Revista Pijao
Instrucciones para fumar marihuana
Instrucciones para fumar marihuana

Por Howard Becker

Especial para la Revista Arcadia

Cuando a comienzos de la década de 1950 escribí Cómo fumar marihuana y tener un buen viaje, el uso de esta sustancia no era legal en ningún lugar de los Estados Unidos, aunque sin duda se la podía consumir. Y mucha gente lo hacía. En la época no era un Mal Social que mereciera ser tema del curso “Problemas Sociales” dictado por todos y cada uno de los departamentos de Sociología. El delito, la enfermedad mental, las pandillas: cosas como estas eran problemas sociales. Pero relativamente pocas personas consumían marihuana y no causaban demasiados trastornos, de modo que, pese a los esfuerzos de algunas autoridades, ningún sector de la opinión pública pedía a gritos que lo libraran de esa práctica.

Como nadie se preocupaba en exceso por el tema, ningún organismo gubernamental otorgaba fondos a los científicos para que lo estudiaran y casi no había análisis específicos al respecto. Por otro lado, la adicción a los opiáceos había dado origen al “yonqui” [“junkie”], un tipo social cuyo deseo vehemente por “su droga” lo llevaba a cometer delitos. La mayoría de la gente, y en especial los “expertos”, creía que la causa de las actividades de los yonquis residía en la depravación moral o la enfermedad mental. Alfred Lindesmith, un graduado del Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago perteneciente a la generación previa a la mía, escribió Opiate Addiction (1947), libro que, en contra de aquella opinión, atribuía la adicción a los opiáceos al hecho de que el consumidor se hacía a la idea de que debía tomar la droga para evitar síntomas físicos intensamente displacenteros. El problema residía en la interpretación que el consumidor hacía de los efectos de la abstinencia de la droga.

El libro de Lindesmith me abrió una nueva perspectiva para pensar la marihuana. Por mi parte, sabía que esta no causaba ninguno de esos síntomas adversos, como la adicción. Y me gustaba la idea de entender la típica experiencia de “tener un viaje” o “estar volado” [getting high] no como un hecho farmacológicamente inducido y sin mediaciones, sino más bien como resultado de las interpretaciones que los consumidores hacían de esos efectos. Estos podrían haber sido interpretados de otra manera y haber dado lugar a una experiencia diferente. Además, yo sabía dónde encontrar gente con la cual poner a prueba mis ideas. Tuve también la suerte de dar con un instituto de investigación donde trabajaban sociólogos formados en Chicago que, si bien no podían ver la importancia de ese proyecto, estaban dispuestos a pagarme un cargo de tiempo parcial para llevarlo adelante.

Hice entonces muchas entrevistas y algunas observaciones informales y no planificadas y escribí un artículo con la intención de presentarlo en una revista de sociología. Nadie se mostró demasiado interesado. Cuando expuse el trabajo en una reunión de la Midwest Sociological Association, ante no más de una docena de personas, las preguntas que me hicieron al terminar demostraron cuánto las desconcertaba el tema. Y yo mismo no veía cómo ampliar mis descubrimientos para explicar una gama tanto más amplia de experiencias, cosa que hice más adelante en un trabajo que terminó siendo el capítulo 4 de mi libro Mozart, el asesinato y los límites del sentido común.

Demos un salto adelante hasta mediados de los años sesenta. En el ínterin habían cambiado varias cosas. Los jóvenes de clase media, en especial los estudiantes universitarios, habían empezado a fumar marihuana, y los adultos estaban preocupados. En 1965, no bien llegué a la Universidad Northwestern para desempeñarme como profesor, se arrestó a un grupo de estudiantes de la universidad por posesión de marihuana, y empecé a ser muy solicitado como “experto” en lo que, de pronto, se había convertido en un “problema real”. Este hecho tuvo varias consecuencias que habrían sido imprevisibles en 1953.

El gran crecimiento de la demanda y el hecho de que para entonces algunos de los consumidores contasen con un alto grado de instrucción volvieron inevitable que entre ellos se contaran algunos emprendedores agrícolas dispuestos a realizar peque- ños experimentos de cultivo e hibridación de la planta, con el objeto de conseguir un producto con mayor contenido de tetrahidrocannabinol (THC), el ingrediente activo que generaba el deseado efecto psicodélico (expresión más elegante que comenzó a utilizarse entonces para hablar de los “viajes”).

Mi artículo decía que uno debía aprender a tener un viaje. Los nuevos híbridos, con mayor concentración de THC, producían una experiencia más intensa; para todos aquellos que consumieran la droga de la manera estipulada resultaría difícil no reconocer que “algo pasaba”. ¿Significaba eso que mi idea, después de todo, era errónea? En su investigación, dos sociólogos británicos lo consideraron indudable:

Un hombre, avezado consumidor de drogas, nos resumió una de las cuestiones clave. Becker había señalado que los novatos tenían que aprender a vivenciar los efectos. ¿Cuál era la experiencia de este hombre?

“¿¿¿Percibir los efectos??? ¡Guau! [Risa prolongada.] Los efectos eran simplemente… ¡¡¡PAF!!!… como un martillo en la nuca… Ese tipo, ese tal Becker, debería cambiar de proveedor.”

¿Constituye eso una refutación de mi idea? Creo que no. El razonamiento es el siguiente. Mi enunciado original no decía que no reconoceríamos que algo estaba pasando. Bien podríamos reconocer que nos da mucha hambre, pero decirnos: “Bueno, ¿qué novedad es esta? Ya tuve hambre otras veces, así que no es nada especial”. Tal vez haría falta que alguien nos señalara que estamos comiendo una tercera hamburguesa para aceptar finalmente que sí, quizá la droga tuvo, después de todo, algún efecto. De modo que “aprender a tener un viaje”, si bien significa reconocer que algo está sucediendo, no significa sólo eso. También significa ver (entender, inferir: cada cual elija su verbo) que esto es lo que la droga consumida hace, lo cual nunca es obvio, porque siempre son posibles otras interpretaciones. Algunas de las personas entrevistadas por Lindesmith le dijeron que antes habían sido adictas a la heroína, pero sin saberlo. ¿No habían sentido en esa oportunidad anterior los síntomas característicos de la abstinencia? Sí, los habían sentido. Pero habían sufrido un accidente automovilístico y, desde luego, eso había vuelto dolorosa la recuperación.

Así incrementada, la nueva potencia de la marihuana me enseñó que los efectos fisiológicos de una droga eran importantes en el proceso interpretativo que producía el hecho de “volarse”. Sin embargo, eso no garantizaba que todo el mundo los interpretara de la misma manera, por muy obvia que esa interpretación pareciera a otras personas.

La difusión del hábito de fumar marihuana entre poblaciones más grandes y variadas generó un segundo resultado. Más personas podían interpretar los signos producidos por la droga fumada; así, la posibilidad de que un nuevo consumidor encontrara a alguien capaz de explicar sus actos y las consecuencias de estos suponía que más novatos tenían ya una buena idea de lo que podían esperar, todo un complemento de ayudas definitorias respecto de lo que iba a suceder. En esos primeros tiempos, mucha gente hablaba del desarrollo de una “cultura de la droga”, una elaborada colección de hábitos personales (por ejemplo, el pelo largo en los hombres), creencias políticas (como una versión vaga del anarquismo, que trae aparejados la paz y el amor universales), prácticas y nociones sexuales (los precursores de la costumbre actual de casarse sólo después de uno o dos años de lo que no hace tanto se habría considerado “vivir en pecado”) y la marihuana (más que el alcohol) como la droga predilecta.

Lo que ciertamente alcanzó una amplia difusión fue aquello que, con más propiedad, cabría llamar una cultura de la droga: un corpus de conocimiento vastamente compartido acerca de lo que era la marihuana, cómo consumirla de manera eficaz, qué experiencias podía producir su consumo, qué resultados deberían disfrutarse, cuáles podrían requerir algún remedio administrado o recomendado por los amigos –o, para el caso, por otras personas que estuvieran en la misma fiesta–; en otras palabras, el tipo de conocimiento compartido que justifica el uso de la palabra “cultura” y que, en términos más o menos generales, nos ronda cuando bebemos alcohol. Y al existir esa cultura se reducía la incidencia de experiencias displacenteras entre los consumidores, nuevos o viejos, porque a fin de cuentas las sensaciones desagradables podían reinterpretarse como agradables; podían proponerse remedios para las experiencias que no fuera posible manejar de ese modo y también minimizarse los miedos a la intervención policial.

La lección de alcance más general para el pensamiento sociológico es que las sustancias e ideas que intervienen en la creación de las experiencias de la droga siempre pueden cambiar, aunque los mecanismos subyacentes siguen siendo los mismos.

                                      


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