Revista Pijao
El fantasma del rey Leopoldo
El fantasma del rey Leopoldo

Por Michiko Kakutani

The New York Times

El corazón de las tinieblas, de Conrad, se interpreta con frecuencia como una parábola alegórica o freudiana, mientras que a su sanguinario protagonista, Kurtz -el renegado comerciante blanco que vive en las profundidades de la selva congoleña tras una cerca adornada con cabezas reducidas- se le considera un loco nietzscheano o un avatar de la ambición colonial peligrosamente desbocada.

Sin embargo, como deja bien claro este inquietante libro de Adam Hochschild, Kurtz se basaba en diversas figuras históricas. De hecho, insinúa Hochschild, El corazón de las tinieblas ofrece un retrato notablemente “preciso y detallado” del Congo del rey Leopoldo en 1890, exactamente cuando tenía lugar uno de las matanzas masivas más atroces de la historia.

Durante el reinado de terror instituido por Leopoldo II de Bélgica (que dirigió el Estado Libre del Congo entre 1885 y 1908), la población de Congo fue reducida a la mitad: 8 millones de africanos (quizá incluso 10 millones, en opinión de Hochschild) perdieron la vida.

Algunos murieron apaleados por no cumplir las cuotas de producción de marfil y caucho impuestas por los agentes de Leopoldo. Otros fueron explotados hasta la muerte, obligados a trabajar en condiciones de esclavitud. Algunos murieron por las enfermedades que los europeos introdujeron (y difundieron) en Congo. Y otros, por las hambrunas que barrieron la cuenca de Congo después de que el Ejército de Leopoldo asolase los campos, apropiándose de las cosechas para su propio uso.

Aunque buena parte de los materiales utilizados en El fantasma del rey Leopoldo -que ya había sido publicado en España en 2007 por Península- es de segunda mano, Hochschild los ha unido para confeccionar un relato vívido y novelístico que produce en el lector una aguda conciencia de la magnitud del horror perpetrado por Leopoldo y sus secuaces. El libro sitúa sus crímenes en el contexto de la historia europea y africana, al tiempo que subraya la naturaleza peculiarmente moderna de los esfuerzos del rey por darle un “tinte positivo” a sus actos.

Leopoldo produce la impresión de un megalómano de historieta: un rey loco y avaricioso, obsesionado con la idea de gobernar una colonia y decidido a tapar su avaricia con un almibarado parloteo sobre filantropía y derechos humanos. Henry Morton Stanley, el explorador al que Leopoldo contrató como agente, es retratado como un mentiroso crónico que permitió que Leopoldo utilizase su fama para el peor de los fines posibles. Al final convenció a cientos de jefes de la cuenca del Congo de que firmasen el traspaso de sus tierras al rey belga.

El rey Leopoldo, con el manojo de tratados adquiridos por Stanley en la mano, se embarcó en una campaña de presión mundial para obtener el reconocimiento diplomático de su nueva colonia. Lo consiguió enfrentando a una potencia europea contra otra y retratando su colonia como una suerte de protectorado benévolo que aportaría una influencia civilizadora al continente y al mismo tiempo contrarrestaría los planes de los esclavistas árabes de explotar la misma región.

Leopoldo veía el Congo como su dominio personal (no compartía la soberanía con el Gobierno belga) y como una fuente de caucho, marfil y otros recursos que engordaban sus arcas personales. Marchal, investigador belga, calcula que Leopoldo amasó unos 220 millones de francos (1.100 millones de dólares de hoy) procedentes del Congo. Buena parte de ese dinero le sirvió para comprarle a su amante adolescente caros vestidos y villas, y para construir monumentos en honor a sí mismo. El coste de esa riqueza fue el sufrimiento de los congoleños. Según Hochschild, la toma de rehenes y la horripilante amputación de manos (de los cadáveres y de los vivos) formaban parte de la política del Gobierno para aterrorizar.

A medida que el “terror del caucho” se extendía por la selva congoleña, añade Hochschild, se destruían aldeas enteras: centenares de cadáveres se acumulaban en ríos y lagos, mientras se presentaban a los funcionarios blancos cestas de manos amputadas como prueba del número de personas asesinadas.

Hochschild añade el relato sobre el pequeño grupo de disidentes que orquestó la resistencia contra el régimen de Leopoldo. Entre ellos se estaban George Washington Williams, un periodista negro estadounidense que registró la espeluznante situación del Congo en una carta abierta al rey Leopoldo; o Roger Casement, un irlandés que trabajaba en el servicio consular británico y que envió a su país un torrente de mensajes condenando atrocidades concretas y el modo en que se manejaba la colonia.

Los esfuerzos de estos y otros hombres ayudaron a que aumentase la presión internacional sobre Leopoldo, que en 1908 entregó el Congo -lo vendió, de hecho- al Gobierno belga.

Leopoldo intentó asegurarse de que sus crímenes nunca entrasen en los libros de historia. Poco después de la entrega de la colonia, escribe Hochschild, los hornos cercanos al palacio de Leopoldo estuvieron ocho días encendidos, “convirtiendo en cenizas y humo la mayor parte de los documentos estatales sobre Congo”. “Les daré mi Congo”, se cuenta que dijo el rey, “pero no tienen derecho a saber lo que hice allí”.

Con este libro, Hochschild, al igual que otros historiadores antes que él, se asegura de que el rey Leopoldo no se ha salido con la suya en el esfuerzo de borrar el recuerdo de sus brutales actos.

Traducción de José Luis Gil Aristu. Malpaso. Barcelona, 2017. 528 páginas.


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