Revista Pijao
El terror argentino
El terror argentino

Por Ulises Cremonte   Foto Victoria Rodríguez Lacrouts

Página 12 (Ar)

El conserje y la eternidad es la historia de un monstruo o más bien la escritura de un monstruo. Un monstruo que relata sus días a mano, en cuadernos que a lo largo de los años irá perdiendo. Cuando escribe permanece quieto. Deja de estarlo cuando su olfato lo tonifica, lo obliga a moverse. A veces busca víctimas, otras ellas mismas, solitas, vienen hacia él.  Y si vuelve a los cuadernos, a la escritura es para “ordenar una experiencia”. Escribir organiza. El hambre o su voracidad le hace perder los cabales. Pero no siempre es así, la escritura, lo que escribe, también adquiere un estatuto orgánico porque a medida que pasan los cuadernos, los años, los asesinatos, las coyunturas históricas, su propia escritura lo cubre de incredulidad. Si en el comienzo esa quietud narradora lo mantenía a raya, en algún momento, y de manera progresiva parece ir quedándose sin su dosis sedativa. ¿Qué sabemos de él? Que es inmortal o al menos capaz de llevar una existencia prolongada, que consume sangre, aunque no se describen colmillos. Su devenir es ascético, de una corporeidad inestable, presente ante otros, pero etérea si se encuentra de cacería. Duerme debajo de las camas: lindo detalle, sobre todo cuando se le da por espiar a una parejita. A sus presas suele mantenerlas con vida, en cautiverio y sin embargo no deja de sentir una torpe piedad.  ¿Qué más? Mucho más, pero debemos dejar que el lector vaya descubriendo las capas de un personaje dual, complejo, ciertamente atractivo. Un dato más que quizás reafirme esta línea su nombre es Juan, su apellido Drodman. Más allá del homenaje a El juguete rabioso, el siempre falible traductor del Google, dice que “Drod” en Gales significa “lo siento”. En algún pasaje él mismo aclara que se llama así y que ese nombre es suyo “sólo” cuando suena como pregunta. Hay algo de interrogación en sus acciones, de falta de impunidad, de culpa o un eco de remordimiento.  No es un malo humanizado, ni llega a ser un perverso sofisticado, es otra cosa, indefinible. Imposible que la melodía no sea ambigua si, como ya se dijo al principio, el recurso narrativo que estructura la novela son las propias bitácoras de Drodman.  La secuencia presentada atraviesa o más bien señaliza tres acontecimientos fundantes de la Historia Argentina: los bombardeos de 1955, la guerra de Malvinas en abril de 1982 y los días previos al estallido del 2001. Así, en los cuadernos, se filtra el contexto, aunque nunca llega a ganar el centro de la escena. En el ´55 se escuchan las bombas, el zumbido “hipnótico” de los aviones, hay que decidir si la gente vuelve o no a la casa. En el episodio que transcurre en el ´82 hay dos jóvenes que llegan al hotel posiblemente escapando de los militares. Y en el 2001, alguien impide un robo, hay inquietud en algunos diálogos sobre lo que está haciendo el gobierno. Más que telón de fondo, es una cortina, una tela que flamea y que involuntariamente termina por beneficiar la invisibilidad que el monstruo necesita para sobrevivir.

Ricardo Romero juega una carta interesante en esta novela que coquetea con el universo genérico del terror. Su apuesta es más gótica que “clase B”, sobre todo porque el foco parece posarse casi exclusivamente en la interpretación de una existencia que en el relato crudo o carnal de acciones. Hay que volver sobre lo que este libro tiene de “metaliterario”, a las ya nombradas referencias sobre la escritura, habría que agregar o más bien inventariar esos momentos donde el narrador habla, por ejemplo, de los diálogos: “Cuando escribo, ir hacia un diálogo siempre me produce vértigo, borra todo lo demás, hace que un acto esté después de otro cuando no siempre es así”. Este tipo de reflexiones parecen acentuar que un motivo temático dominante en El conserje y la eternidad es la indagación sobre los recursos que se utilizan para dar cuenta de un suceso. Y sin embargo Romero no se instala en un regodeo intelectual, porque siempre hay un cotejo con lo material. Las peripecias están y funcionan muy bien. La inclusión escalonada de una serie de personajes secundarios ayudan a traccionar el sentido sin perder un saludable impulso anecdótico. Juan Drodman es o más bien opera como un punto de pasaje. Está en su esencia, en el pathos de su profesión: abre y cierra puertas. Incluso aquí Romero deja que el protagonista se contradiga, primero dice que el estado natural de una puerta es estar cerrada “pero solo cobra sentido cuando se abre”, para, unas páginas después afirmar que “solo cobra sentido cuando se cierra”. En esta ontología no sistemática sobre las puertas, asoma nuevamente el alma contingente de Drodman. Ve ir y venir gente, la gente pasa delante de sus narices, de su olfato y él, solito, subsiste y -literalmente- sobrevive. Ante este contrato eterno su único antídoto es fluctuar: la contradicción como cura o paliativo. Si la certeza de mortalidad es lo que lleva a los hombres a luchar por una identidad que les de trascendencia, este personaje inmortal, ante su inexorable vida oceánica, intenta borrar aquellas cosas que hagan de la coherencia una cárcel.

El conserje y la eternidad Ricardo Romero Alfaguara 160 páginas


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