Revista Pijao
Pilar Quintana: el arte de perder
Pilar Quintana: el arte de perder

Por Ángel Castaño Guzmán

El Espectador

Empiezo por lo obvio: la vida es un depósito de despojos, de pérdidas. Sí, igual a las playas donde el mar lleva la basura y los cuerpos recogidos a lo largo de su ondeante piel. Afino la idea —y de paso doy la razón a los antiguos—: la vida y el mar proceden de idénticas maneras, se imitan mutuamente: dan con mano pródiga y quitan con zarpa feroz. Tal vez el arte deba recordarnos esas verdades de Perogrullo, ocultas tras la maleza del día a día. La breve novela La perra, de la escritora y guionista caleña Pilar Quintana (1972), cumple con esa tarea: señala la belleza de la derrota, arranca la esperanza pétalo a pétalo. Damaris, la protagonista de la historia, conoce la naturaleza fugaz y agreste de los afectos. Reina Midas a la inversa, acumula adioses y rupturas: el soldado huye apenas se entera de la noticia de su paternidad; la madre viaja a Buenaventura en procura de un futuro menos incierto, dejando a la niña al amparo del tío Eliécer; la fortuna y la salud del jefe del clan se esfuman en parrandas de dos o tres jornadas; el amor de Rogelio —un hábil pescador— se pudre junto con el sueño de tejer en las entrañas un nuevo ser. Y al final del rosario, la perra: un pequeño latido que abre los ojos y crece acunado por el calor de las tetas de Damaris. Chirli —nudo de tendones y músculos—, cuya mamá apareció envenenada en un recodo del litoral, le permite a Damaris ejercitar por un tiempo con ella sus dotes maternales, las luminosas y las macabras.

Articulada en breves capítulos, La perra hace parte de una corriente narrativa interesada en poner en escena, con sus dramas y alegrías, el universo social y simbólico afrocolombiano. Como lo hicieran los filmes Manos sucias y Chocó, el relato de Quintana da cuenta de la desidia estatal, de la pobreza sin nombre y de los rituales mágicos y esotéricos propios de la costa pacífica nacional. Propalados en la escuela y el púlpito, los discursos culturales se naturalizan con relativa facilidad hasta el punto de convertir al excluido en el mejor defensor de sus grilletes. En consecuencia, resulta comprensible la epifanía de Damaris en la fiesta de las madres organizada en la casa de los Reyes —una familia blanca afincada en Bogotá—: “Damaris se dijo que nunca nadie podría confundirlos con los dueños. Eran una partida de negros pobres y mal vestidos usando las cosas de los ricos. Unos igualados, eso pensaría la gente, y Damaris se quería morir porque para ella ser igualada era algo tan terrible o indebido como el incesto o un crimen”. El poder y las tradiciones —no sobra decirlo— trazan los límites de nuestras ambiciones. Las de Damaris, por ejemplo, se restringen a dejar relucientes los pisos de viviendas ajenas, aún a costa de estropear para siempre sus grandes manos, y cumplir el mandato de perpetuar el ADN en la prole. Cuando el naufragio parece inevitable, irrumpe Chirli, un atisbo de ilusión condenado de antemano al fracaso. Damaris se aferra a esa gozque con una vehemencia similar a la puesta por el coronel macondiano en el cuidado de su gallo. La perra —con prosa sobria, precisa— husmea en los meandros de la maternidad, en los sinsabores de los apegos, en los agujeros de la psique femenina. La muerte abre y cierra una ficción contada con destreza y buen pulso en poco más de cien páginas.


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