Por Viviana Murcia G.
El Espectador
El título original es The Golden House (La casa dorada), que se presta más a la metáfora que pretende su escritor, pero la edición en español nos lo vende como La decadencia de Nerón Golden (Seix Barral). Se trata del nuevo libro de Salman Rushdie (Bombay, 1947), el número 13 en su carrera. A través de la historia de una familia, habla sobre el declive de la sociedad americana en la que “Sesenta millones. Sesenta millones. Y noventa millones más que no se habían molestado en votar” permitieron que Donald Trump llegara a la Casa Blanca. La América de oro, la casa dorada, demostró que no todo lo que brilla es oro.
Rushdie no utiliza directamente el nombre de Trump, el personaje se llama Gary Green Gwynplaine, un adinerado vulgar, de cabello verde, a quien le gusta referirse a sí mismo como el Joker. América, y el mundo, se revela en la “falsedad, estridencia, intolerancia, vulgaridad, violencia y paranoia, y todo aquello lo contemplaba desde su torre oscura una criatura de piel blanca, pelo verde y labios de color rojo intenso”, escribe Rushdie.
El narrador de la historia es un veinteañero cineasta perteneciente a la clase alta neoyorquina quien ve en su vecino, el Joker, a un personaje digno de una película. Así comienza a indagar en la familia de éste compuesta por tres hijos y —cómo no— una nueva esposa joven, rusa y chica de Playboy, quien, como una araña, teje una red para atrapar al Joker y quedarse con su dinero. Cualquiera diría que se parece a la realidad, pero si Rushdie se queda en el juego metafórico no vamos a señalar con nombres propios en quién estamos pensando.
El joven cineasta, René, es quien descubre la historia de su vecino: el Joker es, en realidad, un indio rico que huye de su pasado marcado por la muerte de su esposa en la serie de ataques terroristas que tuvieron lugar en 2008 en Bombay, en el hotel Taj Mahal Palace y en otros lugares. Estos hechos plantean en la novela una subcadena de temas políticos y debates éticos que bien hubieran merecido más fondo, por ejemplo, los ataques terroristas perpetrados por los muyahidines del Decán, supuestos yihadistas; las cuestiones raciales e identitarias relacionadas con la emigración; la llegada a Estados Unidos y la búsqueda del sueño americano; la polarización política y social estadounidense; el resurgimiento del extremismo racial, etcétera. Todas estas cuestiones son planteadas en la novela y, sin embargo, el lector tendrá la sensación de que en 523 páginas las ha tocado apenas de refilón. ¿Por qué? Porque, a veces, menos es más y, en este caso, pareciera que Rushdie quiere abarcar todos los debates y no profundizar en ninguno.
A pesar de ello, el lector se aferra a la historia, tal vez porque se trata de una de las primera novelas que se han escrito sobre la llegada de Trump que es, tal vez, el acontecimiento que más ha sacudido a Estados Unidos en su historia reciente tras el 11-S.
En la cúspide de la literatura se cuentan novelas que han logrado ser atemporales, incluso cuando se desarrollan en un momento de la historia, así lo han hecho Jane Austen con Orgullo y prejuicio, una mirada a la sociedad inglesa en el cambio de siglo del XVIII al XIX, y John Steinbeck en Las uvas de la ira, con la Gran Depresión de fondo. Sería preciso decir que Rushdie se arriesga a plantear un argumento de difícil equilibrio cuando se tiene una crisis económica, la revolución de las tecnologías, el golpe del clic y del tuit, una lucha racial que revive tras haber logrado tener el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos, etcétera. Con ese conjunto, es valorable el que Rushdie haya podido sacar adelante una novela que el crítico de The New York Times Dwight Garner calificó de “ampulosa y cercana a lo ilegible”. Diremos a los lectores que la entenderán aunque esté lejos de la maestría de Austen y Steinbeck.
Una clave útil para que el lector se acerque a La decadencia de Nerón Golden es el debate identitario que el propio Rushdie plantea en voz del narrador. Recordemos que Salman Rushdie tuvo que huir de su país tras la publicación de Los versos satánicos, prohibida por el mundo musulmán —Rushdie es musulmán aunque secular—, por, supuestamente, irrespetar a Mahoma. Huyendo de la fetua —edicto religioso— que pedía la muerte del autor, declarada por el ayatolá en 1989, Rushdie se fue a vivir al Reino Unido y en 1999 llegó a Nueva York, donde se hizo ciudadano estadounidense el año pasado.
El inmigrante en Rushdie piensa, en la voz de su narrador: ¿realmente puede ser así como finaliza el experimento que comenzó con el Mayflower? Y agrega: “La identidad secreta de Estados Unidos no era un superhéroe. Resulta que era un supervillano”.
La novela, que comienza con la época en la que Barack Obama se convirtió en la esperanza de una América inclusiva, termina con la pétrea realidad con la que se ha topado el mundo entero: “Después del triunfo del risitas narcisista de dibujos animados, una América dividida por la mitad, donde el mito fundacional de la ciudad sobre la colina que se usaba para explicar la excepcionalidad de América había quedado tirado y pisoteado, donde las máscaras de los americanos habían sido arrancadas para revelar las caras de Joker que había debajo. Sesenta millones. Sesenta millones. Y noventa millones más que no se habían molestado en votar”.
Rushdie dijo a la revista Time que había escrito el 95 % de la novela antes del triunfo de Trump. La previsibilidad del resultado electoral no es un golpe de suerte. Rushdie ya sentía la división social que ahora parece que era evidente, pero que en su momento incluso los demócratas parecían negar. Una vez más la fractura social se muestra como el centro de preocupación de Rushdie, quien se pregunta lo mismo que millones de estadounidenses se cuestionan hoy: “¿Cómo vives entre tus compatriotas cuando no sabes cuál de ellos o de ellas se cuenta entre los más de sesenta millones que han llevado al horror al poder, cuando no sabes a quién hay que contar entre los más de noventa millones que se encogieron de hombros y se quedaron en sus casas, o cuando otros americanos como tú te dicen que saber cosas es elitista y que ellos odian las élites?”.
Y para más desgracia, al inmigrante Rushdie se le nota apoderado del desasosiego al ver que su otro país, Reino Unido, también cae en el extremismo: “Al otro lado del Atlántico, en otro frente de las guerras de la identidad, la primera ministra británica estaba estrechando la definición de lo británico para que excluyera la multiplicidad, el internacionalismo y el mundo como ubicación del yo. Solamente la pequeña Inglaterra encajaba en su definición de lo inglés”.
Al cerrar el libro, el lector quedará con la sensación de viajar por un precipicio donde la casa dorada, la América real, la profunda, es una cloaca de la que se teme que haya dejado más que un mal olor y haya pasado a ser la esencia del ser humano: “Sentí todo el descontento de un país furiosamente dividido, donde todo el mundo creía tener razón, creía que su causa era la justa, que su dolor era único (...) y empecé a preguntarme si acaso teníamos algo de seres morales o bien si éramos simplemente salvajes que definían su intolerancia privada como necesidad ética, como la única forma posible de ser”.