Revista Pijao
No nos gusta la poesía
No nos gusta la poesía

Por Edgardo Dobry

El País (ES)

Conocido en España por la novela Saliendo de la estación de Atocha (Mondadori, 2013) y por la excelente antología poética Elegías Doppler (Kriller71, 2015), Ben Lerner (Kansas, 1979) se presenta ahora como ensayista. El odio a la poesía es un discurso con una evidente vocación de legibilidad: no tiene notas al pie ni bibliografía, se apoya en unas pocas autoridades y ejemplos, y utiliza un lenguaje preciso aunque despojado de academicismos. Como da por sentado que el “odio a la poesía”, generalizado en buena parte del público lector, se debe en parte al hermetismo predominante en la lírica moderna, aquí se evita la solemnidad de todas las maneras posibles. Por ejemplo, inserta en medio de una página esta digresión: “Acabo de colgar el teléfono después de una conversación con mi amigo, el poeta y crítico Aaron Kunin…”. También en esto se ve el ascendiente, en la escritura de Lerner, de John Ashbery, el mayor poeta estadounidense de las últimas décadas, para quien el poema es un magma que todo lo contiene y todo lo traga: desde el aliento metafísico hasta el más banal incidente doméstico.

Lerner no se limita a lo que podríamos denominar “el expediente maldito”: es decir, el modo en que, desde los simbolistas franceses del siglo XIX, los poetas se retiran de una ciudad cada vez más vulgar y llena de fealdades fabricadas en serie; y cuando, ya en el siglo XX, se aburren del aire gremial de su obra, son incapaces de encontrar el camino de vuelta. El argumento más curioso de su disertación, de un sorprendente neoplatonismo, radica en que son los propios poetas quienes más odian a la poesía: ya que “la auténtica poesía no existe (…). Pensemos lo que pensemos acerca de poemas particulares, poesía es una palabra para un punto de encuentro entre lo privado y lo público, lo interno y lo externo”. Es decir, el poema cumple a la vez una función expresiva y otra formal; y nuestra contemporaneidad ha perdido, en cierto modo, el equilibrio de ambas variables: “Los poetas vanguardistas odian los poemas por seguir siendo poemas en lugar de convertirse en bombas, y los nostálgicos odian los poemas por no lograr lo que, según afirman, logró alguna vez la poesía”.

Tal vez lo mejor del breve libro está en las lecturas particulares que hace, al hilo del discurso, de algunos de los clásicos de la poesía estadounidense: por ejemplo, cuando señala la importancia que una única estrofa de Marianne Moore tuvo en su propia vocación; o cuando indica la importancia del elemento gráfico en Emily Dickinson (su peculiar uso de los guiones): “En un momento dado estamos leyendo y al siguiente estamos mirando” el poema, en un espacio de transición entre lenguaje y espacio plástico. O como cuando ubica un verso de Charles Olson (“Lo único que no cambia / es la voluntad de cambio”) en la fundación de la poesía estadounidense de posguerra. O la idea de que Andy Warhol, al democratizar el acceso al arte moderno con sus reproducciones seriadas de imágenes comerciales, es “el Walt Whitman de lo real”. Cosa que lo lleva a citar la enigmática formulación de Wallace Stevens: “La poesía es una variante del dinero”.

Como es lógico, los fragmentos de poemas seleccionados se analizan en sus elementos formales (el metro, los acentos, las aliteraciones…), que son los específicamente poéticos; por eso, se comprenderían mejor si la versión castellana de esos versos fuera acompañada del original. Por otra parte, la traducción, no muy inspirada, proporciona curiosidades como esta: “En el invierno de 1879, el puente del Tay, en la ciudad de Dundee, se derrumbó sobre un tren, acabando con la vida de todos sus pasajeros”. Pero como el puente atraviesa un estuario, parece evidente que el tren iba sobre él, y no debajo. El fantasma del odio a la poesía se cuela, subrepticio, en su propio examen.

El odio a la poesía. Ben Lerner. Traducción de Elvira Herrera Fontalba. Alpha Decay, 2017. 88 páginas.


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