Revista Pijao
El viaje interior
El viaje interior

Por Sebastián Basualdo

A veces uno tiene la necesidad de regresar a ciertos lugares, caminar por antiguas calles que se mantienen sólidas bajo la nebulosa del recuerdo, tal vez con la esperanza de encontrar algo, o acaso a alguien que nos reconozca de la época en que éramos otros y  el presente no era otra cosa que un estar inquieto a medio camino entre la ignorancia de lo que fue y todo lo que vendría. El principio. Algo que, paradójicamente, no nos pertenecía del todo porque de eso también se trataba ser hijo: participar en el destino de los padres. Si el paraíso está intacto, la infancia se parece un poco a esto último: el dolor era físico y la felicidad estribaba en no saber que existía algo semejante: la palabra. “La noche anterior al viaje, al gran viaje de vuelta a la Argentina, nuestra casa de la Keplerstrasse se llenó de filósofos. Cenamos en el jardín porque fue una noche inusualmente despejada y cálida. Entre los filósofos había algunos latinoamericanos, un chileno que tocaba la guitarra, un mexicano de previsibles bigotes, y Mario, un joven estudiante argentino que paraba en nuestra casa. Los latinoamericanos se esforzaban en hablar alemán y los alemanes respondían amablemente en español. Mi padre discutía a los gritos con un filósofo de Frankfurt muy alto y totalmente pelado. En algún momento, notaron que yo los miraba asustada y me aclararon que no peleaban, que estaban discutiendo acerca de Nicolai Hartmann. Un poco más grande intenté leer a Hartmann para entender qué cosa los podía llevar a discutir con semejante apasionamiento, pero no encontré nada”, dice la narradora de La habitación alemana, primera novela de la dramaturga Carla Maliandi. Y eso es casi todo lo que revelará de aquel  primer viaje donde la sugerencia de un exilio queda suspendida en el aire; porque lo importante es que aquella niña es ahora  una mujer y ha  decidido regresar a la ciudad de  Heidelberg; repentinamente y en secreto ha sacado un pasaje de avión como quien huye de sí misma y espera poder reconciliarse a la distancia, viviendo un poco de prestado, alquilando una habitación de falsa estudiante en la residencia de Frau Wittmann, casi sin dinero y midiéndolo al igual que el tiempo materializado en distancia. O tal vez se trate de otra cosa, algo que no es tan sencillo de expresar.

La crisis no es otra cosa que un cambio de estado; y en esto radica lo más interesante que tiene La habitación alemana: la transición –su ambigüedad– se desarrolla en una trama muy lograda que instala a una mujer en un  presente narrativo para que el lector se acomode a la par como un mero acompañante o testigo privilegiado de una verdad que nunca se le aclarará del todo porque lo importante no es tanto lo que dice como aquello que se calla pero intuye, y teme, aun sin saber muy bien en qué lugar está ubicada la angustia. Sólo una cosa: era necesario escapar, intentar dilucidar a la distancia en qué se ha convertido la propia vida.

Es cierto: las cosas que le pasan a una persona se le asemejan. La llegada a la residencia estudiantil de Frau Wittmann le deparará una serie de encuentros que le darán un giro a la historia. Cuando conozca a  Miguel Javier Sánchez, por ejemplo, un joven estudiante tucumano que tiene una beca CONICET y cuya sensible personalidad será tan atrapante como su relación con la realidad, algo disparatada por momentos para que asome el humor y hasta cierta ternura, si se quiere Al joven compañero le bastará con verla para entender que la recién llegada se trajo sin saberlo algo muy íntimo y determinante con ella, o al menos lo suficiente como para transformar su vida. Develarlo ahora iría en detrimento de la fuerza inicial que tiene la novela. Mejor advertir que en La habitación alemana la contingencia es lo que guía su lectura, la necesidad de saber hasta dónde puede llegar una mujer que, al involucrarse directa o indirectamente en la vida de los otros, posterga enfrentar los motivos más profundos que la llevaron a tomar la decisión de realizar ese viaje. Sin embargo, un hecho resultará decisivo y  es justamente donde Carla Maliandi despliega todo su talento narrativo: entre los  estudiantes de la residencia hay una joven japonesa de nombre Shanice, muy amable y divertida que organiza una fiesta para, al otro día,  suicidarse. “Me divertí mucho y olvidé por un rato las tristezas. Todo lo que hay en mi habitación es para vos. Un abrazo que dura hasta siempre. Shanice”. En la carta hay algo más que una ofrenda material; esa habitación no solamente guarda objetos que le pertenecieron a la joven japonesa. Hay otra cosa que, de algún modo, denuncia que la realidad no es solamente lo tangible. Para entonces ya se habrá establecido un vínculo complejo, extraño, sumamente misterioso con la señora Takahashi, la madre de Shanice. “Llueve. La señora Takahashi no ha venido. Mientras termino el desayuno en el comedor planeo volver a dormir. Recuerdo los documentos de Shanice, anoche estuve hasta las tres de la mañana intentando descifrar sus cosas. Y mientras lo hacía no escuchaba esa voz constante dentro de mí que pregunta ¿qué vas a hacer?”. La habitación alemana es una novela poética que permite reflexionar  sobre  uno de los temas más complejos que entraña la condición humana: llegar a conocerse a uno mismo.

 

Con información de diario El País (ES)


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