Revista Pijao
El autor como chivo expiatorio
El autor como chivo expiatorio

Por Carlos Pardo  Foto Isabel Inclán (AFP)

Babelia (Es)

Es constante en la obra de Mario Bellatin (México, 1960) el protagonismo de las víctimas sacrificiales, las que fundan nuestro sentido de lo sagrado. Así, por ejemplo, en Salón de belleza (1994), libro esencial en la literatura en castellano del último cuarto de siglo ahora reeditado por Alfaguara, el narrador acoge a los enfermos de una misteriosa peste en su recién inaugurado salón, convertido en “moridero”. En Perros héroes (2003), quien relata su agónica relación con el mundo es un parapléjico postrado en la cama; otros tantos extraños y relegados aparecen en Damas chinas (2006) y Disecado (2011). Y si ésta es una marca de la casa, otra podría ser que al propio Bellatin le guste aparecer en sus libros como personaje, a veces secundario, tensando las ambigüedades de eso que llamamos autor. Por ejemplo en El gran vidrio (2007), subtitulado Tres autobiografías, también en la crónica clínica de Los fantasmas del masajista (2009) y en El libro uruguayo de los muertos (2013), un extremado ejercicio de desdoblamientos.

Con este repaso a una obra de más de 40 títulos solo quiero señalar dos cuestiones. La primera, que Bellatin rompe las expectativas de los mecanismos de ficción más sólidos en los que se sostiene nuestro canon literario: casi nunca con teorías abstractas, sino con la digresión disonante, subvirtiendo los géneros mientras los modula con gracia. La segunda cuestión es que todo lo dicho también vale para Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver. No es su obra más original. Y es que quizá la originalidad extremada se ha convertido en una constante de su estilo, algo previsible.

Carta sobre los ciegos… se define dentro del Moroa Monogatari, tradición japonesa de relatos contados por un discapacitado. Aquí los protagonistas son “un par de hermanos, ciegos y sordos, abandonados por nuestros padres y recluidos en un pabellón clandestino de la Colonia de Alienados Etchepare, donde recibimos un curso de escritura impartido por un maestro que se dice escritor”, en palabras de la narradora. Es decir, con ayuda de un ordenador colgado al cuello, una ciega y sorda parcial relata a su hermano lo que sucede en un sanatorio mental durante una clase de escritura creativa impartida por un escritor mediocre. Este maestro es manco (como Bellatin) y tiene un morboso y humorístico gusto por desviar el tema.

A diferencia de otros textos más elípticos de Bellatin, Carta sobre los ciegos… se sostiene en el flujo de conciencia de una narradora a lo Beckett, a veces con las previsibles costuras de este tipo de textos que abusan de la repetición de motivos temáticos con finalidades rítmicas. Estos motivos son la historia de unos perros salvajes que rodean el sanatorio, un barco a la deriva que ficcionaliza la relación incestuosa de los hermanos, el asesinato de perros decretado por Mahoma y la salvación de Lailajilalá, de nuevo una figura sacrificial. Todo ello sumado a las ya mencionadas digresiones del maestro de escritura que señalan la pertinencia de la poética de la propia novela.

Pero ¿estamos ante un nuevo experimento autobiográfico, la historia de Bellatin narrada por una ciega parcialmente sorda a su hermano sordo y ciego? Sería vano identificar al personaje del maestro con el autor; o quizá no vano, pero sí frustrante, pues el hallazgo principal de esta Carta va más allá del tópico metapoético: la relación que se origina en la novela entre los hermanos y el profesor es la nexo entre el autor y lo creado, con la fortuna de que es la obra la que asigna al autor su entidad ficticia, su cárcel de palabras.

Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver toma su título y vuelo de uno de los textos más conocidos de Diderot. El impulsor de la Enciclopedia imaginó a un filósofo ciego y sordo que percibiera el mundo con las puntas de los dedos. Esto le sirvió para sospechar del predominio de una razón cartesiana, autosuficiente, y de un orden moral fundado en el sentido de la vista. También Bellatin parece preguntarse, ¿es fiable una narradora ciega y parcialmente sorda?, ¿vale su mundo deficientemente objetivo lo que el nuestro? “Sé que eres consciente de que incluso invento temas, diálogos que nunca se han llevado a cabo”, le escribe ésta a su hermano, y remata: “El asunto es que no te sientas fuera del mundo”. ¿Dónde queda, pues, la veracidad? Podría contestar a esto el propio Diderot en su Jacques, el fatalista: “¿Y qué más da con tal de que tú hables y yo escuche? ¿No son estos los únicos puntos importantes?”.

Bellatin profesa una fe en la imaginación creadora de realidades y en su estructura dialógica, inacabada. Pensemos en su obra como un gran salón de espejos colocados en lugares insólitos: unos deforman y otros devuelven un reflejo revelador y aséptico. Las imágenes se cruzan y, en el centro del salón, una sola figura registra y se multiplica hasta el absurdo: es el propio Bellatin o, mejor dicho, un personaje de ficción que se sacrifica en cuanto empieza a construirse como relato.

Autor: Mario Bellatin.

Editorial: Alfaguara (2017).

Formato: tapa blanda (96 páginas).


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