Revista Pijao
Con el libro en la mano
Con el libro en la mano

Por María Moreno

Página 12 (Ar)

Cita de lecturas de Sylvia Molloy tiene el tamaño portable del libro infantil sólo que las imágenes son verbales y que en su contenido incluye o denuncia las escenas prohibidas que en la infancia  robamos de los libros para adultos. Es difícil definir esas pequeñas piezas perfectas, de una condensación admirable, donde la imaginación autobiográfica de Molloy se sintetiza sin resumirse y logra, con un mínimo de figuras, un máximo de resonancia. Tienen de la miniatura no solo la forma exigua sino el arte de conservar lo amenazado de desaparecer, por ejemplo esas frases cristalizadas y vetustas de la lengua oral que Molloy suele esconder en cada uno de sus textos –“a la que te criaste”, “no es santo de mi devoción”– como si fueran lo que, en traducción político-carcelaria se llama caramelos; serían caramelos literarios a ocultar de los guardias de la literatura con mayúscula, que finge admitir en sus archivos lo considerado menor pero luego de haberlo domesticado y ordenado de acuerdo a caprichosos valores.

Citas de lectura se puede poner en serie con otros libros de Molloy: Varia Imaginación, Desarticulaciones y Entre lenguas que aunque deliciosamente autónomos, parecen ordenarse y potenciarse a través de él donde se pormenoriza lo que podía llamarse la vida de la lectura y que recorre toda la serie, sus avatares, sus comienzos, sus lagunas. ¿Siempre se comienza a leer fingiendo leer? ¿Por qué los libros infantiles suelen ser tan crueles como Memorias de un asno de la condesa de Ségur? ¿Será que en la vida de la lectura crecer es pasar del sadismo –o del masoquismo– al voyeurismo?

¿Por qué luego de recordar vivamente una frase o una escena de un libro vamos a la biblioteca y no encontramos, o el libro o la frase en el libro, como si con nuestro deseo los hubiéramos secuestrado? ¿Antes de amar leer, amamos a un lector, una lectora? En la página 17 de Citas de lectura, Molloy escribe que amó leer por amor a quien le dio de leer –una  profesora de francés– y que al principio leyó como su amor leía (“Imitaba impúdicamente sus preferencias. Así a Corneille prefería Racine, a Balzac prefería Flaubert, y a Gide prefería Proust”... y casi, como una ilustración de esa afirmación de que los enamorados hablan siempre lenguas diferentes,  ese amor significó un pase del español y el inglés al francés.

En Cita de lecturas hay dos maestros –Sarmiento y Borges–pero es el que jamás conoció personalmente aquel con quien se identifica la autora y despierta su primera imagen del lector con el libro en la mano: “el ‘traductor’ de las minas de Copiapó, el jactancioso que lee a los apurones y cita mal, el apropiador–por no decir plagiario–de vidas otras, se volvió uno de mis guías”.

Molloy lee, es decir escribe qué lee y cómo lee, deslizándose entre cuatro verbos: “saber”, “citar”, “recordar” y “traducir”. Se puede citar con el cuerpo como la narradora de Varia Imaginación que se descubre repitiendo  involuntariamente  un gesto de su madre: doblar el mantelito que se tiene delante en dirección al plato dos o tres veces  o cuando esa misma madre personaje, viuda, al despedirse de la casa familiar para mudarse a un departamento, apoya la mano en el vano de una puerta y desliza los dedos por un picaporte, repitiendo (citando) un gesto de Greta Garbo en Reina Cristina. 

Se puede saber leer pero no saber de ciertos libros y aprender traduciendo ida y vuelta entre el francés y el español como cuando un director de tesis conminó a Molloy  a escribir sobre la recepción de la literatura hispanoamericana en Francia de la que entonces, escribe, sabía muy poco.

Se puede, sin poder recordar, ni leer, saber traducir. Como lo hace ML en Desarticulaciones, entonces le traduce al médico el informe de su cuidadora –del español al inglés– acerca de un mareo propio del que tiene una total laguna. 

Para pasar una frontera hay que saber traducir no de la lengua que se habla a la que se habla en el país al que se llega, sino traducirse: al llegar al aeropuerto, en EEUU, un aduanero sospecha intenciones subversivas a la vista de un ejemplar de Tristes trópicos con la imagen de un indio en la tapa y la mención de la Unión Soviética en el copy right pero ante un pisapapeles con mariposas que Molloy le muestra, le permite pasar la frontera traducida al realismo mágico.

Del mismo modo Victoria Ocampo para seducir a Virginia Woolf utilizó el envío de unas mariposas, en su caso clavadas en el interior de una caja, para traducirse a una gauchesca donde los duelos de pulpería se harían bajo coloridos y múltiples vuelos.

Se puede traducir el silencio de quien ya no puede recordar como lo hace la narradora de Desarticulaciones: “Pienso a veces cuando la visito que ella tenía un nombre para mí, también secreto, que dejó para siempre de usar cuando yo puse fin a la relación. Pienso a veces que en algún lugar de esa memoria agujereada debe estar ese nombre, y así como decimos Pablo cuando queremos decir Pedro, algún día se le escape. Nunca ha ocurrido, ni posiblemente ocurra, la censura provocada por el despecho acaso sea la última en irse, junto con las buenas maneras”.

Es decir que improvisa un diagnóstico neurológico sorprendente al preferir pensar que el nombre íntimo se ha preservado del olvido que la enfermedad impone trágicamente día a día. Y al preservar ese despecho preserva en ML su propio recuerdo y la garantía de que ML recuerde que fue “ella” quien puso fin a la relación y no al revés. ¿para qué sirve la literatura sino para coquetear, vengar, contarse de otra manera?

Hay una escena de Citas de lectura en donde “recordar”, “traducir”, “citar” y “saber” se funden. En su penúltima pieza, titulada Citas de la memoria, Molloy, luego de declarar que las citas pueden  no ser verbales, escribe que en su novela En breve cárcel, en su anécdota, ha traducido el desencuentro entre Madame Arnoux y Frédéric de La educación sentimental (el deseo antes imperioso del joven sucumbe ante el paso del tiempo y sus huellas en la otrora perturbadora Madame Arnoux)

“Por qué me atraía la tristeza del desencuentro; el pelo blanco parcamente melodramático. Anclaba el episodio con particular eficacia. Y sin duda la usé también para otros fines: para ejercer yo misma una pequeña venganza personal a través de la literatura. Después de tantos años de impotencia, mi narradora logra hacer desaparecer a Vera de su vida y de su relato: una Vera disminuida, que ya no tiene la capacidad de herirla –de herirme– y que me permite abrir las puertas de la escritura”.

Tal vez parece una confesión pero más que una confesión, es un grito insurgente contra la crítica actual y su catálogo denegatorio de cualquier semejanza entre el yo de la experiencia y el yo del texto, entre el yo autobiográfico y el yo de la ficción, etc, etc, etc, mantras que tal vez la crítica psicoanalítica sepa desplazar con la fórmula con que  Octave Mannoni sintetiza la creencia: “ya lo sé pero…  aún así”. “Ya lo sé: es una autoficción pero…  aún así, es mi vida”. Que pacto de lectura ni pacto de lectura. Ese “herirme” es la gran broma casi final de Molloy o del personaje llamado Molloy: hay que atender siempre a lo penúltimo, ahí se suele esconder el tesoro y no en el final.


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