ídolo se llamaba Inés porque escucharon cuando el adorador la nombró. “Cuerpo Inés”, la bautizó ella. Una noche que el marido convencional no podía dormir, vio desde la terraza que el marido no convencional estaba solo en la playa. Tomó precauciones para no despertar a su mujer, y salió a buscarle conversación con tal de entender la relación de la pareja.

En el diálogo con él descubrió la obsesión. El hombre, treinta años mayor que ella, la había fabricado para él pero sabía que la diferencia de edades era un abismo insalvable. La grababa porque tenía la certeza de que ella se iba a morir y quería tener guardado su último día. Le confesó que tenía que matarla cuando ya no resistiera tanta adoración.

“… su carácter no está del todo constituido, aún depende de la novedad, lo exterior la atrae, está vislumbrando lo que hay y le aguarda más allá de mí. (…) antes que permitir su marcha algún día, antes que permitir que mi adoración siguiera, pero sin su objeto, la mataría igualmente.” Las confesiones transcurren en la playa, mientras ellas duermen. La historia de Alberto Viana, como se llama el adorador, devela las sombras y las luces de las obsesiones humanas. Es el asesino potencial del objeto idolatrado. Prefiera destruirlo antes que permitir que otras manos lo toquen o que otras cámaras lo graben.

Es un amor posesivo que Javier Marías pinta con su pluma y con ese vigor suyo de penetrar en los más intrincados caminos de la mente y del alma de los hombres.


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