Revista Pijao
Cuando el vino era negro azulado
Cuando el vino era negro azulado

Por Alberto Manguel

El País (Es)

Cierta noche de invierno, Robert Louis Stevenson tuvo una pesadilla en la que vio aterrado una gran mancha parda que le inspiró, años después, El Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Conocedor de las vastas estepas de Arabia, T. E. Lawrence llamó al desierto “lo blanco”. Para García Lorca, misteriosamente, el verde encarnaba el deseo. Paul Éluard dijo que la Tierra era “azul como una naranja” (intuición confirmada por los primeros astronautas). Rimbaud atribuyó colores a las vocales y prometió que un día revelaría “sus orígenes secretos”. Los colores existen para nosotros a veces como presencias absolutas y a veces como atributos. Sin embargo, no todos acordamos en la definición de lo que comúnmente llamamos “color”.

En 1810, en Farbenlehre, su voluminoso tratado sobre los colores, Johann Wolfgang von Goethe se hizo esta pregunta: “Un vestido rojo ¿sigue siendo rojo cuando nadie lo mira?”. Coincidiendo con la opinión de su contemporáneo el obispo George Berkeley, Goethe respondió que no. El ojo humano capta un reflejo de la luz cuya longitud de onda varía de superficie en superficie, y el cerebro convierte esa onda en algo que llamamos “color” y cuyo significado cambia de época en época y de cultura en cultura. “Más que la naturaleza, el pigmento, el ojo o el cerebro”, declara Michel Pastoureau en su libro más reciente, Los colores de nuestros recuerdos, “es la sociedad quien ‘hace’ el color, quien le otorga definición y sentido, quien declina sus códigos y sus valores, quien organiza sus prácticas y determina sus aportaciones”.

Pastoureau, autor entre muchos otros títulos de Azul: historia de un color, Breve historia de los colores y un Diccionario de los colores, aborda en este último trabajo cromático el concepto social de tal encarnación del esse est percipi berkleiano. Aprendemos así que en la mayoría de las culturas africanas, hasta muy recientemente, lo esencial no era saber si un color era amarillo o azul, sino si era seco o húmedo, liso o rugoso, tierno o duro, sordo o sonoro. En Occidente, desde el periodo neolítico hasta la Alta Edad Media, el blanco, el rojo y el negro fueron los principales colores en los vocabularios ideológicos y simbólicos; es decir, aclara Pastoureau, “el blanco y sus contrarios”. Recordemos que, en el ajedrez por ejemplo, el rojo, no el negro, fue a sus comienzos el contrario del blanco. A lo largo de los siglos este número se duplicó, y a la tríada primitiva se agregaron el verde, el amarillo y el azul, que siguen siendo los colores que la gente nombra primero en las encuestas. Los que vienen después —el naranja, el rosa, el violeta, el marrón, el gris— son considerados de segundo rango. “¿Y después?”, pregunta Pastoureau. “Después ya no hay nada, o al menos no colores de verdad, susceptibles de aislar y categorizar, sólo tonalidades y tonalidades de tonalidades”.

Los tres colores que Pastoureau llama “primarios” y los secundarios definen (al menos para los occidentales) todas las cosas de nuestro mundo: las uvas verdes de la zorra de Esopo, la manzana roja que envenena a Blancanieves, el mar color vino de los griegos (cuyo vino era negro azulado), el blanco sol y la amarilla luna de Borges. Quizás por eso nuestros recuerdos corresponden a ciertos colores, y una tonalidad determinada puede despertar en nuestra memoria la imagen de un evento olvidado, un rostro del pasado, un lugar que ya no existe. Los colores de nuestros recuerdos son la cartografía colorida y personal de Pastoureau trazada en un estilo elegante y ameno, hábilmente traducida al castellano por Laura Salas Rodríguez.

Es casi siempre fascinante cuando un investigador académico abandona por un momento el discurso formal y pasa a la primera persona. El tono de confesión, de intimidad de un gran conocedor de un cierto tema abre en el texto académico lo que Barthes llamaba “esos resquicios por los que la ropa bosteza”. Pastoureau, quien se autodefine como “hipersensible cromático”, nos revela por qué asocia el surrealismo con el color amarillo (porque André Breton, amigo de su padre, llevaba puesto un chaleco amarillo cada vez que venía a cenar) y a De Gaulle con el color rojo (porque creía haber leído en Me acuerdo, de Georges Perec, que el general tenía un hermano pelirrojo). Estos dos recuerdos, Pastoureau comprobó más tarde, eran falsos, pero gracias a lo que los psicólogos llaman “persistencia de la memoria” sus asociaciones entre los personajes y los colores persisten aún hoy.

No todos sus recuerdos asociados a colores son erróneos. Es cierta la asociación de las rayas blancas y azules con el Jardín de Luxemburgo, donde un guardia paranoico amenazó al niño Pastoureau con la cárcel; también el azul “casi marino” de una americana asociado a la vergüenza que sintió el adolescente Pastoureau en cierta fiesta de casamiento; también el rojo de los pantalones de una compañera de escuela que el joven Pastoureau asoció para siempre con sentimientos de transgresión y de peligro. Los recuerdos coloridos del historiador conciernen a su infancia y su juventud, la política y la gastronomía, las artes y las letras, la medicina y la filosofía. Hay personas para quienes el mundo se compone de sonidos o de sabores. El mundo de Pastoureau está hecho de colores que, rescatados del olvido, acaban componiendo una autobiografía cromática de enorme encanto y erudición.

Los colores de nuestros recuerdos. Michel Pastoureau. Traducción de Laura Salas Rodríguez. Periférica, 2017. 264 páginas.


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