Por Jorge Eliécer Pardo
Estas memorias de Héctor Sánchez, (Guamo, Tolima, 1940), escondidas bajo el rótulo de la novela, Las noches en casa de María Antonia, no son más que la confirmación de un escritor que conoce su oficio. Allí se conjugan, la fuerza expresiva con la sabiduría en las reflexiones y el valor de lo íntimo con la memoria del dolor. Esa primera persona, esa voz del autor que se conecta con el lector en lo más profundo de lo confesional desde el lenguaje preciso, libre de adjetivaciones y pleno de pequeños triunfos y grandes derrotas, nos conduce, en el silencio de la lectura con la respiración detenida, por los secretos a viva voz de los amores del escritor en los lejanos años cuando se quebró el alma y el amor en México. Enamorado de lo onettiano y del mejor existencialismo, Sánchez nos comparte no sólo las anécdotas que lo llevaron a amar a esa mujer en cuya casa se fraguaran tantas conspiraciones, entre Fidel Castro y el Che Guevara contra Batista, sino su lucha por la literatura, no importa que tuviera que pasar por tantas camas y desamores. La referencia coloquial tiene la dimensión de lo poético. Aprender a comer mierda no es tan difícil cuando se hace de buena fe y sin simulaciones, pero someterse a comerla bajo la apariencia de un alimento, ya es tomar la tristeza por cucharadas, confiesa el personaje autor cuando abandonó El Tolima y ya en el 64 vivía en Bogotá. El tiempo del sueño en las tablas fue breve y de sainete. Yo creía en el teatro cuando dejé de creer en la bondad de los empleos, que primero nos muerden las manos, después los ideales y la memoria feliz de vivir sin ánimo de lucro y termina devorándonos el alma. Por estas memorias pasan sus amigos, los que le dieron una posada, una cena y una botella para festejar la literatura. También deambulan los nadaístas, los que comían, bebían, fornicaban, vestían camisas negras como los fascistas italianos, llevaban sus cabellos largos siguiendo la modas de los sesenta, blasfemaban como lo hace casi todo el mundo, leían en público sus poemas sin gota de rubor, alimentaban con fotografías los periódicos a título que eran nuestros más significativos jóvenes rebeldes, fumaban yerba y recibían dinero por parecerse a lo que hacían y se tomaron con tanta seriedad lo de genios que sus rostros se tornaron tristes. (…) es que consiguieron el reconocimiento de ser grandes autores, sin haber escrito una buena obra.
Las buenas noticias también llenaron las copas. Joaquín Motriz publicaría su novela Las maniobras (1968) y le entregaría trescientos dólares que nunca bendije con más conciencia y devoción. Desde México recibió la noticia del premio Esso de novela, el libro que había prometido tener listo a Mutis con destino al concurso literario. Nos confiesa: creo que el poeta no estaba tan seguro de que en menos de un año escribiera un libro que alcanzaba las cuatrocientas cincuenta páginas. A qué horas se preguntaría, había dormido, librado tiempo para mezclarme con mis mundanidades y, sobre todo, irrespetado la conocida tradición que el trabajo literario es lo que salvamos de la pereza. Lo que más le sorprendió, sin embargo, fue la intervención de mi estilográfica cayendo sobre las palabras para completarlas y mi explicación de que las copias provenían del papel carbón, que sólo los que hemos sobrevivido al proceso sabemos lo que cuesta y de una máquina de escribir americana, que como es conocido carece de eñes y tildes. Si tenía que comentar algo más, no lo hizo y a falta de una medalla a la abnegación, exclamó: “eres el putas que mandó por la chicha al puente”.
La historia de sus libros se desteje como si las preguntas ausentes las resolviera en esa eterna beba de los años sesenta. Hagamos cuentas, nos dice: había publicado un volumen de relatos (se refiere a Cada viga en su ojo, 1967) que resultó un disparo al aire, aunque por ahí se dijo que las promesas no necesitan ser modélicas al empezar y como se vio en el futuro, con uno de los cuentos “Los inquilinos” no todo fue un acto de irresponsabilidad. La estructura del libro son los episodios de los viajes entre Colombia y México y con ellos los abandonos de camas y amores, bares y dolores que Sánchez confiesa al oído del lector. Podría pensarse que es un libro para informados en la literatura colombiana, pero no. Es un texto que puede ser útil para entender los esfuerzos y contratiempos que se superan o no para lograr una meta no sólo en el mundo del arte. Es un libro que nos hace detener en sus sentencias. Hay que mantenerse a buena distancia de los políticos para que no terminen de criarme como a los pollos, con un puñado de maíz.
Sentencias sobre su obsesión de escribir están regadas en todas estas memorias de amor y creación. No sólo por los años que compartió con el poeta Álvaro Mutis y el novelista Fernando del Paso, sino con los otros, los editores y, sobre todo, las mujeres que, como María Antonia, también habían escrito una novela. El compromiso confiesa con cierto dejo de nostalgia: antes del medio día tenía una mesa en el cuarto. Sobre la mesa deposité la máquina de escribir. En el rodillo de la máquina inserté una hoja de papel y me dije, ahora empiezo a llevar vida de escritor. Un escritor solo, pobre y sin amparo, que está dispuesto a no pedir excusas por intentarlo, que no se dejará negar por los vagos que medran en la literatura, que por elegir este oficio, espero, eso si, honrar la diferencia que me impone, pues de otro modo no valdría la pena. Creo en la excepcionalidad, pero creo sobre todo en el prestigio que sobreviene de los libros y sólo de ellos. Y por fin, creo en el tiempo, que tiene siempre una puerta abierta al talento. Y agarrado de Rulfo para continuar con sus reflexiones sobre la literatura y el oficio de hacerla, nos dice no sólo lo maravilloso de conocerlo sino de disfrutarlo: con Rulfo me ocurría que nunca terminaba de leerlo porque una obra tan breve y perfecta guarda el misterio de lo inagotable. Lo leí y volvía a leerlo buscando el secreto de sus palabras que eran las mismas de todos los mexicanos, pero que resultaban tan diferentes y al mismo tiempo tan nuestras como todo lo bueno que no tiene fronteras. Y complementa con Rulfo: el éxito consistente y verdadero, es involuntario como todos los grandes gestos que consagran la generosidad. Cuando inventamos el éxito inventamos una mentira. El éxito es como el duende del vino que sometido al paso del tiempo, vive la gloria de su inmortalidad. Con Mutis y José Emilio Pacheco hablaron de los libros luego de que sólo dos notas aparecieron de Las maniobras. Días más tarde nos sentamos a comer con José Emilio Pacheco que cultivaba la poesía y abordamos el tema crítico de los libros que apenas suman lectores. Mutis llevaba en ese momento veinticinco años publicando su obra y la demanda en Colombia no superaba los ciento veinte ejemplares y un poco más en México, todo lo cual sumaba una cifra crítica que movería a cualquiera a rendirse. Pacheco realizó también su inventario con no menos franqueza y apenas superó a nuestro amigo en veinte ejemplares. Escuché mudo su relato y pensé, esto tiene un destinatario y lo que espero es amar mucho más lo que hago que todo lo que cuesta hacerlo. El documento sigue vivo en mi memoria porque no termino de admirar, como quien ve cortar la lana a un cordero, los libros que pueden vender algunos escritores que lo venden todo, mil, dos mil, cinco mil ejemplares y me pregunto cómo harán, de qué sustancia está hecha su obra para que suceda, cómo es que procistas notables apenas venden sus libros y algunos que no lo son tanto, le cortan la lana al cordero por millares.
La novela es un pretexto, un bello pretexto para divagar por el duro tránsito de los libros, de la creación de ellos, en cuartos tristes pero dignos rodeados de personajes anónimos para muchos pero que significaron tanto para el autor. Homenajes a García Márquez, Mutis, del Paso, Rulfo, Pacheco, Huertas… que abrieron las puertas del joven colombiano que buscó la vida haciendo el ladrido de un perro en el teatro, doblando sin éxito películas o merodeando una agencia de publicidad. Lo de María Antonia, la prostituta y escritora, es otra de sus historias de amor perdido, tacones y oropel, lágrimas y canciones mejicanas que él se acompaña con algún éxito en la guitarra. No ahonda en los pormenores de la revolución cubana ni en la carta que Fidel hace al Che cuando se conocieron en casa de Maria Antonia, no es el tema, tampoco el interés. El tema es la literatura, las aventuras de un autor que sigue luchando con esos personajes que transitan sus libros con almas de derrotados, como él dice ser. Sin pretensiones de gran estilista pero sí con el acierto de gran escritor, Sánchez se ha fajado en tan pocas páginas la verdad del corazón que tanto falta en nuestra literatura. No hay artificio, hay amor e intimidad.
Sus años en España, en Barcelona, serán seguramente otra aventura como ésta de Mis noches en casa de María Antonia que tanto nos hizo reflexionar y sufrir el secreto de saber cómo se sufre y se hacen los libros. Los días terribles cuando escribía quizá su mejor novela Entre ruinas, en su apartamento, al lado de la Sagrada Familia de Gaudí y derrumbaban los dos edificios aledaños. Estas memorias me hacen festejar al lado de Henry Miller y su Libros de los amigos.