Revista Pijao
Fuga de caballos o la gran novela de la sinuanía
Fuga de caballos o la gran novela de la sinuanía

Fuga de caballos, novela de José Luis Garcés González (Montería, Editorial El Túnel, 2013, 414 pp.), plantea, desde uno de sus tres epígrafes, el firmado por Alejo Carpentier —”En cuanto a mí, creo que ciertas realidades americanas, por no haber sido explotadas literariamente, por no haber sido «nombradas», exigen un largo, vasto, paciente proceso de observación”—, su definitiva vocación de darnos lo innominado, la esencia de realidades que, en efecto, por no haber sido exploradas en nuestra narrativa, requieren de “un largo, vasto, paciente proceso”, no solo de observación sino también de conversión en lenguaje que nombre en profundidad, con inteligencia y talento. Y es allí donde encuentra plena vigencia la idea de Carpentier de la necesidad de un barroco americano o un neobarroco que, a partir de acumulaciones y vigilancia permanente de la expresión, pueda entregarnos esos paisajes naturales, sociales y humanos nunca narrados o nominados con falsete, desde posiciones neocolonizadoras que no han podido superar la ya caduca actitud de vernos como barbarie desde una egoísta civilización que se ha negado a reconocer la existencia de múltiples otredades.

Garcés González, por el contrario, sin eludir los aportes y contagios de una literatura universal que él ha sabido asimilar en sus técnicas, estructuras y puntos de vista, se juega la vida por la expresión de lo autóctono, de lo legítimo, de lo suyo, de lo que él —sin ningún tipo de complejos llama ‘lo montuno’—, de la zenuanía en la que se ha movido toda la vida, con las orillas del río Sinú metidas por los ojos y la piel hasta muy adentro, hasta allá donde bulle el sentimiento genuino de su identidad.

En Fuga de caballos, encontramos una primera instancia expresiva centrada en la metáfora, en el lirismo vegetal, acuífero, zoomorfo; en el viaje a la maraña o manigua del lenguaje, que responde a la otra selva, la del pantano que traga, el animal que acecha, el árbol que llora y ríe, el “Árbol de la canción y el llanto”. Estos estremecimientos de partituras compuestas de hablas neobarrocas se encuentran principalmente al comienzo y al final de la novela. En esos dos momentos, apertura y cierre, pórtico y cerrojo, el narrador como voz que transmite otras voces, nos entrega un paisaje natural, telúrico y a la vez humano y social, con una fuerza poética de imágenes que nos hablan del poder demiúrgico de un autor experimentado que convoca en esta novela total las magias y artificios de su sabiduría narrativa.

Como en las antiguas sagas o creaciones genésicas, la historia de Fuga de caballos comienza por el principio —y no es una frase retórica—, quiero decir, por el origen del mundo: “Pero millones de años antes de que hombre alguno estuviera sentado en la oscuridad de una casa macilenta, de que caballo alguno galopara por praderas u hondonadas, de que agua alguna adquiriera un orden llamado cauce, hubo la oscuridad de los comienzos.” (9) Hay entonces un “inicio de los inicios” y un acuoso final de territorio sumergido, con la lluvia tenaz y el río saliéndose de madre. Ello nos transmite la redondez de un mundo que se basta a sí mismo, de un cosmos autónomo que crea su propio origen de oscuridad y silencio donde comenzaron a moverse las alas y las garras, y a la vez su propio final de diluvio que no clausura la vida sino que hace una advertencia a “quienes no supieron distribuir la carne y la mazorca, los frutos y las raíces”, a “los que no lograron sobreponerse a su geografía corrompida” (413).

Y no hay clausura porque las divinidades progenitores volverán a echar las semillas de la vida para que el mundo comience de nuevo. Así que en Fuga de caballos no se trata del anclaje en un final depresivo, de devastación típicamente apocalíptica, sin solución. “Empezó noviembre y retornó la lluvia. El agua que regresa a la tierra. Que retorna a pagar la deuda. O a cobrarla. El agua que es sorda a los lamentos. El agua que no conoce el perdón. El agua que va a mojar la montaña virgen. O el bosque selvático que circunda al pueblo. Llueve sobre guácimos y matarratones, sobre maderas finas y bastardas, sobre la enredadera que abraza al ñipiñipi y sobre ese árbol inmenso y espinoso y rugoso que es la ceiba."(402)

Si bien la lluvia final desborda el río y empantana la tierra, sobre ese humus cenagoso se revela el amparo de dos divinidades americanas provenientes de las teogonías de la cultura zenú: la diosa Manexca, quien “Mostraba la bella y nutrida redondez de su único seno. El seno feraz de leche inagotable. Vestía solo una especie de falda de cuero peludo que le iba de la cintura a la rodilla. Su cabello era abundante, negro y liso e iba recogido con un bejuco detrás de la nuca. Miraba largo y penetrante.” (410) Y el dios Melxión, “alto, arrogante, el pelo rojizo en gresca, las facciones nobles y precisas. Se le notaba el seño fruncido y una tela semejante al tejido de la estera hacía de vestido enterizo” (410).

Estos dioses, Manexca y Melxión, observan la devastación producida por la lluvia y el río. “La casi totalidad de lo que fue el pueblo estaba cubierta por una sopa entre amarilla y prieta que fluía y se chocaba contra la copa de los árboles más robustos. Entonces las aguas se tornaban en pequeños remolinos. Aguas en gestos de dominio y absorción. Aguas que, en sus movimientos, presagiaban el terror de los cantiles. Ese poderío arrastró a los difuntos que flotaban provenientes desde los callejones del cementerio. También a las ramas podridas que se atascaban en las que fueron las esquinas con pretiles; y  a cientos de animales caseros que emergían a la superficie, hinchados y transparentes, a punto de estallar” (411-412).

Ante ese paisaje de hundimiento, Manexca y su marido Melxión comprenden, enternecidos por el despojo, que la vida debe recomenzar. Entonces tiran nuevas semillas sobre surcos abiertos en el fango hecho de tierra prieta. Y después Manexca “se alzó su faldón de cuero, se agachó sobre el sitio recién tapado y orinó abundante. Vertió un chorro grueso y sostenido. Fue, en verdad, un pequeño diluvio, que humedeció completamente todo lo recién sembrado. La tierra convertida en charco, de inmediato comenzó a esponjarse, a crecer, como si hubiera ganado la apuesta por una nueva floración de las espigas” (413).

Fuga de caballos, en el epílogo, reorienta su curso de historia total hacia los inicios míticos, en una especie de eterno retorno, de reincidente tiempo circular. El tiempo histórico con su realidad social y el tiempo legendario con sus pactos diabólicos, sus brujas volantonas y tierreras, y los muertos que siguen apareciendo en las calles de San Jerónimo de la Charcos, dejan de serlo para convertirse en tiempo mítico con la introducción de los dioses Progenitores. El mundo comienza a ser de nuevo en las semillas que germinan, orientadas por la mano de Melxión y regadas por el orín poderoso de Manexca.

Esas dos orientaciones o tendencias expresivas que hemos señalado hasta aquí, el neobarroco lírico dirigido sobre todo a contar el mundo mítico, y el coloquialismo de las historias de la cotidianía narradas por hombres que tiran machete y mujeres que lavan ropa o pilan grano, se nutren de la cultura ‘montuna’ en que ha bebido Garcés González. A partir de allí, el autor despliega una idónea batería de recursos lingüísticos provenientes de la fecunda cantera de la oralidad y la tradición oral, sobre todo en una región como la sinuana, donde contar historias parece ser la permanente condición comunicativa de sus habitantes. Y no es que las historias solo sean trabajo de escritores. En el Sinú, ‘echar cuentos’ se convierte en una especie de mandato ético para educar al niño, al adolescente, al viejo, al hombre, a la mujer, de de modo que todos, sin excepción, son grandes narradores, quizás por el arraigo que ha tenido allí —zona donde la instrucción no ha sido la preocupación esencial del Estado— la transmisión oral del conocimiento, la experiencia laboral, el folclor, la música, las comidas, la medicina natural.

 

Para Carpentier, el barroco americano se manifiesta, en lo fundamental, a partir de una situación de simultaneidad de tiempos, es decir, en América, en un mismo lugar sobreviven, por ejemplo, distintas formas del desarrollo de la vivienda, de modo que al lado de la cueva y la enramada que ofrece el árbol, están la choza, la cabaña, la casa, el rascacielos. Hay un permanente paralelismo de tiempos que conviven en los mismos espacios, por las razones de un progreso desigual. La otra forma de manifestarse ese neobarroco es la parodia y la ironía, a veces la burla, que recompone el lenguaje en una mirada muchas veces carnavalesca. Aunque poco estudiado, el alias o sobrenombre es, de alguna manera, una forma —a veces grotesca— de nuestra particular orientación barroca. La gente encuentra que el nombre registrado en el bautizo o en la partida civil no define a la persona y entonces hace a un lado esos nombres de ceremoniosa onomástica, heredados generalmente del santoral español, y acude al mote o remoquete. Garcés González no renuncia a este recurso, así que en  Fuga de caballos, muchos personajes exhiben alias que los definen más que sus nombres oficiales, como el Tullido, el Yatagán, el Triste, Pedrito Chiquito, Papillo Espeleta, el Mocho Bravo, Chicharrón con Pelo, la Júbilo, el Manteca, Esqueleto con Ojos, Molinillo, el Profeta, el Piropero Martínez, el Pata de Cama, Berenjena con Patas, la Caneca, el Clavo, el Negro Marañón, Pecho de Tanque, la Remolina, la Sombrerona, la Ojo Chino, el Mocha Oreja, el Chivo, el Cabezón González…

 

Fuga de caballos es una novela fiel a su vocación de ver y sentir la vida como drama, quiero decir, leal a esa presencia del ‘Árbol de la canción y el llanto’, de allí que siempre va a desplegar por las comisuras del dolor y la muerte de sus muchos relatos, la risa y el festejo carnavalesco. Así, el lector, en una especie de arco bipolar, va de la meditación y la imagen trascendental a la apertura de humor y graciosa inventiva de raigambre popular, hecho que facilitan las diversas voces narradoras pues no se trata de una novela monológica sino de una construcción narrativa multivocal en la que, aparte de los diversos estilos o hablas de los personajes puestos en escena, se siente una variedad ideológica y socioléctica que termina proponiéndonos una mirada cubista sobre la realidad sinuana.

 

Una de esas presencias populares en las múltiples hablas de esta extraordinaria novela es el vocabulario. Garcés González no pide permiso a la Academia para introducir términos y palabras de uso corriente en la comunicación caribeña, sobre todo en boca de ese personaje conversador, de “lengua bífida”, que es Mola Morales. De allí que encontremos términos como: rucha, jodedera, enretobado, pendejero, hijuemil, chiripa, escurana, chondiar, maluco, macocazo, puñetera, culicagado, perendengue, morisqueta, retrechera, escurucutear, chicho, nimaleja, zaramulla, pantallero, leñazo, segundón, repelencia, muñequera, manotón, ripiar (quitar la virginidad), enredalapita, trepequesube, arrunchar, fregadera, ñipiñipi, cambamba, panoco, charamusca, empautar, babazón, chipilicuatro, anamú, chupadera, metedero, nalgona, íngrima, molestadera, toletiar, mijo, muchachona, pelotera, maranguango, cachichí, comecallao, piqueria, encoñar, carajada, lenguona, jodón, perrata, musengue, jarocha, perrenque, tipita, cartulo, habladorcito, vergajo, regatón, zambapalo, entroncito, barajustón, tembladera, pereque, huelentina, amañadera, muchachera… Del mismo modo, expresiones que fluyen en los diálogos del sinuano, como: Le cogió la caña, le voló la piedra, jabón de monte, comer de cuento, mamadera de gallo, ron ñeque o chirrinche, pasar al papayo, dulce de mongo mongo, tener parado el tolete, caerle como golero, meter mono, coger ese trompo en la uña, comprar la pelea, sombrero concha e jobo, tirar manduco, el burro Cho, ser una verdadera pelusita, despepitar los ojos, niños en cruz, piedra de ara, aceite de canime, tabaco trola de burro, la cosa no es mamey, franela cuello de mondongo, hombres de bragueta, o expresiones onomatopéyicas como el kapatá kapatá kapatá de los caballos o el chin chan, chin chan de las manos de pilar.

 

Nos ha entregado José Luis Garcés González una novela que suma, en su lenguaje y en las propuestas de su sentido, los trayectos estéticos recorridos en una fecunda experiencia literaria de ya varias décadas. Están aquí, en Fuga de caballos, el lirismo meditado del poeta que sabe apreciar la fresca temática del agua en la vieja tinaja de la identidad sinuana, y las historias de un mundo que vive con los pies en el río, mientras el tiempo convierte en leyenda y mito la épica cotidiana de los habitantes de San Jerónimo de los Charcos.

Por Guillermo Tedio

Tomado de líneas Caribe.co


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