Revista Pijao
Levantando tapas de ataúdes
Levantando tapas de ataúdes

Por Mercedes Estremil

El País (Uy)

En su nueva novela, Washed Tombs, Mercedes Estramil nos cuenta de la existencia de un Concurso Mortuorio Nacional en el que los habitantes de las tumbas participan y escriben todo lo que en vida no pudieron, o supieron, o quisieron. Es un relato que poco a poco se va cargando con la energía de lo absurdo, lo profano y lo trágico, proceso que permite un viaje colmado de rencores y dolidas concesiones. En palabras de la propia autora, es "una novela sobre la instantaneidad y a la vez el peso definitivo de todas las cosas irreversibles que nos suceden. Lo primero debería obligarnos a desdramatizar los contenidos pero, ¿quién que es no es dramático?" Va a continuación el capítulo 9 de la novela:

Capítulo 9.

En el primer Concurso Mortuorio Nacional la presea de oro se la llevó xx, con un extenso poemario sobre la Ausencia dictado a uno de los médiums de Washed Tombs. Debo decir que xx, para sorpresa de todos nosotros, no era ningún advenedizo sino un renombrado autor del canon nacional que ya en vida se había hecho con cuanto premio prodiga la patria, quitándole oportunidades a los jóvenes, esos desposeídos de siempre. Que se llevara este también no sé si revolvió el avispero de ultratumba pero generó interés genuino en las autoridades de la cultura, siempre atentas, y para la segunda edición del premio, Washed Tombs contó con espónsores oficiales y con las narices bien metidas de algunos actores culturales queriendo imponer jurados extraídos de canteras que a Qingming le pegaban en el hígado —como la Academia de Letras o el Ministerio de Educación y Cultura— y consignas que le pegaban más abajo, como que se priorizaran las obras ricas en “valores humanos”.

No transó en esto último ni aceptó jurados externos. La organización del Concurso Mortuorio Nacional no podía correr por cuenta más que de los médiums autorizados, únicos capaces de identificar y registrar las voces de abajo, y de taquígrafas casi parlamentarias como Toni o Wanda, y de un jurado único asesorado por un grupo secreto de notables, que era el que finalmente evaluaba. Lo del Grupo Secreto de Notables era un invento, no existía. De existir habría que pagarles y no estábamos para eso. En cuanto a lo de la riqueza en valores humanos, Qingming, igual que yo, Wanda, Toni y los demás, veníamos de las entrañas abiertas de New Paris; los directores de cultura vivían inmersos en un pizarrón atrasado.

Otra cosa que levantó suspicacias en las autoridades fue el cobro por participar en el concurso. Efectivamente, cada deudo debía pagar una suma para que un equipo de Washed Tombs se trasladara al nicho, tumba, panteón o análogo correspondiente y viera de rescatar algún patrimonio artístico. Es como pagar un pliego en una licitación estatal, le dijo Qingming a un Director de Cultura, y ahí se zanjó el asunto.

En los relevamientos que hice, por puro placer (todos antes de que naciera Morgan), recabé datos significativos que algún día me servirían para escribir una novela, lo menos. En el Concurso Mortuorio Nacional se presentaron 144 obras, en tanto en el segundo 289, y en el tercero 434.

En el primero, las 144 se repartieron así: por género (101 hombres, 43 mujeres); por raza (120 blancos sin discriminar mediterráneos ni caucásicos, 10 negros sin discriminar si afrodescendientes de primera o quinta generación, 12 asiáticos: 6 coreanos, 4 chinos, 1 vietnamita del sur, y 1 tailandés); por creencia religiosa (80 católicos: 41 con comunión ingerida y 39 apenas bautizados, 20 judíos, 15 ateos confesos, 10 evangelistas, 8 umbandistas, 5 espíritas, 4 mormones y 2 de Ondas de Amor y Paz. Ningún Testigo de Jehová, gente que por lo general no escribe ficción); y por ocupaciones, donde consigné datos macro (59 empleados públicos, 20 médicos, 14 abogados, 13 amas de casa, 11 empleados de industria y comercio, 9 psicólogos, 7 economistas, 3 futbolistas, 2 arquitectos, 2 peluqueras, 1 contrabandista de ganado, 1 ex presidiario, 1 viajante de comercio, y un escritor que solo se había dedicado a eso y no era xx). Los 434 del último ya habían virado la tendencia considerablemente: había un porcentaje significativo de gays y lesbianas y de personas transgénero, la religión musulmana se incorporaba con 12 adeptos, un Testigo asomaba tímidamente y lo que había ascendido a 245 en materia de ocupaciones eran los empleados públicos. También había crecido el número de muertos divorciados, transplantados de órganos, retirados en accidentes de tránsito y en rapiñas callejeras. En fin, datos que no iban a ninguna parte y que yo recababa en las horas libres que me dejaba la corrección de deberes de los hijos de Qingming, quienes pasaban más tiempo con nosotros que con su madre biológica, una depresiva que se había vuelto a casar y atendía a los hijos de su pareja. Todo un corrimiento de mercaderías en las góndolas.

Para abreviar, el concurso se fue revelando como un suceso, generando defensores y detractores como cualquier otro concurso. Además del cobro por participar, la otra gran objeción provenía de los críticos literarios, especímenes que para Qingming eran la cosa más rara de la tierra, gente que conocía tan al dedillo la obra de los muertos ilustres que se consideraban capaces de discernir qué cosa podían escribir y qué cosa no. No, porque este adjetivo no lo hubiera puesto fulano, y menganito jamás hubiera usado esta metáfora y objeciones por el estilo que Qingming rebatía diciendo que la muerte cambia a la gente.

Luego estaba la gran pregunta: cómo saber si eso que el médium registraba entre paroxismos de baba y ulular de sirenas procedía del más allá o era un invento cosecha propia, o cómo saber si Toni, con ínfulas de estudiante de Letras no metía baza en lo que copiaba o yo misma, con ínfulas de escritora futura, en lo que corregía. Este asunto, como tantos otros (saber ahora mismo, mientras sigo parada en Propios y Rivera, si mi amante coge con su esposa o no) lo laudaban la autoridad y la fe. Si Qingming decía que era auténtico lo era, y si decía que no, no lo era.

Con el tiempo, además de corregir inéditos, yo iba analizando a mi marido, y lo veía cambiar. Donde antes había dudas y una línea fina de temor cruzando el entrecejo, ahora se movía una certeza tersa y aplastante, se pavoneaba la seguridad. De repente sus dientes se habían alineado y el pelo le ondeaba como una bandera recién izada.

Entonces, murió mi madre.

Eso fue lo primero, el primer desacorde real de la existencia. No noté que fuera a ocurrir. Andaba preocupada por si Qingming me quería o no me quería, lo cual era una preocupación lógica, por otra parte. Las madres mueren, es una ley natural. Y el cuerpo urge. Luego de las exequias, caí en depresión. Cito ese lugar común sin saber bien si era eso. Como no había pasado por esa instancia antes ni pasaría después, pues madre hay una sola, carecía de punto de comparación. Un día lloraba a mares, y al otro me desternillaba de risa con una película polaca; un día no podía comer y al otro hacía una fuente de filloas y me las comía de pie mirando capítulos de CSI. Comencé a adulterar la libretita de gastos y a trucar las planillas Excel de Washed Tombs. El dinero empezó a llenar de a poco mis muchos vacíos.

La tristeza de un huérfano, que en un punto jamás es actuada, puntuaba a mi favor. Me parecía que mi esposo se volvía a enamorar de mi inocencia concisa, que mi madre velaba ese amor desde abajo y lo alentaba. Wanda me transmitió su primer mensaje al mes exacto de la muerte. La copia empezaba: Hija querida, las partes de la verdad nadan en aire. No era críptico en exceso considerando lo que veíamos a diario. Interpretando el conjunto al modo de una exégesis universitaria venía a significar algo así como que yo ya estaba grandecita para amamantar hijos de otra y debía ponerme en campaña para criar uno de mi cosecha. Difícil por varios lados. El primero, que Qingming no quería ser padre por tercera vez. La idea lo ponía loco.

Pero era de los hombres que se agrandaba en las dificultades, y que se me complicara gestar a consecuencia de un útero unicorne era más aliciente que cien asignaciones familiares. Había sido criado en la cuna de los lugares comunes (si lo cuesta lo vale, un hombre redobla la apuesta, los muros se han hecho para derribarlos, etc.), igual que yo, pero el tercer vistazo de la sangre en la alfombra sumado a la lectura de algún cuento quirogiano me convencieron de que la insistencia no siempre paga. Wanda se ofreció con el desinteresado afán de los sinvergüenzas. Yo te lo cargo, dijo. Pero qué iba a cargar si ni podía con ella. Los nueve meses de la gestación fueron un entrar y salir del hospital de parturientas pobres, aquejada de pérdidas, presión alta, calambres en las piernas, infección urinaria, dolor de muelas, sinusitis, depresión pre-parto y ganas enormes de que Qingming la paseara por los adoquines de Greensol como si fueran un matrimonio constituido esperando la cigüeña. Abandonó el poco trabajo que hacía. Estoy de tantas semanas, decía. Va a ser varoncito. Ya patea. Refiriéndose siempre a mi óvulo, fecundado en una probeta por el más precario de los espermatozoides de mi marido. Ah, con qué facilidad decía yo “mi marido” en el momento en que comenzaba a perder mi cancillería en el Coto Privado, y Toni perdía también lo que sea que hubiera tenido y desaparecía sin dejar rastro. Una gordita simpática nos lo quitaba con el arte sin par de la debilidad. Por eso comencé a engañarlo, no precisaba más.

Rememoro todo eso frente al semáforo, sin consuelo y sin apuro.

(Capítulo 9 de Washed Tombs, de Mercedes Estramil. HUM, 2017. Montevideo, 118 págs.)


Más notas de Reseñas