Por Mauricio Sáenz
Revista Arcadia
En 1964, el inglés Richard Holmes decidió repetir el peregrinaje que, un siglo antes, el poeta escocés Robert Louis Stevenson había plasmado en su libro Viajes con una burra por las Cevenas. No solo se puso la meta de hacer los 220 kilómetros por esa montañosa región francesa en los mismos 12 días, sino la de recrear cada paso de su personaje. Como él, habló y bebió con los lugareños, durmió bajo las estrellas, sufrió los tramos más difíciles, temió la presencia de desconocidos y gozó las mañanas esplendorosas.
Holmes se embarcó en esa aventura para escribir la biografía de Stevenson, y resulta sorprendente que, a sus escasos 18 años, ya tuviera semejante compromiso con las exigencias de ese género. Su periplo es la primera parte de Huellas. Tras los pasos de los románticos, escrito en 1985, (pero solo recién publicado en Colombia) que él mismo describe como un “híbrido (…) en parte pura biografía, en parte libro de viajes, en parte autobiografía, sin olvidar una pizca de sabueso de los Baskerville”.
Y sí, es todo eso, aunque en el fondo es una concienzuda meditación sobre las dificultades que entraña escribir la biografía ideal, una en la que el autor se involucre con el personaje, se introduzca bajo su piel y lo interprete en sus virtudes y defectos, sin perder de vista las circunstancias de su época y su país.
Holmes literalmente viaja con sus sujetos, en una suerte de diálogo entre las épocas, pues su narración alterna sus propias experiencias con las de ellos. Cuatro años más tarde, en 1968, el autor aprovechó las revueltas estudiantiles de París para explorar en paralelo las experiencias de un grupo de expatriados anglosajones que vivieron in situ la Revolución francesa casi 200 años antes. Se trata de Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo, su amante el aventurero norteamericano Gilbert Imlay y el poeta William Wordsworth, entre otros.
Wollstonecraft, una mujer muy avanzada para su época, es la madre de una de las protagonistas del tercer capítulo. En efecto, el siguiente viaje de Holmes, en 1972, lo lleva a la Toscana. Esta vez persigue los pasos de esa hija, Mary Shelley, de su esposo, el poeta Percy Shelley, y de su hermanastra Claire Clairmont, quienes escogen a partir de 1818, y hasta la muerte de Shelley, cuatro años más tarde, vivir en Italia su utopía romántica y revolucionaria, lejos de su fría Inglaterra.
El libro culmina con otra figura clave del Romanticismo: el poeta francés Gérard de Nerval, a quien Holmes acompaña en 1976 por París y sus alrededores. Allí presencia su existencia torturada por los problemas mentales y sus relaciones con Baudelaire, el caricaturista Nadar y su amigo Theophile Gautier. Hasta que el poeta loco se suicida en un callejón parisino en 1855.
Los personajes, exponentes de momentos del Romanticismo, tienen como común denominador la obsesión de Holmes por ellos. Porque, de hecho, la verdadera protagonista del libro es la voluntad heroica del autor por descifrar sus historias y alcanzarlos existencialmente. Los persigue en los lugares que amaron, toma fotos con las perspectivas que ellos pudieron ver desde sus ventanas, sufre y vive sus angustias y sus desviaciones. Poco a poco Holmes va entrando en una especie de intimidad con ellos, en un continuo diálogo imaginario con los muertos que, para él, configura un requisito sine qua non del verdadero arte de la biografía.
Pero todo es en vano. Holmes llega a la conclusión de que para el biógrafo su personaje es inasible, como una partícula subatómica que solo se puede definir como una onda que pasa de un lugar a otro. Puede perseguirlo, pero nunca atraparlo de verdad. Pero podría pasar, si tiene suerte, que al describir su persecución el personaje quede apenas reflejado en el espejo, nunca bien regresado de la muerte.