Revista Pijao
Del átomo y del cosmos
Del átomo y del cosmos

Por Mauricio Sáenz

Revista Arcadia

Al comenzar el siglo XX Europa pasaba por una engañosa estabilidad. Los últimos ochenta años habían sido más bien pacíficos, y salvo algunos sobresaltos, los imperios parecían inmortales. La civilización, más eurocentrista que nunca, avanzaba en medio de adelantos técnicos que hacían soñar. Pero era una calma chicha.

En efecto, justo desde una oficina de patentes, una institución impensable poco tiempo atrás, un joven físico se preparaba para pasar a la historia. Si en lo político pronto una guerra inexplicable destruiría el orden mundial decimonónico, desde su despacho Albert Einstein rompería las certezas de la física newtoniana y con su revolución abriría el camino al mundo que hoy vivimos.

Einstein había aceptado ser inspector de patentes en Berna tras fracasar en conseguir un puesto de profesor universitario por su fama de rebelde. Y como terminaba sus labores diarias en un par de horas, aprovechaba para garabatear las ecuaciones que le condujeron a formular, en 1905, la teoría especial de la relatividad. Con ella, y con la general, que completó en 1915, ese suabo nacido en 1876 en una familia judía no practicante se convertiría en el físico teórico más importante del siglo XX. Y en una figura de fama mundial que congregaba multitudes y cuyas opiniones aparecían en las primeras planas. Algo que hoy resultaría inimaginable para alguien destacado solo por su intelecto.

Como narra Walter Isaacson en su biografía, Einstein mostró muy pronto su talante. Como él mismo contaría después, tenía 5 años cuando su padre le regaló una brújula, y al entender que la aguja se movía por un campo magnético invisible se puso pálido, pues “detrás de las cosas tenía que haber algo profundamente oculto”. Einstein jamás abandonaría ni la curiosidad infantil ni las teorías de campos para describir la naturaleza.

Lea aquí el primer capítulo de la obra.

Isaacson emprende en su biografía la tarea titánica, pero indispensable, de describir en detalle los procesos, los experimentos mentales y las discusiones con sus pares que condujeron a Einstein a formular sus teorías. Navegar esos capítulos plantea el desafío intelectual de entender, o al menos intuir el funcionamiento de esa mente privilegiada.

Era claro que el joven estaba marcado por el genio, pero no era suficiente. Su personalidad rebelde y su aproximación a la física, más filosófica y hasta artística que matemática, resultaron claves. Ya a los 16 años, cuando viajó a estudiar en el Politécnico de Zúrich, había renunciado a la nacionalidad alemana en protesta por el militarismo del imperio. Y en 1903 se había casado, contra la voluntad de sus padres, con Milena Maric, una física serbia algo mayor que él. Su vida amorosa, que incluyó dos matrimonios y uno que otro affaire, no parece corresponder con su estereotipo. Incluso Isaacson revela que en 1941, ya viudo de su segunda esposa, Einstein tuvo un romance con una supuesta espía rusa, Margarita Konenkova. Y el FBI, que le seguía los pasos por su fama de socialista, nunca se enteró.

El genio pasó a ser una estrella pop a partir de 1919, cuando la relatividad general quedó comprobada empíricamente. Pero aunque dedicó el resto de su vida a buscar una teoría del campo unificado que explicara el universo, jamás volvió a hacer una contribución tan significativa. Incluso se convirtió en un crítico de la mecánica cuántica, a la que sus logros habían dado lugar, sin llegar nunca a desvirtuarla.

Einstein emigró a Estados Unidos en 1933, tras el ascenso de Hitler, atraído por las ofertas académicas del país al que ya no abandonaría. Y murió en 1955 en su casita de Princeton, desde donde opinaba de lo divino y lo humano, sin haber dejado nunca su sueño de un gobierno mundial que enterrara los nacionalismos. Arrepentido, eso sí, de haber propiciado el desarrollo de la bomba atómica.


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