Revista Pijao
El hombre que duerme a mi lado, de Santiago Loza
El hombre que duerme a mi lado, de Santiago Loza

Por José María Brindisi

La Nación (Ar)

No hay duda de que Santiago Loza (Córdoba, 1971), dramaturgo y cineasta de prolífico y fértil recorrido -entre otras, dirigió las películas Extraño, Rosa Patria y La invención de la carne, y escribió obras teatrales como Nada del amor me produce envidia, Matar cansa o El mal de la montaña-, encontró en esta novela una voz personal, acaso el motor o imán protagónico del texto, mucho más allá del mérito obvio de darle vida con solidez, en primera persona, a una intérprete femenina.

Nelly, la narradora principal de El hombre que duerme a mi lado, es un volcán en constante erupción, una voz que posee una fuerza implosiva capaz de sostener la acción desde la intensa amenaza que representa esa ferocidad apagada. ¿Hasta dónde es posible, se pregunta el lector, que ese odio no estalle, que no asome a la superficie?

La mayoría de los capítulos están narrados por Nelly, la madre que se muda a la Capital para vivir con su hijo a partir de ciertos achaques imprecisos pero propios de la edad. El hijo, Mauro, vive con Daniel, su pareja desde hace un tiempo, alguien que deslumbra a Nelly y que no sólo la atiende, sino que la complace en todos sus caprichos. A los ojos de Nelly, Daniel es la antítesis de Mauro, "el carcelero disfrazado de hijo" al que nunca pudo acercarse, una relación en la que cualquier gesto de afecto es signo de incomodidad. Nelly tiene poco y nada para hacer, excepto quejarse para sí misma de las desgracias que le han tocado en suerte, y en las horas de trabajo de Mauro entabla con Daniel un vínculo que de tan blanco se vuelve vacío y en sí mismo amenazante, como si esa nada fuese un inadvertido campo minado. Es notable, a propósito de los soliloquios internos de Nelly, cómo Loza instala lo siniestro progresivamente, sin abandonar jamás un registro que incluye notas humorísticas a cada paso y que en ese desplazamiento o vaivén descubre su principal singularidad.

El relato de Nelly se entrelaza con escenas de diálogo -a veces menos efectivas, otras algo costumbristas- y con los indispensables capítulos en los que Mauro, tiempo después, se entrevista con un psicólogo y habla de la relación con Daniel en pasado, lo que actúa como un eficaz anzuelo. Sin embargo, la promesa central del texto deriva de la voz de Nelly, el arma que utiliza Loza para ir desplegando la trama, es decir, la conexión entre presente y pasado que en la mente de esa mujer enferma -mucho más allá de su fragilidad corporal- es cada vez más confusa y violenta. Nelly dialoga con la muerte a cada momento, y la vida entera no es para ella más que un cúmulo de amenazas. En rigor, parece instalada en el lugar de la derrota. Desde allí despotrica contra casi todo, hace cuentas, pasa facturas, y así también recuerda ciertos hechos de su vida con amargura. La mayor parte de esos tragos insalubres atraviesa la relación con Mauro, y cuando se cuela algún atisbo de felicidad nunca llega solo. "Por suerte apareció Daniel y mi nene se inclinó para el mismo sexo y la vida se puso de lo más tranquila", rememora, y esa tranquilidad, aunque nada la aburra más que su hijo, sólo deriva de la falta de competencia que sí hubiese implicado la presencia de una nuera. Si en algún momento piensa en Mauro con un sentimiento que se parezca al amor, es sólo a través de la culpa: acaba de imaginarlo muerto, y de verse viviendo plácidamente con Daniel por el resto de sus días.

Aunque al final el argumento se torne algo pirotécnico -la novela venía reclamando un giro, de todos modos-, El hombre que duerme a mi lado funciona en esencia a partir de la tensión entre la historia y el lenguaje, y dentro de éste de la cadencia inconstante, sincopada, que Loza elige para transmitir con habilidad los devaneos de una conciencia que ya no puede consigo misma.

El hombre que duerme a mi lado

Por Santiago Loza

Tusquets. 176 págs.


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