Por Óscar Guerrero
zendalibros.com
Cuando alguien te pregunta cuándo empezaste a escribir la novela, surgen dos posibles respuestas: la inmediata e intuitiva, el día en que empiezas a dar vueltas a una idea, y la que ignoras, desde cuándo llevas preparándote para darle cabida a dicha idea. Porque lo primero que tuve, muchos años antes de imaginar nada más, fue el título. Es una frase que pronunció Manuel Vicent en la presentación de unos de sus libros. Posteriormente, la lectura del libro El museo desaparecido de Héctor Feliciano, sobre todas las obras de arte expoliadas durante la Segunda Guerra Mundial, fue sin duda uno de los detonantes de esta novela, una vez mirado con la suficiente perspectiva. Pero en el momento de leerlo, meses antes de empezar a pensar en el argumento, no fui consciente de ello.
Todo empezó como un juego, y acabó siendo una novela. Tres imágenes reales dieron lugar a la historia. La primera, en el pequeño cementerio de la iglesia de Putot-en-Auge, en Normandía, frente a las lápidas de una brigada de paracaidistas canadienses muertos el 19 de Agosto de 1944. Llegué, por casualidad, el 18 de agosto del 2008. Sobre una de las tumbas, había una copia plastificada de un grupo de militares y una cruz roja sobre el rostro de uno de ellos.
Esa noche, en el hotel, miré en Internet y encontré información sobre la batalla del lugar. Ahí empecé a darle vueltas a algo que todavía no sabía lo que era. Quizá alguien tomó fotografías de aquella masacre, quizá alguien se jugó el tipo entre las balas con una cámara Leica.
La segunda imagen es de París. El de la bohemia y entreguerras, y el de la ocupación. Durante más de un año frecuenté la capital francesa y aún pude encontrar lugares relativamente a salvo de turistas: la Cité Fleurie, el Bateau Lavoir, pequeñas calles de Montmartre, su cementerio, los cafés de Montparnasse, el taller de Robert Capa, varios de Modigliani, etc. Hubo de todo, pero en las tardes frías de otoño e invierno, con la lluvia pegada en los talones y el frío cortando la cara, imaginé a un artista pintando en su taller, sin muchos medios. Totalmente inmerso en su obra y ajeno a la barbarie.
Y la tercera y última tuvo lugar en Coyoacán, al sur de la Ciudad de México. Un día gris de otoño del 2009, vi salir, de una de las casonas de la calle Francisco Sosa, a una anciana, elegante, que del brazo de una chica joven, quizá su nieta, se dirigía a la iglesia de Santa Caterina.
Con la combinación de esas tres imágenes empezó el juego. Poco a poco fueron tomando cuerpo un pintor desconocido y su galerista en el París de la ocupación alemana de 1940, un corresponsal de guerra que cubrió Normandía y varias campañas más de una Europa arrasada, antes de olvidar una caja con miles de negativos en una buhardilla. Muchos años después, aún era posible obtener las claves de lo que ocurrió. Y a través de esas imágenes empezaron las preguntas: ¿Quiénes eran los protagonistas? ¿Qué hicieron? ¿Cómo combatieron el horror de aquella época? ¿Qué fue de ellos?
Y así surgió el principio de la novela: una heredera recibe un auténtico museo en una cámara subterránea de un banco suizo. Poco después tuve claro el final y lo escribí, por si acaso. No sabía cómo enlazaban ambos capítulos, ni el presente y el pasado de la historia, pero no tenía por qué escribirla de forma ordenada.
En 2007, además, apareció la llamada maleta mexicana de Robert Capa, Robert Seymour “Chim” y Gerda Taro. Y como yo andaba por México pude buscar algunas ubicaciones; el lugar donde habían aparecido las fotografías, la vivienda de Leonora Carrington, cuyo marido Csiki Weisz fue quien salvó los negativos y vivió el resto de su vida sin saber que se hallaban a salvo en el armario de una casa a pocas manzanas de la suya y la casa de Tina Modotti. Logré hablar con Elena Poniatowska, una tarde del día de muertos, y me preguntó con curiosidad por qué andaba yo con historias del pasado.
Conseguí contactar con John Morris, el editor de las fotos del desembarco de Normandía, gracias a unos amigos que se fueron a su restaurante habitual, en Le Marais, a probar suerte y la tuvieron: apareció esa misma tarde. Les dio los datos de contacto y dos correos después fui a verle al festival de cine de Gijón donde presentaba, a sus 97 años, un documental sobre su vida. Allí también pude hablar con Javier Bauluz, primer premio Pulitzer español, que me explicó en una comida qué lleva a un hombre a irse a la guerra para contarla. Con todo ello, empecé a ver a mis personajes de una forma más nítida. Y me puse a escribir la parte que faltaba.
Mientras, durante estos años, los medios han publicado noticias sobre un cuadro de Giovanni Boldini encontrado en un apartamento de París cerrado durante décadas, de imágenes inéditas de Francesc Boix halladas en Francia, en un mercado de objetos usados, o han informado sobre los herederos de marchantes colaboracionistas que atesoraban cientos de obras en un piso de Münich. La historia estaba ahí.
Solo faltaba la banda sonora del pasado pero al escuchar a Leonard Cohen susurrar su versión del canto del partisano sentí que finalmente ya tenía todas las piezas.
Han sido cinco años de escritura, borradores y correcciones para dar forma a un relato de galeristas, corresponsales de guerra, pintores, empresarios y abogados suizos con nervios de acero.
Después de todo este tiempo esta historia ya no me pertenece, es hora de que siga su camino.
Autor: Óscar Guerrero. Título: El coleccionista de atardeceres. Editorial: Playa de Ákaba. Venta: Espacio Ulises