Revista Pijao
Historia (privada) de la violencia colombiana
Historia (privada) de la violencia colombiana

Por Revista Arcadia   Foto Archivo Particular

Introducción

Entre 1945 y 1953 colapsaron tres importantes proyectos nacionales que generaron pasiones políticas entre los colombianos, a la vez que justificaron la violencia que todavía padecemos. La renuncia de Alfonso López Pumarejo a su cargo de presidente de la República, en julio de 1945, significó el agotamiento del proyecto del reformismo social del liberalismo, impulsado desde una élite modernizante, apoyada por los comunistas. Con el asesinato de Gaitán, el 9 de abril de 1948, murió el proyecto de un liberalismo popular que buscaba encarnarse en un socialismo criollo, alejado del modelo soviético del socialismo de Estado.

Con el golpe militar que derrocó a Laureano Gómez, el 13 de junio de 1953, se le dio sepultura a la instauración de un régimen corporativista conservador, emparentado con las corrientes fascistas que lideraron Adolf Hitler en Alemania, Benito Mussolini en Italia y Francisco Franco en España, además de Oliveira Salazar en Portugal.

El ascenso de Laureano Gómez a la Presidencia de la República estuvo precedido de una serie de acontecimientos que acentuaron la confrontación entre liberales y conservadores. El principal de ellos, la víspera de las elecciones presidenciales, el 25 de noviembre de 1949, fue el frustrado levantamiento cívico-militar contra la dictadura presidida por Mariano Ospina Pérez.

Sobre estos cuatro hitos y sobre su época existe una rica bibliografía producida por investigadores e historiadores nacionales y extranjeros, lo que permitió al autor de este libro hilar de manera coherente y rigurosa las historias que aquí se relatan. No fue fácil, porque dichos autores tienen versiones e interpretaciones contradictorias sobre los mismos acontecimientos.

Si bien este libro está basado en hechos históricos, no pretende ser el clásico libro de historia. El mayor esfuerzo investigativo estuvo centrado en la parte subjetiva, en la huella que dejaron los acontecimientos mencionados en el intelecto y en el corazón de quienes, por razones de parentesco, recibieron más de cerca la herencia de las ideas, de los sueños, de las frustraciones, de los amores y de los odios de los principales protagonistas de estas historias. Esa huella, esa herencia, trascendió también a muchos colombianos que recibimos querencias y malquerencias, frustraciones, prejuicios y temores que están en la base de nuestra formación política.

Estimo que este no es un clásico libro de historia porque les di gran importancia a las anécdotas que ilustran el espíritu de la época y a personajes que han sido ignorados o tenidos como secundarios en los libros serios de historia, como sucede con el general Amadeo Rodríguez, el arzobispo González Arbeláez o el conspirador liberal Plinio Mendoza Neira, entre otros.

Todos los entrevistados fueron muy amables y abiertos conmigo. Su actitud me da una luz de esperanza de que estas personas quieran deponer las broncas y frustraciones heredadas para alcanzar la serenidad que necesita Colombia en la construcción de una paz estable y duradera.

A pesar del rigor investigativo y del entrelazamiento de los testimonios contradictorios de quienes tuvieron una información privilegiada sobre los relatos de poder que aquí presento, este no pretende ser un libro objetivo. Ningún libro de historia lo es. Yo milité en las filas de la revolución armada y, como tal, construí —con mis compañeros de lucha— una interpretación de la historia para fundamentar, justificar o explicar nuestro compromiso y nuestra rebeldía. Esa interpretación me sirvió para formular las hipótesis que ordenaron mi trabajo investigativo, pero durante la investigación y la redacción del libro surgieron revelaciones que me movieron el piso. Afloraron entonces mis prejuicios y, con ellos, las tentaciones de negar lo que me pudiese ubicar en el riesgoso mundo de la incertidumbre. Estaban en peligro mis verdades, mis miedos y mis broncas, acuñados durante tanto tiempo en que vi la vida, la historia y el país como un campo de batalla donde se trenzan a muerte los amigos y los enemigos, los malos y los buenos, las tesis y las antítesis.

Así, por ejemplo, se me estaba desvaneciendo un fuerte imaginario fundacional del M-19, según el cual la oligarquía en Colombia existe como un grupo cerrado de personas con un sórdido y permanente acuerdo entre sí, que les permite mantener y acrecentar su poder y su riqueza, combinando actitudes y discursos atrayentes con pactos subterráneos y crímenes.

Cuando hablé con los herederos de los personajes que manejaron la política colombiana durante la época de la que trata este libro, pude percibir las tremendas rencillas y desconfianzas entre Laureano Gómez y Mariano Ospina, entre López Pumarejo y Eduardo Santos, entre Carlos Lleras y Alberto Lleras, entre López Michelsen y Bertha Hernández. Definitivamente ellos no eran un grupo armónico capaz de realizar una confabulación secreta.

La acusación de Constanza Vieira contra la oligarquía asesina, culpable —para ella— del asesinato de Gaitán, se vuelve humo en los intentos de personificación de esa oligarquía. Su madre —nos contó Constanza— fue siempre muy amiga de Álvaro Gómez, y su padre, Gilberto Vieira, connotado líder comunista, de Gilberto Alzate Avendaño, hombre de la extrema derecha. El Partido Comunista apoyó a López Pumarejo y se distanció de Gaitán, el hombre que convirtió la palabra oligarquía en el eje de su discurso político. Entonces, ¿quiénes eran los oligarcas?

¿Los miembros de una siniestra secta oculta y poderosa?

Por su parte, los descendientes niegan el carácter oligárquico de sus progenitores. ¿Oligarca López Pumarejo? “¡No!”, dicen los historiadores de izquierda: “López fue el hombre que puso en jaque a los terratenientes con su reforma agraria y a los grandes empresarios con su apoyo a las organizaciones sindicales”. ¿Oligarca Eduardo Santos? “¡No!”, afirma su sobrino-nieto Enrique Santos Calderón: “si fueron los Santos, desde El Tiempo, quienes más criticaron a López Pumarejo por combinar política y negocios”. ¿Oligarca Laureano Gómez? “¡No!”, responde su hijo Enrique Gómez: “su escaso capital lo metió en el periódico El Siglo y, en el momento del golpe de 1953, estaba prácticamente quebrado, al contrario de los liberales que se enriquecieron a costa de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial”. ¿Oligarca Gilberto Alzate Avendaño? “¡No!”, revira Gilberto Alzate Ronga: “mi papá era hijo de un general de la provincia, gente de clase media como la mayoría de los líderes conservadores, al contrario de los liberales, que eran de la aristocracia capitalina”. ¿Oligarca Carlos Lleras Restrepo? “¡No!”, replica su hijo Carlos Lleras de la Fuente: “sus ingresos no le alcanzaban para sacar una cuenta bancaria, los ahorros los guardaba en una alcancía que abría cada seis meses para los gastos familiares más urgentes”. ¿Oligarca Mariano Ospina Pérez? “¡No!”, niega su hijo Mariano Ospina Hernández: “si uno de los debates más importantes que hizo mi papá cuando era el gerente de la Federación Nacional de Cafeteros fue para defender a los pequeños caficultores colombianos contra los grandes hacendados brasileros que pretendían imponer a Colombia un pacto ruinoso para nuestros campesinos. Ese debate se lo ganó al entonces presidente López Pumarejo”.

En fin... Uno termina preguntándose: ¿dónde estaba en ese tiempo la oligarquía colombiana? ¿Fue un invento de Gaitán para excitar la indignación popular y aparecer como el salvador del pueblo? (Algo así como Laureano, cuando acudió a la figura mítica del basilisco para asustar a los incautos y hacerles creer que el Partido Liberal era la mayor amenaza contra la patria y la cristiandad).

Sin embargo, nada mejor que la palabra oligarquía para definir una manera de alcanzar o mantener el poder político por parte de un grupo de familias que sentían escriturado para sí, ad eternum, el poder político en Colombia, excluyendo a todos los que no eran de su estirpe o de su avenencia. Y lo hicieron acudiendo a métodos que rompían todo parámetro legal o moral: el fraude, la mentira, el terror y la manipulación de las más primarias emociones: el odio, el miedo, la envidia, la desconfianza; así ese grupo de “elegidos” tuviesen entre sí rencillas que lograban trasladar hacia los sectores excluidos, para luego pactar —entre ellos— nuevas reparticiones del poder. En ese sentido, su utilización sigue vigente, porque esos métodos los han recreado y reproducido nuevos protagonistas, para que los de arriba puedan mantener su dominio contra los de abajo.

De Laureano me impresionó la enorme capacidad comunicativa que tenía. Su hijo Enrique me contó que nunca le había pegado y pocas veces regañado. Su padre lograba hacerse obedecer por medio de las palabras dichas en su momento justo y, sobre todo, por su gestualidad, que no siempre estaba acompañada de palabras. Perduran de Laureano frases como “¡Paz! ¡paz, en el interior! y ¡guerra! ¡guerra, en las fronteras contra el enemigo felón!”, que logró hacer aflorar el espíritu chovinista contra el Perú. También durante su tenaz oposición a López Pumarejo acuñó el apelativo de “el hijo del ejecutivo” para tatuar a Alfonso López Michelsen, acusado por la bancada conservadora en el Congreso de beneficiarse de  su posición privilegiada como hijo del presidente de la República. O su famosa pregunta “¿Quién mató a Mamatoco?”, puesta sobre una cintilla negra en su periódico El Siglo para excitar la imaginación de quienes pensaban que la muerte de este personaje obedeció a una conjura palaciega. ¿Qué tal ese señor, Laureano Gómez, en esta época, con los inmensos avances de la tecnología comunicacional, sembrando —con frases rotundas, con preguntas maliciosas, con apelativos acusadores—la cizaña del odio y del miedo entre los colombianos?

Me sorprendió también el papel nefasto que jugó la Iglesia católica al lado de quienes utilizaban el terror psicológico para impedir el avance hacia una sociedad más humana, más civilizada, más moderna. Desde luego, la Iglesia católica ha tenido cambios importantes, desde la convocatoria a la renovación eclesial del Concilio Vaticano II, los llamados a construir una Iglesia comprometida con los pobres y excluidos de las conferencias episcopales latinoamericanas o el emplazamiento a luchar contra la injusticia por parte del cura Camilo Torres, muerto de manera temprana y estúpida, hasta la conversión a una nueva cristiandad por parte de comunidades clericales como la de los jesuitas, antaño forjadores de la mentalidad de los dirigentes más retardatarios y violentos.

De manera positiva se me reveló Alfonso López Pumarejo. No por su discutido y discutible papel transformador contra las atrasadas costumbres políticas que impusieron en Colombia los gobiernos conservadores que manejaron el país hasta 1930. Me conmovió mucho más su rechazo a los métodos violentos para mantener o alcanzar el poder o para resolver los litigios con los vecinos. Su oposición al gobierno de Marco Fidel Suárez por masacrar a quienes protestaban contra decisiones que favorecían a industrias extranjeras con perjuicio de las nacionales. Su exitosa gestión diplomática durante el gobierno de Olaya, para que el conflicto colombo-peruano no se convirtiese en una guerra de incalculables proporciones y consecuencias medianteun acuerdo satisfactorio y duradero para ambas naciones.

Durante su primer gobierno (1934-1938), por sus valiosos e incomprendidos intentos de convertir al Ejército Nacional en una fuerza civilizadora en las abandonadas fronteras terrestres de Colombia. Y más tarde, durante el gobierno conservador de Urdaneta Arbeláez, su fallida y valerosa gestión de paz con las guerrillas liberales...

Quienes tomamos las armas para protestar contra el fraude electoral realizado por la oligarquía en abril de 1970 nos dimos cuenta —muy a tiempo— de que la utilización de las armas tenía un límite, señalado en su momento por Jaime Bateman y concluido por Carlos Pizarro, en 1990. Supimos que la profundización de la democracia había que hacerla sin las armas. Y también aprendimos que la paz va más allá del desarme...

Por estas razones, este libro está dedicado, con profundo amor, a mi valiente y leal compañera Luz Amparo y, con ella, a todos los que hicieron parte de esa aventura revolucionaria que aún no culmina, que trascendió el desarme de 1990 y abrió las puertas al cambio constitucional de 1991.

También lo dedico, con igual cariño, a mis maravillosos hijos, Olga Milena, Miguel, Laura Inés y María Victoria; y a mi pequeña y linda nieta Alejandra. Y con ellos, a todos los jóvenes y niños de Colombia. Me gustaría que la lectura de estas historias les ayude a comprender lo que no debemos continuar. Al escarbar en esos años, pude entender que muchos de mis miedos tenían raíces en historias que yo no conocía pero que afectaron mi infancia y la de mis padres. La misión que a ellos, los niños y jóvenes colombianos, les corresponde cumplir tienen que descubrirla ellos mismos, sin temores y sin ataduras.

Yo pude espantar algunos de esos fantasmas en la rebeldía armada. Después entendí que otros miedos, creados para limitar el entendimiento y la libertad, solo es posible sofocarlos en el conocimiento y en la paz. Afortunadamente, los retos que hoy tienen los jóvenes son otros. Es bueno que conozcan esos fatídicos años de mediados del pasado siglo y que examinen a algunos de sus protagonistas, con distancia, con mirada crítica y —quizás— con algo de desprecio. Que puedan mirar el presente con ojos limpios y libres.

Que puedan asombrarse de ese pasado y también reírse de las pequeñeces y cobardías de personajes exageradamente rebajados o encumbrados por sus herederos y por sus áulicos, con el solo fin de justificar o perpetuar una historia de violencia y de recelos. Una historia que les toca cambiar.

Por eso escribí este libro.


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