Revista Pijao
Delirios en la Costa Azul
Delirios en la Costa Azul

Por Francisco Solano   Foto AFP / GETTY

El País (Es)

Tras El pensionado de Neuwelke (Planeta, 2013), que obtuvo una discreta recepción, el nombre de José C. Vales (Zamora, 1965) adquirió relevancia con el Premio Nadal de 2015 concedido a su segunda novela, Cabaret Biarritz, que llevaba el subtítulo Los pecados estivales y en su momento calificamos de “magnífico artefacto literario”.

Celeste 65 trae también ese subtítulo con un 2 añadido; de manera que, al parecer, ambas forman parte de un plan de largo aliento. La Biarritz del verano de 1925 da paso aquí a la Niza de 1965, y lo que allí era mezquindad, necedad y lujo se prolonga en esta novela sin el aparataje de una investigación criminal, pero con enmarañadas tramas de conspiración, donde no faltan asuntos criminales para sustentar el elegante desasosiego de Linton Blint, un entomólogo apasionado de las pulgas.

Complaciente narrador de su propia vida medrosa y disipada, Linton Blint exhibe un reflexivo atolondramiento que parodia los dramas románticos donde nadie, ni siquiera él, es quien dice ser y todo se resuelve “con un giro estúpido del destino y una sucesión de absurdas anagnórisis”. No descubro nada al revelar estos embozos y la conciencia que de sí tiene la novela. En la narrativa de Vales, el apego a la tradición literaria, en su caso la novela inglesa del XIX, activada de glamur francés, se propone como admiración y simulacro, avivadas con la valiosa artesanía de una prosa precisa y risueña de filólogo feliz.

Y esta es, como sucedía en Cabaret Biarritz, su característica más poderosa, un estilo inflamado de ingeniosas y sardónicas recurrencias sobre las múltiples coacciones en que consiste la vida, desde un matrimonio humillante hasta la negligente residencia en un ostentoso hotel de la Costa Azul, con sus huéspedes de la más alta nobleza y prestigiosas actrices del momento. Por estas páginas desfila la notoriedad de la princesa de Mónaco Grace Kelly y la sibilante Brigitte Bardot junto a camareros alambicados y camareras lésbicas, militares de gran bigote, damas con guardaespaldas, asquerosos y detestados periodistas, espías de organizaciones de dudosa eficacia, mucha sospecha sobre lo que cada uno representa, y la Celeste del título, una muchacha enigmática y desconsiderada que facilita al narrador la inspiración para armar una novela como un puzle que, según se va componiendo, se ve que a la cohesión de sus piezas la rige el caos y la ansiedad. Algo que resulta inevitable en un narrador muy indulgente con sus desvíos en jocosos capítulos que simulan el tratado entomológico y el cálculo astronómico, al que todos han vaticinado que nunca llegará a nada, y él mismo se compadece, con sombría coquetería, de su “incompetencia intrínseca”, su “debilidad mental”, su “incapacidad intelectual” y su “inoperancia social”.

La creación de un narrador que, mientras da cuenta de su insolvencia para vivir, se presta a documentar la autoridad y el prestigio ajeno, maravillándose de su posición marginal y a la vez participando turbiamente en los encantos que se le ponen a mano, produce una mirada distorsionadora, compasiva con nuestra humana condición, donde, más que una invitación a la risa, el humor es una oposición a las restricciones tanto de la realidad como de la propia novela. Son tantos los sucesos que aquí se mencionan, artísticos o históricos, que la novela discurre como un compendio delirante del clima social de 1965. Un año intrincado de canciones y chismorrerías que el pobre Linton Blint no estará seguro de haber vivido, pero que lo puede contar gracias a lo que su psiquiatra llama “imaginación desiderativa”, un modo de decir que las mejores vivencias pertenecen a la ficción. Celeste 65, como las buenas novelas, reclama el placer de una segunda lectura.


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