Revista Pijao
'Las bolas de Cavendish': una impostura deliberada
'Las bolas de Cavendish': una impostura deliberada

Por Alexis de Greiff A.

Especial para la Revista Arcadia

 

Lo que más sorprende es que haya suscitado tantas reacciones. Astrofísicos, divulgadores científicos, columnistas y hasta otros escritores han comentado Las bolas de Cavendish, de Fernando Vallejo (Alfaguara, 2017). Al libro y a su autor los han llamado, entre otras cosas, “una pluma obscena”, “patético”, “perverso”, “cínico”, “superficial” y “provocador”. Sospecho que Vallejo estaría de acuerdo con casi todo eso. Sus obras, particularmente los ensayos, rebosan de injurias, agravios y ofensas. En La puta de Babilonia, convierte en poesía páginas enteras donde desgaja los insultos más soeces de la lengua castellana. Pero Vallejo es mucho más que eso: puede escribir biografías exquisitamente rigurosas y novelas tan crudas como conmovedoras. Tras cada una de sus obras se respira la erudición de un investigador juicioso y la tinta de un escritor desgarrado. Sus insultos no son cínicas carcajadas de un hombre superficial. A Vallejo le duele todo.

 

Vallejo también es una vedette y un fenómeno editorial: sus conferencias se atiborran y sus libros producen millonadas a las editoriales. Y, sin embargo, como en muchos casos de personalidades libertarias, pocos lo han leído juiciosamente, aunque lo citen. Pocos se toman en serio lo que hay detrás de su insolencia y se quedan en su anecdótica “grosería”. Porque da miedo.

 

Las bolas de Cavendish es una prolongación de su Manualito de imposturología física (2004); algunos han dicho que es un “refrito” y en cierto sentido tienen razón. El argumento es el mismo: “Todos los autores de textos de física, todos los profesores de física, todos los directores de las revistas de física, todos los divulgadores de la física, todos los físicos y todos los premios Nobel de física son unos charlatanes y unos farsantes que no han leído los Principios matemáticos de filosofía natural de Newton, como los curas ya no leen la Biblia por entregarse a sus pederastias” (pág. 57). También algunos de sus ejemplos y críticas son idénticas, casi autoplagiadas, como su idea de que la ley de gravitación universal debería incluir solo una masa y no dos, como se expresa en los textos de física. Pero eso en sí mismo no es un defecto: todos los escritores y científicos se repiten; es un recurso retórico que conocen también los políticos. Vallejo niega con soberbia que sea reiterativo, a sabiendas de que los lectores, sus interlocutores –y él mismo– no tienen duda de que miente: “Un kilogramo no jala igual de rápido que diez. Y ni se diga la Tierra, cuya masa ya la dije, ya la saben, no me hagan repetirla que yo nunca me repito” (pág. 53, énfasis mío). Vallejo es parte del espectáculo y el personaje que lo representa es tan patético como los físicos que tanto desdeña.

 

Sus conferencias son atendidas por multitudes, porque necesitamos alguien que exprese lo que nos cuesta tanto aceptar: somos una generación derrotada moral y políticamente. Y Vallejo no quiere eximir de esa desgarradura a la ciencia, que representaría la esperanza de la razón frente al oscurantismo. Pero lo que él ataca no es la ciencia misma, sino el modo en que se ha construido, a saber, a través de una práctica social en la que la autoridad también ha jugado su papel. Hay una vasta literatura sobre este fenómeno sociológico. Pierre Laplace (1749-1827), para citar uno de los casos más emblemáticos, impulsó sus teorías a través de su incontestable poder en el gobierno de Napoleón y la manipulación de concursos de la École Polytechnique, como ha mostrado el historiador Robert Fox.

 

El blanco de Vallejo es pues la autoridad. Discutir con su diatriba contra los físicos es tan difícil como enseñar física a un niño. No porque el niño (o Vallejo) sea tonto, sino porque quiere entender el fondo del asunto y nunca para de preguntar “¿por qué?”. Vallejo, como esos niños, desconoce el argumento de autoridad. Por eso hace preguntas impertinentes. No siempre son caprichos o sofismas. Los científicos se exasperan porque llega un momento en esa cadena de por qués donde no hay explicación posible; se trata de una regresión infinita. Parte del entrenamiento en ciencia consiste en aprender a hacer las preguntas correctas; pero también en saber qué preguntas no son legítimas ¿Por qué la velocidad de la luz en el vacío es una constante?¿Por qué la mecánica cuántica es una teoría indeterminista (¿“Dios no juega a los dados”?)? ¿En dónde se produce el Big Bang? Si alguien hace esta pregunta en un congreso de físicos, todos sabrán que ese no es uno de ellos. Esas preguntas no se hacen. Los físicos quisieran poder responderlas, pero no encuentran otra razón que la utilidad de esos principios o “hechos”. A esas “leyes” se opone Vallejo como un Quijote, porque aborrece el mundo que le tocó vivir, queriendo otro, más diáfono, más honesto. Quiere otro universo. Muchos científicos prestigiosos han cuestionado algunos principios básicos. João Magueijo, profesor de Física Teórica del Imperial College en Londres, ha desafiado la constancia de la velocidad de la luz, pero con poco éxito entre sus colegas. En los años sesenta, David Bohm (el mismo que dialogara con Krishnamurti) propuso una teoría de “variables ocultas” de la mecánica cuántica, que se oponía a la interpretación de Copenhague (en la que había consenso entre la comunidad de físicos); no fue tomado en serio. Sir Fred Hoyle, Plumian Professor en la Universidad de Cambridge, nunca aceptó la idea de un universo con origen en el Big Bang.

 

Estos ejemplos sirven para ver la dificultad de entender cómo opera la autoridad en la construcción del conocimiento científico. Los casos mencionados aquí son de científicos respetados (tal vez con excepción de Bohm, que además fue perseguido por el macartismo por sus inclinaciones izquierdistas). ¿Qué hizo que se impusieran ciertas teorías sobre otras?¿Qué diferencia a la ciencia de otras formas de conocimiento? Una buena parte de la filosofía del siglo XX tuvo como derrotero este problema. Karl Popper y el Círculo de Viena buscaron con ahínco un criterio de “demarcación”, pero según el mismo Popper nunca los dejó satisfechos. Thomas Kuhn propuso una solución. Los científicos construyen sus teorías a partir de “paradigmas”: en vez de probar en el laboratorio teorías y desecharlas si no funcionan, prefieren acomodar los nuevos resultados a los marcos teóricos existentes. Rara vez esos marcos se rompen y se crean nuevos. Es decir que las revoluciones científicas son excepcionales, dice Kuhn. Para que la ciencia funcione se requiere de un cierto grado de tolerancia y fe: ante todo en que el mundo sea inteligible; luego, en que los resultados experimentales sean confiables; tercero, en que quienes han desarrollado y validado las teorías lo hayan hecho honesta y correctamente. Y, fundamentalmente, aceptando que nuestras mediciones son imperfectas. Los estudios sociales de la ciencia han tratado de entender cómo operan estos mecanismos sociológicos de construcción del conocimiento en coordinación con las teorías y los resultados en los laboratorios. En los años ochenta, un grupo de sociólogos en Edimburgo, Bath y París llevaron al extremo la idea de que la ciencia es esencialmente “una construcción social”, es decir, creían que era posible explicar el éxito de una teoría a partir de modelos sociológicos y no a través de la epistemología. Ese programa ha sido debatido duramente desde entonces por historiadores, filósofos, sociólogos y, en menor medida, científicos. ¿Por qué a los científicos les ha interesado poco? Porque no es su oficio. Desde que se desmarcaron de la filosofía, una gran parte de ellos la desprecian o ignoran.

 

Uno puede criticar esa posición y eso es lo que pretende poner en evidencia Vallejo. El problema es que se equivoca de interlocutor: quienes estudian las fuentes históricas y tratan de entender cómo se ha construido el conocimiento que se enseña hoy en las aulas no son los científicos. Si un físico tuviera que leer todos los textos que lo preceden, demostrar todos los teoremas y repetir todos los experimentos y mediciones, no hay forma de producir nuevo conocimiento en física. Los científicos deben confiar en que sus predecesores hicieron las cosas bien. Por eso Kuhn asoció el concepto de paradigma al de “promesa”: la ciencia opera sobre la esperanza de que las soluciones que funcionaron para algunos problemas en el pasado sirvan para enfrentar nuevos y desconocidos fenómenos. Nada lo garantiza, es solo una promesa que esperan que se cumpla. Robert Oppenheimer, físico teórico que coordinó el proyecto de la bomba atómica norteamericana, decía que era preferible tener una teoría errada a no tener ninguna. Pueden llamarlo oportunismo o pragmatismo, pero ha sido un principio bastante efectivo cuando se trata de construir teorías que tienen algún grado de coherencia con los datos experimentales.

 

Vallejo recurre en este último libro a un estilo típico de los tratados de la “revolución científica” (siglos XVI-XVIII), pero uno no sabe quién es quién: ¿acaso Vallejo es un Salviati, el personaje que encarna a Galileo y se enfrenta al aristotélico Simplicio, en el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo? Pero Salviati defiende las observaciones y pide reinterpretar los textos clásicos y sagrados. Simplicio invoca observaciones cotidianas para rebatir que la Tierra se mueve. Vallejo, por su lado, apela al “sentido común” para criticar a la física, desdeña las mediciones y se dedica a analizar los textos clásicos. Ni idea a quién se quiere parecer Vallejo, pero parece más un aristotélico que un galileano. Y sin embargo, aunque lo considera un impostor, nos invita a imitarlo: “Galileo desafió la autoridad de Aristóteles, desafíen ustedes la de Galileo, aprendan su lección” (pág. 27). Tal vez es un anti-Salviati y un anti-Simplicio, con una arrogancia que esconde un dolor que se expresa en páginas de improperios, incoherencias y exageraciones. A veces parece una escritura automática surrealista sobre un tema que requiere una rigurosa racionalidad; por eso dudo de que alguien honestamente pueda seguir su argumento, si es que hay alguno.

 

Dije antes que Vallejo se equivoca de interlocutor: los científicos no investigan la historia y la filosofía de la ciencia. Lo hacen los historiadores, los sociólogos y los filósofos de la ciencia. Y con ellos Fernando Vallejo no se mete. Mientras en otros campos ha sido cuidadoso en examinar y discutir con otros investigadores, en Las bolas de Cavendish se ensaña con los físicos por no leer (y, por consiguiente, no entender) los Principia de Newton o los artículos que Einstein publicó en 1905. Lo que desconoce el autor es que cuestiones como el sentido de la “revolución científica” han sido un misterio que les ha interesado a varias generaciones, pero no de físicos, astrónomos o químicos, sino de científicos sociales y humanistas. Entonces, ¿por qué no pelea con estos mejor?

 

Si quisiéramos ser benevolentes con Vallejo, diríamos que sus preguntas son ingenuas. No porque no sean legítimas, sino porque nos convence de que él es el primero en mostrar que el rey está desnudo. Por qué el libro de Newton está escrito en el lenguaje de la geometría y no en el del cálculo infinitesimal es una sorpresa ahistórica. Es como preguntar por qué la democracia griega se abría a unos pocos y no a todos los ciudadanos, como hoy, en algunos sistemas. La manera en que se produce el conocimiento y su relación con la tecnología ha sido una pregunta constante para los estudios sociales y filosóficos de la ciencia. El pecado que comete Vallejo con este libro es que no supo buscar o no encontró a quienes han investigado estas preguntas. Paul Feyerabend escribió un texto muy controversial sobre el poder de la retórica en la física. Nancy Cartwright, quien ocupó la cátedra de Popper en el London School of Economics, publicó hace tiempos un libro con el sugestivo título How the Laws of Physics Lie (Cómo mienten las leyes de la física). Son dos ejemplos obvios que el autor de Las bolas de Cavendish ni menciona. Fernando Vallejo ha preferido irse por la línea de menor esfuerzo: insultando a los físicos por no ser filósofos y haciendo preguntas y conjeturas que no son nuevas, pero que él, al no reconocer esas otras tradiciones, nos hace creer que son originales.

 

Otra cosa es si leemos este libro como una obra literaria, que es lo que nos evocan pasajes como este: “El reloj va por su lado con su tic-tac, y el tiempo, calladamente, por el suyo, con su silencio. Bufón de agua, de arena, de sol, de péndulo, de cuerda, de cesio, el reloj se cree Cronos, el dios del Tiempo, pero no: es un payaso que se mide a sí mismo en repeticiones periódicas” (pág. 110). En vez de caer en la provocación que aparenta el texto, podríamos acceder al vacío y la desgarradura del alma de Fernando Vallejo. Sin pretensión tampoco de entenderla, aunque la compartamos.


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