Por Laura Galarza
Página 12 (Ar)
A primera vista, ese hombre formal y tímido que baja del ascensor del hotel oculto tras una taza de café, no podría haber escrito semejantes cuentos: un tipo bromea mientras el otro le apunta a la cabeza; dos chicos juegan en una casa abandonada hasta que uno termina abusado; el novio da marcha atrás y pisa al perro de su novia; otra novia se atrinchera como prueba de amor a su novio paranoico. También, en El cielo de los animales, hay peces minúsculos que se meten por las orejas y el ano, y otros tan grandes que se alimentan de niños. Lo cierto, es que ese hombre que baja del ascensor, tuvo una infancia dura y pobre. Su padre era cocinero en New York hasta que a sus siete años debieron mudarse por trabajo a Georgia. Allí, ese hombre, conoció gente “corrompida por el dolor y la vida dura” y tuvo miedo a la muerte durante los sermones en la iglesia bautista.
Si bien David James Poissant viene del mítico sur norteamericano, semillero de grandes cuentistas, siempre fue un hombre común para quien ser escritor era una mera abstracción, “Decía que quería ser escritor pero no hacía nada. Hasta que en el verano de 2003 mi mujer se fue a estudiar a otro estado y me quedé solo en casa sin nada que hacer. Decidí ver si realmente podía y escribí una novela. Una novela muy mala que no voy a publicar. Escribí todos los días. Cuando me di cuenta de que podía escribir durante ochenta días cuatro horas diarias y seguía encantado a pesar de que lo que hacía no era bueno, supe que tenía resistencia. Porque en la escritura el talento es una parte. Hay escritores que no trabajan duro”, dirá una vez acomodado en el sillón.
Pero él lo hizo. Durante diez años escribió sin parar cuentos de todo tipo: realistas y no tanto, de pocas páginas o divididos en capítulos. Hasta que su agente lo llamó para anunciarle que la prestigiosa Simon & Schuster iba a publicarlo. “Es un cliché decir que recuerdo el día como si fuera ayer, pero así es. No lloré de la manera en que pensé lo haría, pero empecé a temblar de manera incontrolable. Hacía muchos años que venía trabajando y parecía imposible que el sueño se hubiera hecho realidad”, contó.
Poissant tampoco podía imaginar el alto impacto que tendría en la escena literaria norteamericana y que su libro saldría al mundo. Viene de estar en Francia, Italia, Suiza, y ahora estuvo en Argentina, como uno de los invitados de mayor convocatoria del FILBA. “Nunca había viajado. Es duro estar lejos de mi mujer y mis hijas, gemelas de cuatro años. Pero lo que más disfruto es conocer a los lectores. Cuando uno escribe no sabe si será leído; y darte cuenta efectivamente, que hay gente que leyó tu libro, me hace sentir muy bien”. Lo cierto es que aquí, El cielo de los animales (editado por Edhasa a fines de 2015) circuló boca a boca entre libreros y lectores; y como resultado ya va por la tercera edición, algo destacable para un primer libro de cuentos de autor desconocido.
El proceso de escritura del libro abarcó diez años. ¿Cómo fue ese proceso entendiendo que se puede cambiar –como persona y en el modo de escribir– a lo largo de esos años?
–Las historias evolucionaron con el tiempo. Espero que el libro se lea como una sola pieza, pero yo puedo diferenciar perfectamente qué historias escribí en cada momento. Las más largas como “La amputada”, “Nudistas”, “El Cielo de los animales”, fueron más difíciles y las escribí más tarde, no por la longitud sino por algo en relación a la complejidad de los personajes. No creo que hubiera podido escribir esas historias en 2005.
Lo decís con seguridad. ¿Por qué creés que es así?
– ¿Miedo? Cuando empiezo una historia no sé a dónde voy a ir ni qué tan lejos voy a llegar. El hecho de que las historias vayan más lejos y ahora esté por entregar una novela, tiene que ver con que logro meterme más profundamente en la cabeza de los personajes, excavé todo su pasado y entendí cómo piensan y sienten.
En casi todas tus historias ocurre algo sorprendente. Por empezar, esos dos hombres del primer cuento subiendo un lagarto a la camioneta. Son giros decisivos en las historias. ¿Eso es una estrategia narrativa? ¿Creés que en un cuento debe haber algo de eso?
–No será crucial para todos los escritores, pero lo es para mí. En el caso del lagarto, solo sabía que estos dos tipos iban a ir a la casa. Una vez allí no sabía qué hacer. Pensé: se roban la tele y la meten en la camioneta. Pero lo borré porque no hay nada emocionante en robarse una tele. Y pensé, qué podían llevarse que fuese gracioso o interesante. Y surgió: ¿Qué pasa si hay un lagarto gigante en el patio? Como lector disfruto las novelas rusas, incluso las lentas o en las que no pasa nada. Nicholson Baker es mi autor americano favorito, pero las historias que me interesa contar tienden a ser dramáticas. Doy a leer a mis alumnos que están por graduarse, Los anillos de Saturno, de Sebald, y se tiran de los pelos: “No pasa nada en este libro, no lo descifro, no lo entiendo”. A mí me encanta. Es difícil amar un libro y enseñar, y que no sea amado por tus estudiantes.
De todas maneras, más allá de lo sorprendente, tus cuentos todo el tiempo remiten a los vínculos, padre –hijo, esposo– esposa, amigos. ¿Por qué para vos es necesario que la literatura de cuenta de los vínculos?
–Creo que los vínculos son importantes en literatura y en la vida. En América invertimos tiempo hablando sobre identidad, la gente anda preguntándose quién es. Es ridículo pensar que vas a descubrir quién sos fuera de las relaciones con otros. Es real que en el mundo existen eremitas, pero vos sos tus relaciones.
Estudiaste con Barry Hannah, un autor de culto pero de poca circulación aquí, admirado por grandes escritores como Philip Roth o Tobias Wolff ¿Cómo llegaste a él?
–Durante el verano en Estados Unidos hay unas conferencias para escritores muy famosas, Sewanee, en la Universidad del Sur. Cuando Tennessee Williams falleció, donó todo su dinero a esta conferencia para que los jóvenes pudiesen ir al sur, a estudiar con escritores famosos. La primera vez que fui, estaba Barry Hannah, compartía la clase con doce estudiantes. Él estaba muy medicado, con un cáncer terminal y sabía que iba a morir pronto. Había unos estudiantes haciendo un documental sobre él y su estadía allí. Así que él sobreactuaba un poco a Barry Hannah. Representaba todos sus personajes raros.
¿Y qué te enseñó que resultó fundamental?
–Aprendí la importancia del conflicto en un relato. En un momento de la clase, él le habló a alguien, visiblemente enojado porque la historia no tenía un conflicto. Estaba frustrado. Miró hacia el aula y dijo: “Tiene que haber conflicto en las historias. ¿Cómo sería la historia del jardín de Edén si Adán y Eva no tuvieran un conflicto? Sería simplemente gente desnuda acariciando leones”. Y dejó caer su birome. Creo que su gran debilidad como maestro es lo que llamamos en América “estética estrecha”: sabía lo que quería para su ficción, pero no hacía lugar a lo diferente. Y además, era especialmente duro con las mujeres. Una vez le gritó a una estudiante que ella tenía que ser como Cormac McCarthy. McCarthy es un escritor grandioso, pero el trabajo de esa chica no tenía nada que ver con él. En vez de encontrar un ejemplo que le sirviera a ella, trataba de convertirla en lo que no era. Varias personas terminaban llorando en sus clases.
Has declarado ser un lector voraz para quien la lectura ha sido la mejor escuela. En ese sentido ¿qué te dio el paso por la academia?
–Tuve tres educaciones. La primera fue leer todo lo que podía, todo el tiempo que podía. La segunda, fue empezar a trabajar en una pequeña revista de Atlanta, Chattahoochee Review. Yo debía leer los cuentos que llegaban con la intención de ser publicados. Leí cuentos grandiosos y otros malos. Aprendí más de los malos, porque cuando descubrís por qué no funcionan, volvés sobre tu propio trabajo y ves en tus escritos los mismos errores. Te leés como editor, en vez de como escritor que ama sus propias historias. Y en tercer lugar, quería ir a la Universidad de Arizona porque ahí estudió David Foster Wallace, soy su fan, sobre todo de La broma infinita. Pero al llegar descubrí que no solo a él no le había gustado estar ahí, sino que a ninguno de los profesores les gustaba Wallace. Pero resultó una buena experiencia.
Esos errores que encontrabas en aquellos malos cuentos, ¿cuáles eran habitualmente?
–Las historias podían empezar bien o en el medio funcionar. Pero los finales eran chatos. Por lo menos esa es mi cuestión favorita: nunca mandaría un cuento hasta no sentir que el final atrapa al lector, lo golpea y emociona. Algunos escritores piensan que es un truco y prefieren el final chato. No es mi caso. Nací cerca del hogar de Flannery O´Connor, ella no tiene miedo a los finales dramáticos.
¿Tenés algún cuento preferido de O´Connor?
–“La vida que salvas podría ser la tuya”. Es tan triste. ¡Esa mujer! Encima el tipo se lleva a su hija y la abandona en medio de la nada. Ella es débil mental, no tiene forma de comunicarse y está clavada ahí. Lo que tienen las historias de O´Connor es que tiene ese sentido de justicia divina; a los personajes le pasan cosas terribles pero tenés la sensación de que casi lo merecen. Aunque en este caso es complicado, esa mujer es inocente pero debe enfrentarse con ese tipo, esa clase de rata que el mundo ha creado.
¿Qué otros autores favoritos podrías mencionar?
–El gran Gatsby de Scott Fitzgerald es mi favorita. Durante mi crecimiento dedicaba poco tiempo a leer, con esta novela hice el click y empecé a leer literatura. También, Virginia Woolf, La Señora Dalloway y Al Faro. Pero mi gran amor es la historia breve. Aprendí todo sobre el armado de historias leyendo a Carver.
Leí que estás escribiendo una novela a partir del cuento “La geometría de la desesperación”, la pareja a la que se le muere un bebé, ahora pasados 30 años. ¿Por qué escribir una novela si tu gran amor son los cuentos?
–Tengo otro libro de cuentos terminado. Mi agente trató de venderlo en América y los editores, que fueron varios, se la pasaban diciendo, “lo amamos”, pero no lo publicaban porque “los cuentos cortos no venden bien”. Entonces mi agente dijo que la única manera era escribir una novela que acompañe. Así que empecé a escribir con la única y cínica razón de vender mis cuentos. Una vez que había escrito cien páginas ya me había enamorado de los personajes y quise seguir contando sus historias. Está claro que no lo hice por razones artísticas.