Por Luciana de Mello
Página 12 (Ar)
Empecemos por el final, pide Saccomanno. Se refiere al final de su último libro, Antonio, esa larga conversación con el amigo, con el compañero de oficio que también fue, a su modo, un hermano mayor. Antonio es un diálogo que avanza en reflexiones y recuerdos mientras traza un recorrido que va del retrato al autoretrato, de la evocación al diario, del ars poética a la confesión. Y el final, ese por el que hay que comenzar, es un dibujo que hizo Saccomanno titulado “nuez ballena” y que funciona como una síntesis impecable de lo que se acaba de leer: frente al lenguaje escrito, el dibujo es la metáfora, es el juego en el que el silencio hace su entrada desmontando la noción de linealidad que centra el sentido en el contenido. El capítulo 11 del Tao Te King advierte: “Treinta radios convergen en el centro de una rueda, pero es su vacío lo que hace útil al carro” en ese sentido, la nuez y la ballena no solo van directo al nervio de la literatura de Dal Masetto y de Saccomanno, sino que el dibujo como fin, abre el texto a otra posibilidad. Porque Antonio puede leerse como un tratado sobre las formas del silencio en una charla entre amigos, en la escritura, el silencio como piedra fundamental del sentido, como potencia, como pregunta, el silencio del que puede surgir un resplandor. Tal vez la muerte finalmente también sea eso, un silencio que se abre como posibilidad frente a la vida y en el que más tarde o más temprano necesitaremos sentarnos en posición de lectura, para volver a entender lo que somos, lo que fuimos, lo que quedó en la superficie, su rizoma bajo tierra. La escritura en Antonio es más que nunca ese gesto: todos los radios disparados hacia un centro, atravesando el vacío.
“Yo dibujo bastante en Gesell. Me pasé unos años dibujando caracoles porque vi que su forma encerraba algo. Después me di cuenta que esa cosa de encierro tenía un poder simbólico, que el caracol es propicio no sólo para escuchar el sonido del mar. Cuando empecé a escribir este libro se me ocurrió dibujar nueces a partir de una idea de Antonio que está enunciada en una de las novelas de Agatha: Quien no ha visto un nogal no ha visto nunca un árbol. Siento que la nuez encierra algo. Si uno la rastrea, en términos simbólicos y arquetípicos tiene diferentes interpretaciones: se la toma como afrodisíaca, como alimento de las brujas, como vitalizadora. Cuando digo que empecé a escuchar la voz de Antonio es que empecé a tener un diálogo con él, una conversación muy íntima y muy privada sobre qué cosas nos habían quedado”.
El comienzo de Antonio Saccomanno lo ubica en la voz. Empezó a escucharlo al poco tiempo de su muerte, cuando de pronto se encontraba hablándole sobre los temas que los convocaban. El 2 de noviembre de 2015, cuando Antonio murió, él estaba inmovilizado por problemas de columna: “Yo no pude ir al velorio ni acompañarlo a su entierro, y todo quedó ahí”, dice Saccomanno y hace una pausa. Todo ahí, donde “todo” es la amistad en la escritura, y “ahí” es la voz que por momentos se bifurca y hacia el final del libro se hace una. Entonces Guillermo entendió que la despedida estaba siendo una continuación de esas charlas, en el último tiempo solo telefónicas, cuando Antonio lo llamaba para saber cómo había andado la escritura de la semana. Cada domingo al atardecer -al anochecer, diría Antonio, y este triángulo sobre percepción, luz y variación será también motivo de reflexión en el libro- la preocupación del amigo sobre la escritura del otro siempre apuntaba a algo más, como en esas épocas en las que no escribir significaba que se estaba bebiendo demasiado y había que cuidarse las espaldas. La voz atravesando el tiempo de la escritura, el tiempo de la vida y “ahí” también está lo que queda: los libros escritos y su conjugación con la propia experiencia: “No pueden arreglarse en la literatura las cuestiones no resueltas en la vida”, escribe Cheever en sus diarios y entonces Guillermo le agradecerá siempre aquella vez que Antonio, con esa manera sutil de clavar una afirmación dando lugar a la duda, le preguntó si estaba seguro de publicar la novela sobre el padre. Todo quedó ahí, dice Saccomanno, y se refiere también a la novela póstuma de Antonio, ese último mail que recibió de su amigo para que leyera el último capítulo a revisar. Entonces se dio cuenta de que tenía que empezar a anotar a mano, y en sus libretones de hoja lisa, algo que estaba siendo otro modo de duelo y despedida. “El libro fue avanzando, llegó a tener ciento cincuenta páginas, incorporé textos que tenía sobre la angustia, sobre la poesía, un montón de temas, de modo tal que en un momento me dije que tenía que volver al comienzo. Iba y volvía. Hasta que Paula Pérez Alonso me dijo: ‘¿Y Pavese? Me parece que hay más Pavese en Antonio’. Empecé a rastrear más a Pavese y el libro se comenzó a definir como otra cosa: está la voz de Vittorini y la voz de Pavese. Y está la voz de la literatura norteamericana a través de ellos. También hay algo que me ayudó mucho, que es un texto que yo fatigué (para usar un término borgeano) en el taller que es Escribir de Marguerite Duras. Es un texto confesional y, al mismo tiempo, una reflexión sobre la escritura. Y me daba cuenta que la conversación con Antonio estaba ligada a mis intereses literarios de los últimos tiempos. Estaba escribiendo un libro casi exclusivamente sobre poesía, o sobre los alemanes y nórdicos del frío, sobre los rusos. Me di cuenta que Antonio contenía todo esto y que contenía a Ungaretti también. Es la poesía del silencio. Pensemos la poesía en relación con la filosofía y con el pensamiento religioso. Es aquello que la palabra poética tiene y dispone como mecanismo: ese poder revelador de provocarte un insight que no lo tiene la palabra narrativa. A lo mejor este planteo es sartreano. La palabra narrativa es más utilitaria. No digo que no haya una poética en la prosa, pero el texto que yo estaba trabajando con Antonio tenía que ver con esto del silencio. El silencio era parte del diálogo con él, Antonio era un tipo que introducía silencios en las conversaciones, no era locuaz. Tenía ese silencio que, si querés pensarlo sin idealizar, es el de los campesinos que hablan poco, que no tienen mucho para hablar pero lo poco que tienen que decir, lo dicen en lo fundamental, hablan lo necesario. En este punto iría a Loos, el arquitecto teórico de Viena, que decía que el ornamento de la decoración es homicida. Y acá hay algo de eso, Antonio prescinde de todo ornamento. Hay una novela, La culpa, que es un texto sobre el silencio. A Antonio se lo identifica mucho con la novela de la madre, pero en su literatura hay más que esas novelas. Ya en Demasiado cerca desaparece como en su última época, él trabaja unos textos casi fantásticos, sobre lo alegórico, historias que se disparan hacia el lugar del absurdo, y me pregunto si esto tendrá que ver con la relación que él tuvo con Gombrowicz, aunque Antonio de esto no hablaba demasiado. Conmigo compartía otros fervores, compartía Conrad. Y hay algo que me llama mucho la atención con Conrad: es un polaco que escribe en inglés y él es un tano que se adueña de la Argentina. En él existe un mecanismo de apropiación de la lengua: un tipo que es tan callado y que tiene un lenguaje tan trabajado, porque el laconismo del tano es muy elaborado”.
“Uno se da cuenta que no sabe del otro más que eso que el otro dejó en uno” anota Saccomanno hacia el final de Antonio. Y en esa anotación cabe también el espejo del camino geográfico inverso que hizo cada uno de ellos –Antonio fue del pueblo a la ciudad y Guillermo dejó el Bajo para resguardarse en Gesell– Sin embargo, en uno persistirá el nogal y en el otro la ballena. El ojo se calibra con las obsesiones propias y justo en ese punto se hace imperioso recurrir a la mirada del otro para encontrar los matices, un probable ángulo de la luz donde reflejarnos. Hay en Antonio entonces una morosidad, un registro más delicado en tonos que ahora se imprime en Saccomanno al hablar con el amigo. Ya en Un maestro, Saccomanno hace un trabajo con la voz del Nano Balbo, su amigo, y la transforma en la de un narrador que le queda cerca en tono y en historia. La voz y la luz como formas de crear y retener la memoria. Aparece en Antonio la escena de Monet intentando pintar los estados de la luz, y con él el tema las variaciones.
¿Cuál sería ese delgado límite entre variación y repetición? ¿Hay un miedo a repetirse?
–Uno da vueltas y termina atrapado por aquello de lo que huye. Las variaciones son maneras de no repetir y en un momento te das cuenta que estás silbando la misma melodía. Tal vez ese es el encanto de este menester. Pensemos en las partitas de Bach, en sus Suites. Pensemos en Bach. Y en Van Gogh: todos los cuadros de Van Gogh son la misma pintura, todos sus dibujos son el mismo dibujo. Uno trabaja sobre esa matriz.
¿Cuáles son tus temas y tus variaciones?
–Me atrevo a decir que por ahí anda la culpa. y por ahí anda Dostoievski. Mirá, el último año me dediqué a leer a Wittgenstein, de ahí fui a dar con Trakl. Después fui a leer a Pizarnik, por los diarios. De Wittgenstein leo el Tractatus como si fuera un diario, como si fuera poesía. Cuando él dona su fortuna y deja su herencia protege a dos poetas: Uno es Rilke y el otro es Georg Trakl. Trakl va a la guerra como farmacéutico y le toca, en la batalla de Grodek, atender a cien heridos en una noche, con lo cual termina pirado y se suicida. Wittgenstein también va a la guerra y en las trincheras escribe el Tractatus en un cuadernito, y quiere conocer a Trakl, que es el tipo a quien le está haciendo la donación. Cuando llega, se entera que Trakl se había suicidado el día anterior. Y Trakl deja un poema que es Grodek. Bien ¿cuál era el escritor predilecto de Wittgenstein? Dostoievski. ¿Cuál era el escritor predilecto de Trakl? Dostoievski. Trakl se deprime en un momento, se angustia mucho cuando para comprar falopa necesita vender las obras completas de Dostoievski. Leyendo los diarios de Pizarnik, veo que ella en un momento lee a Dostoievski y se le va al carajo el bello estilo. Ella venía de leer a Reverdie, a Bonnefoy y dice: ‘No hay más bello estilo. Yo pasé por todos los estados de ánimo del hombre del subsuelo’. Lee una y otra vez El hombre del subsuelo y lee también El idiota y se siente como Myshkin. En Las aventuras perdidas, Pizarnik pone el epígrafe de Georg Trakl. Entonces este mapa está, subterráneo, en Antonio. ¿Qué es lo que estoy buscando por ahí? Lo mismo que busco al leer a los presocráticos, y lo que espero que esté en Antonio: algo del misterio que la poesía le puede dar a uno para nombrar el misterio, eso que uno no sabe cómo nombrar, que lo pone a uno en estado de catástrofe y de zozobra. Si uno no se pone en situación de incomodidad y el texto que vos leés no te incomoda ¿para qué carajo escribo? Ahora, esos son textos y escrituras que provienen de la necesidad. Creo que en los últimos años me he prohibido –o me cuesta cada vez más– escribir ficción. Cada vez más me siento como expulsado de la ficción. Yo no siento que al leer Dostoievski esté leyendo ficción. Cuando leo filosofía, leo a Wittgenstein como si fuera poesía, cosa que a él no le hubiera desagradado, porque en sus últimos escritos contradice la primera obra y lo que plantea es que de aquello de lo que no se sabe es mejor callar. ¿Y qué es de lo que no se puede hablar? ¿Dios? ¿Qué es lo innombrable? ¿Qué es lo innombrable de Beckett? Entonces, estas preguntas están en la poesía. La filosofía intenta explicarlas. Las novelas raramente bordean esto. Tal vez El sonido y la furia de Faulkner puede hablar de esto. Son pocos los escritores que han dado con esto, el resto es cháchara. Por eso me cuesta cada vez más leer novelas, no puedo, bostezo.
Escribir al otro, escribirse a uno mismo. En este libro te permitís el registro confesional más que en ningún otro. Al igual que en la escritura del diario ¿hasta qué punto interviene ahí la idea del futuro lector, la construcción de la propia imagen de escritor?
–Yo no pensé en el lector. Pensé mucho en qué pensaría Antonio de este texto, porque si el libro de Vittorini se llama Conversación en Sicilia, este debería llamarse Conversación en el Bajo o Conversación en Villa Gesel. En invierno me iba a caminar a una barraca de surfistas que está como abandonada en esa época del año y ahí escribía. Y me preguntaba qué hubiera dicho Antonio al ver el mar, por ejemplo. Entonces, en esa pregunta tenía que buscar a Pavese. Así que ahí iba a la poesía de Pavese en Los mares del sur y podía entrar en la respuesta de Antonio. Era un diálogo sumamente literario pero también existencial. Eran las preguntas que nos hacíamos. Hay allí dos temas recurrentes: uno es el escabio, que no lo tengo superado porque cada tanto me tranco y no me preocupa decirlo. Hemingway decía que el alcohol ha causado más víctimas entre los escritores que las guerras y yo creo que es cierto. Nosotros nos cuidábamos para no chupar, no se puede escribir chupado, por eso escribo a la mañana. El otro tema son los hijos. Ya no si uno será leído, conozco hijos de escritores que se resisten a leer a sus padres. No está bien ni mal, los hijos te quieren como padre, no como escritor o campeón de box. Además, este oficio, laburo o absurdo que es escribir te captura de tal manera que te absorbe, te requiere todo el tiempo. Entonces buscás a tu hijo, el día que te toca verlo, y estás pensando en lo que vas a escribir dentro de un rato, no le estás dando bola al pibe. Y ahí estás en el lugar de la falta. Ser padre no es la situación más linda para un escritor, ni para nadie. Ser padre no es lindo. El que se imagina que ser padre es una maravilla es un tarado que en vez de un hijo tuvo una reproducción de sí mismo, que quiere ver si le salió parecido o no, cuando no se da cuenta que el pibe tiene otras necesidades y que va a estar en el lugar del reclamo. Vos vas a estar siempre en el lugar de la falta hagas lo que hagas. Uno le ha quitado tiempo a las parejas, a las convivencias, y a los hijos.
¿Valió la pena?
–No sé. Yo no me siento justificado. Yo creo que es tan absurdo como aquellos que dijeron: “Voy a ser escritor y no voy a tener hijos” A lo mejor se perdieron algo muy importante.
¿En función de la escritura?
–En función de la escritura, si. Se perdieron el dolor. No saben lo que es sufrir por otro. Porque no es lo mismo sufrir por una pareja o por un padre que sufrir por un hijo. Ese dolor no lo van a tener más. Ahí es donde entra Soriano y donde Antonio entra como sabio de la tribu. Hay un momento en el que estamos en un bar Fresán, Forn y yo, que somos los más jóvenes, y le marcamos a Osvaldo cómo él se había puesto a escribir sobre su padre solo una vez que él mismo fue padre, y después sobre la historia argentina. Hoy me preguntaban por radio si Antonio había sido para mí un padre o un maestro. Creo que ni lo uno ni lo otro. Para mí fue como mi hermano mayor.
¿También en la literatura?
–Sí, pero no en términos de registro. No es que yo me pego a él cuando escribo, no creo que mi prosa se parezca a la de él, mis búsquedas son totalmente diferentes.
Pero siempre en lo diferente hay deseo. Hay en este escrito una nostalgia de Antonio. De hecho, Antonio se transforma en el otro.
–Donde Antonio se me constituye como modelo, es como un modelo existencial, en la manera en que se escribe en la vida, no en el papel. Uno en la vida se escribe pretendiendo o aspirando a una cierta honestidad, a una cierta dignidad, a no perdonarse una. Esto es en términos de propósito, la premisa socrática “Conócete a ti mismo”. Ahora, ¿qué hace uno con ese saber? No sé. Si a otros escritores les pasa esto, no sé ni me interesa. Esto le pasaba a Antonio, esto me pasa a mí.
Aparecen en Antonio los otros amigos escritores. ¿Fue una marca de época andar en esa especie de tribu en la que se compartía el oficio?
–No constituíamos un grupo literario porque cada uno tenía una poética diferente. La poética de Briante era muy marcada y diferente a la de Soriano, a la de Antonio. Fresán muy diferente a Forn, yo muy diferente a Fresán, y así. Después hay amistades que permanecen, otras que no. Fue una marca de época, sí. Pero no utilizaría la palabra tribu, tal vez hablaría de vecindad. En ese momento las fuerzas oscuras de la dictadura no se habían retirado del todo, todavía estaban las sombras del Proceso dando vueltas en la calle. Pero había también una especie de plétora, del juntarse, que tenía que ver con la recuperación de la libertad, con la recuperación de la calle y por eso los bares. Y por otro lado, era una zona que no es la del bar La Paz, era la zona del Bajo. Miguel decía siempre que nosotros “del Bajo vamos al bar La Paz y nos llevamos las minas”. En parte era cierto, porque esto tenía una cosa que era la toma del centro. Cuando yo llegué a los quince años a trabajar de cadete al Bajo, conocí la Plaza San Martín, vi la Torre de los Ingleses, el puerto, el Big Ben y me dije “Yo quiero vivir acá” y no paré hasta que tuve un bulo en el Bajo. Hay un marcar el terreno que tiene que ver también con esa frase de Antonio que da vueltas todo el tiempo, la del territorio a conquistar. Yo creo que esto es lo que nos pasó. Yo vengo de un barrio, de Mataderos, no vengo del campo, y Antonio sí del interior, y esto me unía a él, que tenía un costado como de exilado, de extranjero. Lo mismo Osvaldo y Miguel. Eso que dice Pavese, que una literatura con nervio es casi siempre una literatura provinciana. En ese momento creo que había una cuestión de cofradía, del “¿Qué necesitás?” Un día, que con Miguel nos agarramos un pedo terrible y yo tenía que hacer algo con mi viejo, él vio que me pasaba algo. Entonces metió la mano en el bolsillo, sacó un montón de guita y me dijo: “¡Mirá, hoy cobré! ¿Necesitás guita?” Yo le decía que no, pero él insistía. Esos son gestos que valen una literatura.
Antonio Guillermo Saccomanno Seix Barral 117 páginas