Por Carolina Vegas
Revista Arcadia
Pilar Quintana habla con pasión, y aunque lleva varios años lejos de su Cali natal, conserva el acento. Sus palabras las acompaña con una mirada de ojos oscuros, grandes y redondos. Unos ojos que parecen no perderse nada de lo que pasa a su alrededor. Salvador, su hijo de 2 años, heredó esa mirada. Y mientras el pequeño le pide a su padre, el también escritor Eduardo Otálora, que le ponga Peppa Pig, ella se sienta a la cabecera de la mesa del comedor, agarra su nueva novela entre las manos, como sosteniendo a un recién nacido, con delicadeza, con amor, y comienza a contar cómo se gestó.
La perra es una historia que tiene lugar en la selva del Pacífico colombiano en donde vive Damaris, una mujer humilde y negra que cuida la casa de recreo de una familia rica. A punto de cumplir 40 años ha desistido en sus esfuerzos por tener un hijo y un día decide adoptar a una cachorrita de apenas días de nacida, cuya madre apareció muerta en la playa. Debe alimentarla con una jeringa y leche de fórmula, y es así que se crea un vínculo casi maternal con el animal que se convierte en el motor de esta historia. La relación con Rogelio, su esposo, es tensa por cuenta de la infertilidad, que la ha llevado a alejarse de él. La soledad y el abandono en una selva enorme, inclemente y miedosa, trazan de principio a fin la atmósfera de la cuarta novela de Quintana.
Ella misma vivió durante nueve años en esa selva, en una casa construida con sus propias manos sobre un acantilado cerca de Juanchaco. Es hasta ahora, años después de regresar a Bogotá, que se siente capaz de usar esa experiencia como referencia para su escritura y como lugar para la ficción. “Necesité salirme de la selva para verla en toda su dimensión y poder escribir de ella –dice–. Traté de hacerla lo más realista posible. Alguien alguna vez me dijo: ‘Si usted vivió en esa selva, usted puede vivir en cualquier lugar del mundo’. Porque esa selva es de los lugares más terribles del planeta. He vivido en la selva del Amazonas, y es un cuento de hadas al lado de la selva del Pacífico. Y dicen que hay unas africanas que son mucho peores que las del Pacífico, entonces no me las quiero ni imaginar”.
La selva puede tragar y desaparecer a cualquiera en un par de días. Los cadáveres quedan reducidos a huesos y pedazos de pelo en cuestión de horas, pues los gusanos, los gallinazos y demás alimañas que habitan esa naturaleza hermosa y violenta se encargan de ellos con empeño. Después de ser testigo, a los pocos meses de llegar a vivir allá, de cómo un animal era reducido a casi nada en dos días, nació en Pilar el germen de esta historia. “Es una historia negra, es la historia de un crimen, porque en la selva se puede cometer el crimen perfecto. Pero entonces estuve muchos años, por lo menos doce, pensando cómo contarla”.
La escaleta surgió durante el embarazo de Pilar. En los meses de gestación de Salvador fue creciendo la trama de Damaris: “Ahora estaba a punto de cumplir cuarenta, la edad en que las mujeres se secan, como le había oído decir una vez a su tío Eliécer” (La perra, página 25). Esta frase en la historia contradice la realidad de su autora. Ella se declara la muestra fehaciente de que eso no es cierto, pues su hijo nació cuando ella tenía 42. Pero fue precisamente esa experiencia, la maternidad, la que también marcó esta obra, tanto en su contenido como en su proceso de creación. “Esta novela se escribió en el celular, mientras mi hijo tomaba teta y dormía”, cuenta Pilar. Como otras escritoras, en especial Alice Munro, quien escribía sus cuentos mientras sus hijas hacían la siesta, Pilar logró encontrar la forma de crear y criar. A pesar de que suene extraña la idea de escribir una novela en un celular, ella está acostumbrada a que su literatura no nazca en un computador. “Para mí siempre ha sido importante la forma. Todas mis otras novelas y cuentos fueron escritos a mano. Por lo menos ya me modernicé y uso un aparato electrónico”, se burla la también autora de Coleccionistas de polvos raros y Caperucita se come al lobo. “Siento que necesito incomodidad para escribir porque creo que soy muy rápida. Pero la escritura merece y tiene que ser lenta, tiene que ser pensada. Entonces a mano tenía que pensar más lentamente. Lo mismo con el teléfono”. Así como tiene claro esto, con los años, y gracias a los talleres de escritura creativa que dicta, también ha descubierto que su ficción nace de la realidad, de las cosas que ve, oye y vive. Que, en sus propias palabras, ella no se inventa nada.
“Escribí varios cuentos en este periodo de posparto. Este era un cuento”, dice. Pero el cuento creció y cobró vida en 108 páginas en las que ella no solo da luces sobre una región olvidada por el país y la literatura nacional, sino que lo narra desde los ojos de una mujer y sus vivencias, miedos y violencias. La novela se desarrolla también desde la carencia; una pobreza que Pilar llegó a experimentar cuando decidió irse a vivir a Juanchaco. “Allá viví con austeridad. No nací pobre, como Damaris, ni soy negra, pero mi mejor amiga de allá sí. Es una mujer que hizo hasta segundo de primaria y ahora se dedica a cuidar la casa de una gente de la ciudad. Y ella era igual a mí, éramos lo mismo. No había ni condescendencia, ni simpleza”. Lo hermoso del personaje, lo que lo hace especial dentro de nuestras letras, tan blancas y masculinas la mayoría, es que en efecto va mucho más allá de ser una mujer humilde. Damaris es una persona compleja, real, que desea, y que no siempre es buena; una mujer que se esfuerza al extremo por lograr el afecto de los demás y así compensar el abandono del que ha sido víctima desde su infancia. Encontrar la esencia de ese personaje, y descubrir que era a través de ella que debía contar la historia, fue lo que le tomó a Pilar más de una década.
Mientras la escritora estuvo en la selva vivió la presión de que todos en la zona le recomendaran brebajes, hierbas y bebedizos para ayudar a aumentar su fertilidad, pues no era usual ver a una mujer en sus treintas que no estuviera buscando un embarazo. Ella entonces ni siquiera pensaba en el tema. Es más, estaba convencida de que no quería ser madre. Por esa época sus amigas en la ciudad también estaban teniendo hijos, o luchando para poder tenerlos. El tema la rodeaba. El personaje de Damaris se inspiró también en una mujer del Pacífico que “era absolutamente hermosa. Tenía 45 años y yo no sé si me inventé esto o si era verdad, pero siempre veía que era muy triste, que tenía una mirada muy triste”. Aquella mujer no tenía hijos, sacaba a pasear a sus sobrinas. Era señalada por todos en la comunidad y su historia se consideraba una tragedia.
Así como la maternidad, en contraposición a la desacralización de la figura de la madre, cruza las páginas de esta historia la pregunta acerca del lugar que les damos en nuestra vida a los animales, a las mascotas. “No es lo mismo una mascota que un hijo, pero hay mucha gente que dice que sí y que los trata como sus bebés”, asegura. A esa relación se le une la realidad de un medio ambiente hostil y peligroso no solo para los humanos, sino para todos los animales. “Creo que este libro lo escribí también para trabajar el duelo de lo que fue tener mascotas allá, de lo duro que fue para mí”, dice Pilar. La realidad de una zona en donde es casi imposible encontrar servicios veterinarios para esterilizar a los perros y gatos que conviven con las personas, y en donde la solución que ven varios a la sobrepoblación canina y felina es lanzar a las crías al mar, pone en entredicho muchas ideas que tienen quienes viven en las ciudades y pueden acceder a todo tipo de servicios, spas y comidas especiales para sus compañeros de cuatro patas. Así mismo, son estos animales los que en la soledad y el aislamiento de la selva se convierten en una compañía querida y apreciada. “Mi exmarido se enfermó y tuvo que irse tres meses. Estuve sola en mi casa. No hablaba con nadie. Claro, hablaba con mi gata y con mi perra –recuerda ella–. El pueblo, aunque es cerquita, es absolutamente aislado. O sea, yo podía gritar, mi casa se podía incendiar y nadie me hubiera oído”.
Quintana asegura que su experiencia en la selva fue tan fuerte e importante que durará el resto de su vida procesándola. Pero tiene claro que la gran enseñanza que le dejó es que no necesita huir de todo. “Yo hui mucho. Me fui de Cali, me fui al Pacífico, pero la realidad es que el trauma está donde uno esté. El trauma no se queda en el lugar, está acá adentro –dice señalándose el centro del pecho–. Lo llevo en la maleta a donde quiera que vaya. Entonces para mí la selva fue eso, aprendí que no necesito huir. Que puedo estar bien acá”.
También tiene claro que la maternidad ha cambiado la manera como percibe el mundo. “Fui muy sexista, muy machista. Había algo que yo no quería ver y es que sí había desigualdad. Pero ahora, quizás desde que soy madre, me volví absolutamente feminista”, asegura. En especial le molesta que la ficción escrita por mujeres sea tratada muchas veces como un subgénero. “Sigo en la lucha por no dejarme encasillar. Nosotras las escritoras no hacemos literatura femenina, hacemos literatura”. Estas últimas palabras las dice con firmeza mientras Salvador hace maromas sobre su regazo y toma teta. Porque en la casa de Pilar y Eduardo el oficio de la escritura y el de la crianza corren juntos por su inmensa sala comedor y tienen voz de niño juguetón y alegre.
*Periodista y escritora. Autora del libro Un amor líquido (Grijalbo, 2016).