Por Camilo Hoyos Gómez* Bogotá
Revista Arcadia
Quien camina la ciudad entiende las calles como quien lee un texto literario: creando sentido a través de sus partes, comprendiéndose a través de lo que está leyendo y del sentido que está creando. No hay mejor lugar donde se dé mejor la transacción literaria entre el lector y el texto que en el espacio urbano, donde todo tiende a ser semiotizado, es decir, comprendido como signo, como contenedor de un sentido, como creador de narrativas. Me refiero al cambio de paradigma que heredamos de los promeneurs urbanos de la modernidad: el paso del libro de la naturaleza al libro de la ciudad. Si los héroes literarios anteriores a 1830 tenían como objetivo la conquista de la naturaleza, los héroes a partir de entonces siempre tendrán como objetivo de conquista la ciudad: un grito resume ese ímpetu, y es el de Rastignac desde el Père Lachaise y su “À nous deux maintenant”. El héroe ya no debe defender de los salvajes un terruño conquistado, debe conquistar las clases sociales y las estrategias de seducción que tensan la ciudad. Y solo hay una manera de hacerlo: leyendo el texto de la ciudad y de sus habitantes.
Como en todas las tradiciones, hay conductores y luego hay quienes varían los recorridos. El paseo urbano se asentó como tema literario a finales del siglo XVIII francés, y las obras urbanísticas en París a lo largo del siglo XIX hicieron de la promenade un escape a los avances: caminar la ciudad cambiante es resistirse al cambio urbano en la medida en que se apropia como experiencia. Grossísimo modo, fue Baudelaire quien instauró el paseo urbano como motivo literario. Luego fueron los surrealistas quienes experimentaron la modernidad a través de las calles que aún se resistían a las obras del barón Haussmann, y después fue Walter Benjamin quien reunió las dos poéticas y las consolidó en su propia lectura, descubriendo la joya de la corona: los pasajes, esas galerías cubiertas en París donde se reunían la mercancía y la población. Tomó el emblemático El aldeano de París de Louis Aragon, que es una apología a la imagen poética mientras camina el pasaje onírico de la Ópera, y se embarcó en un libro que nunca fue: El libro de los pasajes, que son los apuntes del libro que nunca alcanzó a escribir. En sus páginas, resalta el orden que le quiere otorgar a su libro: “Mientras que Aragón se aferra al ámbito onírico, nosotros debemos encontrar la constelación del despertar (…). Esto solo puede ocurrir mediante el despertar de un saber, aún no consciente, acerca de lo que ha sido”. Cuando Benjamin le puso los ojos a los pasajes en la literatura sobre París del siglo XIX, descubrió una nueva manera de leer el texto urbano, en la medida en que recordó su espacio emblemático, misterioso y cargado de narrativas, donde desde su creación se escribe de manera silenciosa una historia de la ciudad.
Quien haya caminado un pasaje conocerá la sensación de extrañeza que produce: es un espacio límite, una combinación entre un adentro y un afuera que desdibuja el sentido de realidad. Son largos corredores que sugieren una extraña mezcla entre lo efímero (uno es pasajero al caminarlos) pero también de lo que ha perdurado: por lo general son espacios que han resistido al paso urbano del tiempo por su localización entre paréntesis con relación a la ciudad.
También son olvidos de la historia, como había ocurrido con los pasajes de la ciudad de Barcelona. Hacía falta que otro lector urbano, casi cien años después, realizara el mismo ejercicio de la historia y de la imaginación pero no de nuevo en París, como ya lo han hecho tantos, sino en una ciudad en la que, a pesar de su cantidad, habían permanecido ocultos. Jorge Carrión parece ser el primero en haberlos visto, pero verlos de verdad. En Barcelona. Libro de los pasajes, recorre los olvidados 400 pasajes de la ciudad condal para leer a través de ellos una nueva historia que echa luz sobre aspectos desconocidos y misteriosos de Barcelona. Carrión es viajero, novelista, crítico literario, cronista; pero sobre todas las cosas, lector. Es decir, creador de sentido a partir de textos que le permiten comprender nuestra cultura y nuestra sociedad desde una siempre nueva perspectiva. Y quienes hemos caminado durante largas e interminables horas nocturnas ciudades solitarias sabemos que caminar la ciudad nunca es solamente eso, así como leer nunca es solamente comprender palabras, palabras, palabras: es estar al acecho, es esperar, es buscar. La aventura se postra ante nosotros y debemos acatarla; lo maravilloso cotidiano toma forma y nos abre nuevos espacios de comprensión y de análisis. Carrión encontró todo esto en los 400 pasajes de Barcelona.
Los 226 apartados del libro, de la extensión de un poema en prosa, que funcionan a manera de pasajes, dan fe de la experiencia de la lectura urbana y el recorrido de la ciudad que Carrión llevó a cabo para el descubrimiento de un texto desconocido de la ciudad. Como no podía ser de otra manera tratándose de la ciudad, fue el azar el que lo llevó a reconocer, a hacer legibles esos espacios con los que siempre se había topado y a los que, sin embargo, no había prestado atención. Cuando se mudó a la calle Ausiàs March con Plaza Urquinaona no tardó en descubrir la entrada del pasaje Manufacturas, escondido en un portal de la calle Trafalgar. Con el rigor que caracteriza a Carrión, luego fue saltar al archivo, a la búsqueda bibliográfica, con la sorpresa del descubrimiento de que no se había escrito prácticamente nada sobre estos espacios, y que los libros les abrirían paso a las hemerotecas y a los blogs, “los pasajes de esa megalópolis virtual e infinita que llamamos internet”. Lentamente el número de pasajes tomó forma: 400 espacios para el pasajismo o pasajerismo, no hay consenso al respecto. Mientras que poco o nada se había escrito sobre ellos, en sus calles estaba escrita una historia desconocida de Barcelona.
En el libro de Carrión confluyen dos relatos fundamentales: el que lee y traza una nueva historia de Barcelona a través de sus pasajes, pero también el de la reflexión en torno a lo que implica observar la calle, abrir los ojos y atender nuevas e inesperadas realidades. Se trata, sin más, de un ejercicio de hacer confluir el centro y la periferia. Quien se fija en estos espacios para comprender de nuevo una ciudad juega también con refrescar su propia historia, con comprender nuevos sentidos y órdenes a partir de la memoria que se lee en la arquitectura. En Barcelona confluye la ciudad romana del cardo y del ecumenus, pero también el Barrio Gótico y, luego de la demolición de las murallas, lo que fue el barrio Eixample, que sube hasta Vila de Gràcia. Si además le añadimos el catalán y el castellano, tenemos una serie de historias y memorias que se plasman sobre las calles y los acontecimientos que ellas demarcan. El siglo XIX nos enseñó que la historia de las ciudades no se escribe en grandes libros, sino en la memoria de sus calles.
Comprender la ciudad a partir de los pasajes implica tanto una lectura arquitectónica y urbanística como de escenario donde confluyeron personajes emblemáticos de la vida industrial de Barcelona y de la vida artística que caracteriza a la ciudad. Al indagar Carrión cada uno de los pasajes, aparecen narrativas de sus habitantes (entrevista a personas que han vivido durante más de 50 años en pasajes) y personajes de la historia de la ciudad, como aquel que le da el nombre al pasaje Bernardí Martorell, creado en 1848, donde se encontraba la residencia del industrial Bernadino Martorell y Cortada. También se evocan de nuevo olvidados personajes del pasado, como las lavanderas de Horta; impresores de mediados del siglo XIX, como el tipógrafo, editor, impresor y librero Lluis Tasso i Goñalons, que da nombre al pasaje Tasso.
Se trata de una novela sin ficción que se escribe desde el ejercicio del despertar la legibilidad de una ciudad: caminar los pasajes de concreto a la vez que se visitan otros textos sobre otras ciudades, sobre la misma ciudad.
Carrión intercala los capítulos sobre los pasajes con citas textuales de periódicos, novelas, ensayos, para así él mismo dejar la leyenda de lo que implica su propia ciudad pensada. Son alrededor de 130. En las últimas páginas, devela la hipótesis de lectura de los textos que ha consultado en la ciudad: la megalópolis como una “inteligencia colectiva que ha ido creando mundos nuevos y ha logrado representarlos con su propia topografía, que ha ido reciclando la vieja idea de lo sagrado y la ha sabido adaptar a nuevos tiempos, ya no verticales y autoritarios, igualmente turbios y ambiguos, pero democráticos”. Una ciudad se hace legible, en muchos casos, gracias a la literatura que se dedica a ella.
Carrión hace algo verdaderamente sorprendente: en vez de poner en práctica de nuevo los principios de la promenade en ciudades como París o Nueva York, donde ya vive la práctica y donde ya el homenaje se ha realizado, lo utiliza para comprender una ciudad, su ciudad, rescatando textos perdidos. La literatura de viajes, así como la literatura urbana, sirve para abrir los ojos a las experiencias que hemos tenido, o a las que vamos a tener. Cuando Carrión toma este método de aprender un nuevo territorio urbano, lo está haciendo mientras crea una nueva ciudad. Es, por decirlo de alguna manera, aplicar los principios de una tradición para así, como el viajero que vuelve a casa con el secreto adquirido por sus viajes, usarla para sí mismo: crear su propia ciudad. Es tarea de otros lectores descubrir cuál es la ciudad que propone Carrión al organizar los pasajes como los organiza. El lector imagina, no sin peligro, que las ciudades de Carrión son dos, como las de todos los caminantes nocturnos: la de concreto y la del papel. Si con Benjamin imaginamos siempre el libro que no fue gracias al archivo que tenemos, con Carrión imaginamos el vasto archivo que le ayudó a engendrar esta nueva Barcelona nacida de los pasajes.
*Escritor. Profesor de la Universidad de los Andes.