Por Bea Espejo Foto Carles Ribas
El País (Es)
Presume de ir por la vida ligera de equipaje, apenas con una cámara de fotos colgada al cuello y una mente abierta. Su mayor patrimonio, los más de 7.500 libros de su biblioteca, hace tiempo que viaja por medio mundo de la mano del comisario y artista Anton Vidokle, que en 2005 la convenció para sacarlos de una habitación de Brooklyn para exponerlos en el espacio de e-flux en Lower East Side. La idea era loca pero bonita: crear una esfera pública temporal donde poder leer, pensar, tomar notas y hasta fotocopiar los muchos géneros que Martha Rosler (Nueva York, 1943) ha ido recopilando con el tiempo, desde lo serio y académico hasta lo histórico y actual, pasando por la alta literatura y la ciencia-ficción. “Si conseguimos que la gente se detenga, aunque sea un momento, quizá pueda producirse un détournement y un avance en el entendimiento”, dice.
No esconde su apego por los situacionistas y por “su posición casi religiosa, encarnando los deseos más profundos del aspirante a artista/revolucionario: estar simultáneamente en la vanguardia política y artística”. Ella es un buen ejemplo. Martha Rosler forma parte de esa generación de artistas que en la década de los setenta desafió los cánones modernos recuperando tradiciones vanguardistas y revalorizando el documental. Su obra parece dialéctica, pero si se intenta descifrar el mensaje, se ve que no está tan claro. En ese sentido funciona como un señuelo que atrae al espectador sólo para enviarlo a otro lugar, que tiene bastante que ver con la inquietud. Lo hace desde un enfoque feminista cargado de ironía e indagando canales alternativos. Todos los que le interesan empiezan por c: calle, casa, cocina, cuerpo, comunidad, complicidad, cuestionamiento. Crítica de la cultura. Y Cultura de clase ¿Clase cultural? Así titula su último libro publicado por Caja Negra, versión en español del que editara en 2013 Sternberg Press, donde analiza otro de los temas de los que no se despega: la economía de mercado y la relación entre arte y gentrificación.
No deja de ser curioso que haya elegido Barcelona para presentarlo, asediada por la crisis de la vivienda y el turismo. Asiente confirmando la búsqueda consciente. También allí propone otro viaje en el tiempo, a 1981. Es la fecha de las obras reunidas en la galería Àngels Barcelona, muchos de ellas inéditas, que marcaron un punto de inflexión en su trabajo. El año en el que el futuro comenzó, dice el título de la exposición. Le pregunto por esa idea de futuro en aquellos ochenta y levanta una ceja: “Las sensaciones no eran buenas. No sabíamos que el nuevo orden mundial que ya palpábamos se llamaría neoliberalismo y que acabaría con la globalización del capital financiero y el fin del Estado de bienestar. Ya se intuía que no habría certezas a largo plazo y que todo acabaría en un estado de supervivencia, especialmente para los artistas. A menudo estamos familiarizados con la idea de que aquellos que olvidan el pasado están condenados a repetirlo. Y hoy día, aunque hay muchísima información, parece que no tenemos memoria. O no la ejercemos. Todo ese trabajo de 1981 es un recordatorio de las raíces de la época actual, ya que el inicio de esa corriente neoliberal ya estaba afectando entonces a América Latina. La era Trump, con todos sus horrores y vergüenzas políticas, es una consecuencia directa de ese momento”.
La exposición plantea un enfoque microhistórico al presentar tres series fotográficas distintas realizadas en ese mismo año, donde Rosler refleja una faceta diferente de las luchas de liberación latinoamericanas que fueron el contrapunto del primer surgimiento del neoliberalismo en estos países. Primero fue a Cuba, invitada por Ana Mendieta y Lucy Lippard, donde palió sus dilemas como documentalista. Más tarde se fue a México para hablar de la fotografía como lucha en el Coloquio Latinoamericano de Fotografía coincidiendo con el Primero de Mayo, donde Rosler se unió a la manifestación de ese mismo día en el centro de la ciudad. Un par de días más tarde, el 3 de mayo, participó en la marcha contra la intervención estadounidense en El Salvador frente al Pentágono, en Washington, la mayor manifestación de esa década contra la guerra.
Vamos directas a analizar ese modo artístico de la revolución, que recoge también el libro. “Siempre he trabajado en una crítica a la construcción de la identidad de clase o de género en los media, sobre la concepción del espacio público como un debate continuo sobre la gobernanza y sus exclusiones o en torno a la conciencia del rol frágil y precario del artista en el sistema global del arte. Este volumen habla mucho de ello. Hace tiempo que se han extendido las concesiones inmobiliarias a los artistas con la expectativa de mejorar el atractivo de barrios emergentes y convertirlos en fajos de dinero producto de alquileres de lujo. Difícilmente los artistas pueden no ser conscientes de cómo los posicionan las élites urbanas. Igual que otros colectivos, los artistas tienden a desear blindarse a sí mismos, sus energías y sus capacidades a los fines de la mejora social y de los sueños utópicos, y no necesariamente dentro de los marcos institucionales. La imaginación artística sigue soñando con la acción histórica. La gran mayoría de artistas vive en un estado de precariedad mayor que otros sujetos de la clase media, aunque tienen mayor capacidad para buscar nuevas soluciones sociales. Para vencer la gentrificación, responsabilidad también del artista, es interesante que el grito de guerra haya sido Occupy, esto es, ocupar el espacio y ocupar la imaginación social y política”, explica.
Todo el libro es un decálogo de preguntas: ¿Qué es el arte contemporáneo? ¿Tomar el dinero y correr? ¿Puede sobrevivir el arte político en un ambiente cada vez más comercial? ¿Hay alguna opción para un artista que no sea la de servir a los ricos? ¿En qué medida puede el arte ser crítico hoy? Ella tiene clara la respuesta: “Una de las cosas que nunca quise hacer, y espero que nunca haya hecho, es decir a la gente lo que tiene que hacer. Prefiero decir: este es el problema, ¿por qué no te planteas una solución?”.
‘Clase cultural. Arte y gentrificación’. Martha Rosler. Caja Negra, 2017. 256 páginas. 19 euros.
‘1981 (el año en el que el futuro comenzó)’. Galería Àngels Barcelona. Hasta el 24 de noviembre.