Revista Pijao
El rincón encantado de dos niños
El rincón encantado de dos niños

Por Elvio E. Gandolfo

Revista Ñ

El siglo XIX tiene numerosos libros cortos (o relatos largos, un poco más breves) que se mantienen con notable vigor: La muerte de Iván Ilich de Tolstoi (gran novelista largo), Billy Budd y Benito Cereno de Melville (otro), Bola de sebo de Maupassant, Juventud y El corazón de las tinieblas de Conrad. La costumbre de mantenerse firmes en las extensiones intermedias siguió en el siglo XX: Ethan Frome de Edith Wharton, El último encuentro de Sándor Márai, El viejo y el mar de Ernest Hemingway, “Por los tiempos de Clemente Colling” de Felisberto Hernández, Los adioses de Juan Carlos Onetti, “A medio borrar” de Juan José Saer.

Después de la segunda guerra, y sobre todo en Francia, hubo casos de libros cortos y a la vez muy representativos (para siempre) del momento, en un marco donde la palabra “intelectual” se volvía densa: El extranjero de Albert Camus, y Ampliación del campo de batalla, de Michel Houellebecq. Ninguno de los dos aguantó el rigor del formato, y publicaron en seguida novelas largas y lastradas de importancia deseada: La peste y Las partículas elementales.

Vasco Pratolini (1913) parecía el escritor ideal para lograr algo parecido. Era autodidacta, tuvo tantos oficios como un escritor estadounidense, enfiló hacia el periodismo, era de izquierda y manejaba con flexibilidad personal el realismo. Más adelante integró el movimiento neorrealista de la literatura y el cine italianos (hizo los guiones de Paisá y Rocco y sus hermanos, en colaboración). Sin embargo, cuando escribió su libro más inmortal, Crónica de mi familia, lo hizo en el estilo de los clásicos del XIX, evitando toda bajada de línea, concentrándose por completo en la cosa en sí (la muerte de un hermano menor). Más aún: hasta logró, por pura capacidad de inspiración y técnica, que el libro no terminara demolido por el melodramatismo de su materia argumental. Leído hoy sigue con la carga literaria intacta.

En una brevísima nota dirigida “Al lector”, Pratolini subraya que no se trata de un libro de ficción, sino de “un soliloquio del autor con su hermano muerto”, a través del cual “buscaba consuelo, no otra cosa”. Como suele pasar, el equilibrio ante la muerte le parece “una estéril expiación”. El terreno pisado era árido: la madre había muerto al parir al hermano menor, el padre estaba en la guerra, una familia rica aceptaba al niño y lo daba para criar a un mayordomo. El libro es la historia de los difíciles encuentros posteriores, la vida breve del que tenía menos edad, y el recorte minucioso, con letal puntería de lenguaje y estructura, de momentos inolvidables.

Para ejemplificar el modo o el tono que lo convierte en alta, extraña literatura, puede citarse el velorio de la madre (otro velorio de madre inundaba El extranjero): “una mosca se posó sobre la frente de mamá, agitó un poco las patas delanteras, alzó vuelo nuevamente, terminó por posarse en el ángulo del ojo izquierdo, cerca de la unión de los párpados”. Ante el espanto de su abuela, Pratolini niño se escurre hasta el ataúd, y trata de espantarla. “La mosca escapó volando, mi dedo tocó a mamá. La tentación fue irresistible: con delicadeza le alcé un párpado, vi su ojo, era gris, con reflejos verdes”. Un poco más abajo el capítulo termina con el niño mirándose al espejo: “Cada uno de mis ojos tenía un color distinto. El izquierdo era como el de mamá”. Tanto ese como otros tramos tienen la nitidez de un objetivismo francés cargado de emotividad italiana contenida, o así, sacado de contexto, de la mejor literatura de terror.

Los encuentros con el hermano son al comienzo breves, en la casa pudiente. Más adelante se conocen más, uno que ya va buscando su lugar en el mundo, el otro tocado por cierto escudo energético generado por la crianza severa y en el fondo distante del mayordomo. Esa formación (o deformación) le dificulta conseguir trabajo, no hacer el papel de tonto en ocasiones comunes de la vida cotidiana, defenderse de los mecanismos crueles y automáticos de la medicina. Tiene un solo escape, y le llega: se muere. Bastante cargado de culpa, el hermano mayor también se quisiera morir pero, en vez de eso, escribe. Aparecen fugazmente algunas mujeres, y una abuela inolvidable, en una familia empujada a estrategias carambólicas por la extrema pobreza.

Unos cuantos años después Valerio Zurlini (que ya había adaptado uno de sus libros “colectivos”, Las muchachas de Sanfrediano) llevó Crónica de mi familia al cine. Verlo antes de leer la novela impresionaba. Aunque el hecho mismo de ser actores ya famosos traicionaba levemente al libro, tanto las actuaciones de Marcello Mastroianni como de Jacques Perrin eran a la vez detallistas y emocionantes. El entorno ayudaba: las largas calles de Florencia, vacías, negándose a ningún reflejo, colaborando a la angustia y la soledad. Si se la vuelve a ver hoy, la presión disminuye. El empleo de una música estentórea para subrayar ciertos momentos, por ejemplo, es aplastante. Más aún si en el medio uno ha leído el libro, que admite en cambio no una, sino varias relecturas.

La fecha al pie del texto dice que fue terminado en diciembre de 1945, con la guerra ya concluida. A partir de entonces Pratolini, que había fundado una revista cultural (Campo di Marte) después cerrada por el fascismo, y que seguía siendo periodista, se dedicó con pasión y disciplina a una extensa obra narrativa. Ganó varios premios importantes, figuró más de una vez en las listas del Nobel. En 1947 publicó Crónicas de pobres amantes, el primero de sus libros “colectivos” importantes. A partir de la “calle del Corno” despliega un fresco cotidiano y múltiple de la vida popular durante el fascismo. Después habría otros, como el hace poco reeditado Las muchachas de Sanfrediano. Algunos aluden a su materia desde el título: El barrio, Las amigas, El domingo de la gente pobre, Largo viaje de Navidad.

Al principio Metello, dedicada a desplegar la vida proletaria y las luchas sindicales, se mencionaba sola. Después pasó a ser el inicio de la trilogía Una historia italiana, seguida por Lo scialo (con más de 1200 páginas) muy extensamente concentrada en la alta burguesía, hasta hoy inédita en castellano, y Alegoría y escarnio, donde él mismo y su capa social vuelven a ocupar el puesto central.

En ese plano es digna de destacarse Constancia de la razón, donde vuelve a intentar y lograr experimentos con el modo de narrar. Comienza y sigue con una charla con la madre en la que los recuerdos difieren por completo tanto entre ellos dos como con los restos aun físicos del pasado, al mismo tiempo que se comunica una mezcla de fastidio por la repetición, con el afecto. El plano de la memoria va mezclando distintos personajes, en un buceo que integra esos recuerdos con minuciosos trazados de la ciudad (tanto caminando como en tranvía) y los cambios de las historias personales sobre el telón mayor de la Historia. Publicada en 1963, el título no proviene de un deseo de orden mínimo asimilable a un intelectual de izquierda, sino de una cita de la Vida nueva de Dante Alighieri.

Crónica de mi familia inaugura "rara avis", una nueva colección de Tusquets, dirigida por Juan Forn. Acertados toques mínimos de la tapa (ilustración más grande en blanco y negro, tipografía más rectilínea) se agregan al prólogo del seleccionador de los títulos.

Crónica de mi familia, Vasco Pratolini. Trad. Héctor Alvarez. Tusquets, 176 págs


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