Revista Pijao
Scott Fitzgerald y las paradojas del fracaso
Scott Fitzgerald y las paradojas del fracaso

Por Pedro B. Rey

Especial para el diario La Nación (Ar)

 

Hemingway no era un amigo muy recomendable. Por cercano que le fuera Francis Scott Fitzgerald, también lo consideraba un rival. Seguía siéndolo después de su muerte, a pesar de que la obra del prodigioso autor de El gran Gatsby lucía por entonces un poco pasada de moda. En París era una fiesta, Hemingway se entretuvo dándole golpes de gracia. Puso en evidencia la ansiosa relación de Fitzgerald con su esposa, Zelda, y buscó dejarlo en ridículo. Describe, por ejemplo, cómo mientras orinan en un baño público Fitzgerald se muestra preocupado por la modestia de su miembro. Hablan de sexo, pero la analogía literaria va de suyo: para Hemingway su propia virilidad era un valor narrativo y el complejo de inferioridad de su colega algo que se reflejaba en su obra.

Los libros de Scott Fitzgerald (1896-1940), en todo caso, siempre fueron emparejados con sus avatares biográficos y la parábola de éxito y fracaso de su vida. Desde el mismo inicio, cuando publicó la exitosísima A este lado del paraíso (1920), entró en la vorágine de sustentar un ajetreado y glamoroso tren de vida con las ganancias de su pluma. Prefería escribir novelas, pero su principal fuente de ingresos eran los cuentos que vendía, uno tras otro, a toda clase de publicaciones, por entonces florecientes. Su firma aparecía en The Saturday Evening Post o Esquire, pero también en revistas mucho más intrascendentes. Mientras tanto, Zelda (si le creemos a Hemingway) lo empujaba hacia el alcohol para que no pudiera concentrarse en los largos períodos de escritura que requieren las novelas, que podían afectar las finanzas de la pareja, y privilegiara en cambio las formas breves, tan redituables.

Fitzgerald dio forma, como es sabido, a un puñado de novelas clave. En la voz de Nick Carraway, narrador de El gran Gatsby (1925), encontró un tono tan perfecto que todavía hoy cosecha epígonos. En Tierna es la noche (1934), romántica y oscura, metamorfoseó los dilemas de su vida conyugal: Zelda, por entonces, se encontraba internada, diagnosticada de esquizofrenia. El último magnate quedó inconclusa, pero a pesar de su estado larvario (hay dos ediciones, la clásica, montada por Edmund Wilson, y otra, más cruda, debida a Matthew Bruccoli) tiene el poder encantatorio de hacernos olvidar que nos encontramos ante un esbozo.

El exceso de prestigio de la novela como género, y el hecho de que en su tiempo se los considerara comerciales, dejó durante mucho tiempo en segundo plano sus cuentos, un territorio en que Fitzgerald se movía con la frescura de un pez en el agua. Algunos especialistas llevan el número a la precisa cifra de 164. La cantidad es tan vertiginosa que ni siquiera en inglés existe una edición completa y definitiva de esos relatos. Cuentos Selectos (selección que prologa Carlos Gamerro y traducen Teresa Arijón y Barbara Belloc) reúne doce entre los imprescindibles, del temprano "Bernice se corta el cabello" al tardío "Pat Hobby y Orson Welles".

La variedad de Fitzgerald como cuentista puede dividirse en etapas bastante nítidas. La primera -que se inicia después de la publicación de su primera novela- coincide con los entusiasmos de juventud, y es la más fructífera. Al calor de la era del jazz que se propaga en la posguerra (Cuentos de la era del jazz se llama justamente uno de sus libros clave), Fitzgerald descubre que los cambios en curso pueden asociarse con una nueva generación. Sus primeros relatos parecen haber descubierto una fauna de personajes, casi siempre ricos y ociosos, entre los que destacan las flappers, las primeras chicas que empiezan a dar muestra de rebeldía frente a las costumbres establecidas. "Los jóvenes de esta generación alimentada a jazz son inquietos por naturaleza y la idea de bailar más de un foxtrot entero con la misma chica les resulta desagradable", se lee en "Bernice...". La protagonista, para estar a la altura, terminará cortándose el pelo à la garçonne y realizando una original venganza. "May Day" -casi una nouvelle, ausente de Cuentos selectos- presenta, por contraste, la instantánea de unos Estados Unidos que emergen de la Gran Guerra, en 1919, con la excitación y esperanza de una nueva época en la que ya nada será igual. Como a Proust, a Fitzgerald le interesa un área social concreta -el círculo de supuesta riqueza-, pero los vectores de su sensibilidad son otros. Por mucho que Jay Gatsby busque recobrar el pasado, en los cuentos de su creador todo apunta al presente y el futuro.

Y sin embargo, en ese verosímil mundo frenético, también hay margen para la fantasía estrafalaria. Pocos cuentos más freaks que "El caso de Benjamin Button", con ese personaje que nace anciano y se dirige hacia la infancia, o el extenso "Un diamante tan grande como el Ritz", donde el lujo desproporcionado surge de un sistema de explotación grotesco.

Los cuentos del primer Fitzgerald apenas sospechan que las expectativas de felicidad no duran para siempre, que para refutarlos siempre está, más tarde o más temprano, la realidad. El crack de 1929 se encargó de avisarle que el dinero tiene su parte de ficción (al fin de cuentas permite hacer lo que de otra manera de ningún modo haríamos) y puso fin al ensueño por partida doble. No sólo la despreocupación de la belle époque -y las idas y vueltas a París, donde él y Zelda interactuaban con la bohemia de la "generación perdida"- se diluyó de manera abrupta. También afectó su bolsillo. Las revistas empezaron a aceptarle relatos con menos entusiasmo y, sobre todo, a pagarle menos. La resaca de aquella vida exaltada trajo a la superficie toda clase de heridas, empezando por el alcoholismo. "Babilonia revisitada", de 1931, funciona como nave insignia de ese quiebre. ¿Puede haber algo más desolador que ese padre que, terminada la fiesta de años y con su mujer ya muerta, pasa a visitar a su hijo pequeño, al que no puede tener a cargo?

Fitzgerald no quería convertirse en otro, pero en esa segunda etapa no le quedó mayor opción. A partir de entonces, "la voz de su prosa" -como la llamó Lionel Trilling-- adquirió un espesor desconcertado. Después del esfuerzo de Tierna es la noche, lo embargó la depresión. Escribió poco, aunque de esa época árida es El crack up, un libro de tono ensayístico y confesional, tan peculiar que el texto que le da título suele hacerse lugar en cualquiera de sus antologías. Allí se lee una frase pesimista y sentida como propia: "Toda vida es un proceso de demolición".

Los sueños de gloria, golpeados por los factores internos y externos, fueron literalmente triturados. Con Zelda internada, Fitzgerald encontró un nuevo amor y pasó, como tantos compañeros de generación (Faulkner, Chandler, Nathanel West), a ganarse la vida en Hollywood. "Lo que estoy haciendo aquí -le confiesa en 1938 a su hija- es el último esfuerzo de un hombre que alguna vez hizo algo más refinado y mejor". Su veta romántica se encauzó en El último magnate. Dejó la autoironía, su perfecto reverso, para Las historias de Pat Hobby, una serie satírica que sigue los pasos de un guionista que trata de reinsertarse en el sistema. En eso estaba cuando en 1940 un paro cardíaco le puso el punto final a esa novela real, la de su vida. Como anotó el propio Fitzgerald en alguna página, el hombre que había esperado ser se transformó en una carga; terminó resultando que sólo había sido un escritor. Es la paradoja de tantos fracasos literarios aparentes: de haber sido quien soñó ser en su juventud probablemente lo habríamos olvidado, no lo seguiríamos leyendo con la fascinación de siempre.

CUENTOS SELECTOS

Por Francis Scott Fitzgerald

Edhasa. Trad.: Teresa Arijón y Bárbara Belloc


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