Revista Pijao
¿Te acuerdas?
¿Te acuerdas?

Por Javier Rodríguez Marcos

El País (ES)

Aunque sabemos que nada hay menos libre que la libre asociación de ideas, la mente tiene su propio algoritmo. A veces un libro te lleva a una película, y esta, a otro escritor. A veces atropelladamente. Fiel a la idea de que las buenas historias deben avanzar in crescendo (arrancar con un terremoto y de ahí para arriba), Verity Bargate abrió No, mamá, no, su primera novela con este párrafo: “Lo que más me impresionó cuando me dieron a mi segundo hijo y lo cogí en brazos fue la total ausencia de sentimientos. Ni amor. Ni cólera. Nada”. El terremoto sigue cuando Jodie, la narradora, vuelve a la habitación desde el paritorio y se enciende un cigarro. Llega entonces el minuto sentimental: el marido le da envidia; el bebé, asco. Ninguna vergüenza.

 

Publicada por Edhasa en 1982 y reeditada ahora por Alba en la traducción de Mireia Bofill, No, mamá, no es la cruda historia de una enfermera cansada de ser esposa y madre que vive en el Soho londinense, amamanta cuidadosamente a su vástago y lee a Graham Greene en bucle: “Quiero un amor humano corriente, corrupto”. Ha leído ocho o nueve veces El final del romance, pero esa frase la sigue obsesionando. También ha leído a Virginia Woolf: el recién nacido se llamará Orlando. Tan solo la llamada de una amiga de juventud, ahora instalada en Brighton, lleva luz a una vida que, en menos de 170 páginas, pone patas arriba todas las convenciones sociales y sentimentales.

 

Verity Bargate, que murió de cáncer en 1981 —tenía 41 años—, fundó un teatro “de vanguardia” en Dean Street. Un premio para nuevos talentos lleva ahora su nombre. Trabajó como actriz y no cuesta imaginarlas a ella o a su Jodie en una película de Mike Leigh. Aunque la historia de No, mamá, no transcurre en los años setenta, los escenarios y la relación de la protagonista con su amiga Joy —además de los trenes— recuerdan a la que mantienen Hannah y Annie en Career Girls (Dos chicas de hoy), esa joya sin pretensiones estrenada en 1997, hace ahora 20 años (se puede ver en Filmin por 1,95 euros).

 

¿Cuál es la base de ambas relaciones? El pasado. Es decir, la pregunta “¿te acuerdas?”. El filme arranca cuando Annie viaja a Londres para visitar a Hannah. Compartieron casa cuando una estudiaba psicología y la otra literatura y trataban de adivinar el futuro —ligar o no— utilizando Cumbres borrascosas como si fuera el I Ching, es decir, abriéndolo al azar. De fondo, el sintetizador precocinado de Let’s Go to Bed, de The Cure, su grupo favorito. En aquellos tiempos, los chicos bebían tercios de New Castle Brown y llevaban camisetas de los Smiths y Hannah se reía de Annie, con gafas de nadadora para evitar que le llorasen los ojos al cortar cebolla. Mandaba Thatcher.

 

Pasados los años, Hannah busca piso —para comprar; se acabaron los alquileres— y recorre Londres junto a su amiga sin dejar de preguntarle “¿te acuerdas?”. Así, la visita a un octavo en Cannary Wharf da lugar a una de las escenas más cómicas de una película para la que parece inventada la palabra agridulce: “Supongo que en los días claros desde aquí se ve hasta la lucha de clases”, comenta Hannah al asomarse al nuevo distrito financiero, coronado por el edificio de oficinas —One Canada Square— diseñado por César Pelli: “Pobres, no tenían dinero para pagarse un arquitecto”.

 

La Hannah de Dos chicas de hoy —que no se cree “lo suficientemente fuerte como para ser vulnerable”— es la actriz Katrin Cartlidge, la flaca de Rompiendo las olas (de Lars von Trier), Antes de la lluvia (de Milcho Manchevski) o Indefenso (del propio Leigh). Cartlidge murió en 2002 por una septicemia, a la misma edad que Bargate: 41. También existe un premio con su nombre. Lo concede la fundación impulsada por varios de los directores con los que trabajó. A su personaje en Dos chicas de hoy le habría hecho gracia saber que, al poco de morir, el ríspido Morrisey le dedicó en el Albert Hall la triste entre las tristes Late Night, Maudlin Street, una canción para archivar bajo las etiquetas “abandono” y “mudanzas”.

 

De la muerte de los artistas lo normal es enterarse por la prensa, pero de esta yo me enteré por un libro. Así de absurdo. Uno se entera por un libro de la muerte de Felipe II, pero no de la de una actriz famosa. Todavía recuerdo la impresión de leerlo en Esa belleza, de John Berger. Allí, en ese ensayo de 2004, está la foto: Cartlidge escuálida como un giacometti (el tema del ensayo, traducido en España por el poeta Jaime Priede para Bartleby). Fue ver su cara y sentirme como un hipocondriaco-con-motivos al que le ocultan que algo le pasa a su prima favorita. Berger murió en enero pasado —tal vez sean demasiados muertos para un artículo de verano—, meses después de estrenarse el documental sobre su vida en un pueblo francés: Las estaciones en Quincy. Lo produjo y codirigió la transparente Tilda Swinton, protagonista a su vez de la versión en cine del Orlando de Virginia Woolf. No sigo, que el algoritmo tiene razones que la razón no entiende.

 

‘No, mamá, no’. Verity Bargate Traducción de Mireia Bofill. Alba, 2017 174 páginas.


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