Sergio Quesada había pensado revivir la noche en que le llegó la noticia de que el mundo valía la pena. Estaba amortajado, dócil, con una mirada grande que se impresionaba cada día de los insectos que le comían la grasa del hígado y el polvo que había sido de su piel.
La noticia fue un milagro. Desde la tumba, cóncava y negra, oyó el susurro de la juventud que vivía el albor cinco metros sobre su cadáver. Lo había presenciado todo: desde un matrimonio que grababa la inscripción de un epitafio porque el V.I.H. los estaba persiguiendo con furia, hasta la extravagante rutina de un anciano que escondía en algún lugar del camposanto una traducción de las Vidas Paralelas. Cuando fue octubre y sonaron las campanas de la iglesia, a Sergio Quesada le pareció que el incienso de la misa olía dulzón.
Entonces advirtió que el humo era hierba, y que los chicos eran los que prendían sus moños para golpear las tumbas, esparcir cenizas y llorar a moco tendido.
Ese día Sergio Quesada anheló todo, menos estar con vida. Se quitó la tierra de la nariz y se dedicó a morir como un buen cristiano.
Con el tiempo aprendió a tolerar el olor de la descomposición y de la marihuana. Empezó a disfrutar, fetichista, las cosquillas en las orejas, pues se le había olvidado queaquella sensación tierna era obra de juiciosas hormigas cuyo trabajo comprometido le había devorado la epidermis y la córnea. Cuando se le durmieron los miembros y ya no le quedó ni voz para rezar por su alma, tan abnegada en vida a la oración y la penitencia, Sergio Quesada supo que el último órgano en sedarse era la lengua, así que tarareaba las canciones que en vida había aprendido forzosamente. Primero, por un efecto de la nostalgia, pensó en los temas dedicados bajo las caricias del anís y las orquestas de cigarrales; pronto olvidó la letra de los discos que estimaba insospechadamente y mezcló su melodía con un vals secreto. Gastó de tal manera la memoria en estas piezas, que un día sintió el cuerpo vibrar. Notó que el baile le constipaba los tendones. Se aburrió de tararear en la mente.
Por exceso de tiempo memorizó versos difuntos. Recitó en silencio a León de Greiff a ver si por fin entendía sus glamurosos juegos retóricos, mas solo fue capaz de recordar, con perdón de Dios, estas temblorosas líneas:
“Mis ojos vagabundos,
mis ojos infecundos...:
no han visto el mar mis ojos,
no he visto el mar! "
Ya que Sergio Quesada no había sido devoto en vida a nada ni nadie. Ni siquiera había soportado la poesía. Más bien, la había oído a las malas y se había resistido a ella incluso luego de ser testigo de largas tertulias pasionales de tabaco y brea. Muy joven seinclinó por los linderos de la Ingeniería Industrial, y, arrepentido de la carrera, enseguida se marchó del país y se puso a estudiar finanzas hasta que olvidó el propósito real de las cosas.
Mientras el aire onusto se le recostaba sobre el pecho como plúmbeo carcamán, pensó desde las catacumbas lo que había sido de su vida. Repasó aburrido aquellos viajes mudos por España. Aprendió a deplorar con el riñón el católico pragmatismo de las frases invernales, la parquedad del acento, el elogio a la facilidad, e ignoró (y sobre esto no se arrepentía) el miserable barrio Lavapiés, el barrio de los negros, las calles amplias y otoñales del Prado, el barrio de los ricos, la taquicardia de las gentes cuando admiraban, con desgarro, el Guernica.
Entonces los recuerdos le parecieron objetos inútiles cuyo único sitio podía ser un cuartico de San Alejo. Dejó de recordar. Pensó en dormir. Debía dormir eternamente. Para Sergio Quesada el insomnio había dejado de ser un asunto de virtuosos y se había vuelto en el peor vicio de su metafísica. Al cumplir ochenta y cuatro años nada lo había emocionado en vida. Y podía ser, sospechaba bajo tierra, que la última grandeza acogida por su corazón inerme hubiera sido el nacimiento de su nietecita Ela: la ojinegra más misteriosa que el mundo le había presentado.
Diríase que fue un intercambio divino: el mismo año que Sergio partió del mundo terreno, la niña cayó en él como un rayo lanzado por la cigüeña. La vio en una ocasión, cuando la partera la recibió en la casona que el mismo Sergio le había heredado a sus hijos.
Examinó el cuerpo de su nieta con la sangre aún seca, tendió sus manos diminutas. Se impresionó de que la vida fresca fuera tan arrugada como la vejez. Le presagió en secreto un mundo críptico de astronomías, geociencias e inscripciones ptolemaicas, pensando que la Divina Providencia le concedería más tiempo en la Tierra para compartir sus gustos culposos con la bebé, y por esto también se decidió a llamarla Ela, porque su conocimiento del griegoera pobre y se acordaba de que aquella isla lejana donde antaño se había casado empezaba por esas letras.
Abajo, mirando el oscurísimo verdor de su cielo, Sergio Quesada hizo un mohín cuando trajo a la memoria los ojos que solo había visto una vez. Al morir nomás había pensado en la nieta. Ni siquiera la mujer con la que se había casado llegó a provocarle al moribundo Sergio amor rabioso o enjuto encono tras exhalar el último suspiro y entrar en el sueño eterno.
Era verdad. Cuando estuvo encerrado en la hosquedad del Cementerio, detalles como la historia de amor con su esposa empezaron a ser datos menores. O bien cambiaba el orden de los acontecimientos y creía que había conocido a María Magdalena en los desiertos de la tatacoa, cuando lo cierto es que se habían enamorado en una calle de Tallers, por allá en Barcelona. De pronto Sergio romantizaba todo. Se imaginaba las cosas que nunca habían pasado: una conversación de café con leche, el juego de la bolirrana, el bailecito, el merengue…, y seguramente imaginó la explosiva mezcla del tequila y el chisme patilargo hasta verse a sí mismo compartir lecho bajo un cielo apocalíptico de memoria y soledad.
Después de la medianoche los perros dejaron de ladrar y solo el ruido de un motor endiablado visitaba de vez en cuando el motel de los enamorados. La madrugada espléndida bastó para que decidieran casarse. María Magdalena, la que lo había invitado a una cerveza en un bar catalán, la que le había preguntado por su vida invariable, la que se había consternado escuchando a una criatura como lo era Sergio, gris y tediosa, le pareció un acto humanitario llevárselo a la cama y hacerse su compañera para que al menos el sexo le devolviera la esperanza en la vida. Pero ni siquiera eso ayudó. Aburrido, Sergio Quesada no se llegó a enterar nunca de que la edad era un grito de júbilo, un canto arrancado de unapoteósico tenor, una dulce voz que iba apagándose con los años hasta cerrarse para siempre con la fuerza aplastante del cajón fúnebre.
Se casaron un año después en Santorini, bajo el celaje de las islas volcánicas. Criaron juntos a sus hijos. Andaban de ciudad en ciudad, de Europa en América, de negocios en paseos casi siempre impulsados por María Magdalena y pagados por Sergio, porque ninguno de los dos quería hijos apáticos ni mucho menos escorias sociales; al contrario: los querían vivaces, jóvenes sempiternos, aventureros hijos del mundo, y se los repetían “No pueden vivir tan poco para llenar de oro los bolsillos de muchos, miren que la Tierra es bien inmensa para pretender llamarse especialistas de algo”. En medio de estos recuerdos alterados, Sergio Quesada fue presa de violentos dolores de cabeza y su memoria empezó a trastabillar gravemente, así que cuando la migraña alcanzó su punto más intenso, se vio obligado a no usar más la memoria porque aquel ejercicio dolía como el carajo. Una raíz lechosa, que se hundía en el sustrato y el abono de Sergio, estaba atravesando su cráneo de sien a sien. Cayó en la cuenta de que había olvidado el nombre de su propia descendencia.
Olvidaba. Y el olvido lo trasnochaba, pues también perdía las nociones del tiempo y el espacio. No se resistía a la muerte —no podía— ni tampoco la nostalgia le reanimaba el espíritu. Si hubiera estado vivo, quizás hasta se habría alegrado del insomnio, él que había presumido tantas veces delante de sus hijos y esposa las pocas horas que había dormido a causa de la incesante productividad, pero Sergio ahora solamente podía añorar una cosa en ese frío insoportable, y ahí estaba cada vez más irreconocible, sin cartílagos, sin tendones, equipado únicamente con un alma triste.
El cerebro se descomponía, la razón menguaba. Las elucubraciones se volvieron su único escape. Para no quedarse loco, pensó en los locos. Se dijo a sí mismo que había todaclase de locos. Que estaban, por un lado, los que desenterraban a sus amantes alegando las inexactitudes de la medicina, o también los que se conocían en los bares de la Candelaria y se juraban un amor constante más allá de la muerte. Pensó en los locos de remate, en los que, tras calentarse el oído, se enfriaban las nalgas para hacerse el amor en el Cementerio…
¡Hedonistas que profanaban el sueño por acariciarse el vientre!
Debió llegar el día en que Sergio Quesada no fue capaz de distinguir un gusano de otro y todo cuanto veía era una fugaz línea de desmemoria. Los mosquitos ya habían preparado un nido entre sus gélidos sesos y las colmenas de la raza fungi se instalaban gráciles en el árbol que le atravesaba el tronco y la cabeza.
Sergio Quesada se estremeció de pronto.
Intentó calcular el tiempo que llevaba sin vida, pero sospechó que también había olvidado las matemáticas. Incompetente para conjugar números mentalmente, solo pudo imaginar colores y nomenclaturas. Así, por ejemplo, el Uno tenía que ser color azul como un cervatillo; el Dos, celeste como las serpientes; el Tres, naranja y veraniego; y el Cuatro, marrón y juicioso. Y entonces temió que sus juicios pictóricos lo estuviesen conduciendo a la socarrona insensatez. Pero como también había olvidado lo que era la moral, la ética y las normas cívicas de convivencia, se dejó extasiar por las formas, las texturas y los perfumes a los que su espíritu tendía alocadamente.
Sergio Quesada se fue muy lejos. Viajó, sin explicarse cómo, a los días de verano, a la pequeña ciudad de Ibagué donde había nacido, a la primera tortuga adoptada a los tres años. Contempló las constelaciones, dio vueltas ciclópeas, un maremoto de voces lo alucinó, hasta que, aturdido, se vio a sí mismo de pie, alistando maleta antes de ir al colegio. Repasócon cuidado las materias, el nombre de los profesores, las lecciones aprendidas, la letra escandalosa, la nota roja, la agenda verde… Y olvidó lo que era el positivismo, el capitalismo, la ley de la inercia, la diferencia entre un ión y un catión, lo que hacía a un átomo un átomo, lo que diferenciaba lo no vivo de lo vivo… Mas nuestro hombre muerto fue capaz de ver, eso sí, con fotográfica memoria, la danza de sus compañeritos, oír las rondas que todos los niños cantaban, la lechuza haciendo shh, leer la fábula del Mono Tití, caerse del condenado columpio que lo había hecho arrítmico, formar la hilera de niños entonando el himno, la blanca estrella de los Andes, las pesadillas de la fiebre, la miel de la medicina, los ojos de Leidy Silva (a quien amó destartaladamente). Vio el origen de la discordia, vio nacer a sus hijos, vio nacer el alba, vio nacer a Ela, vio a Ela abriendo el mundo como una cáscara de huevo.
Sergio Quesada vio, como vio Calcas el destino de los hombres cuando morían por Troya, la felicidad venidera y las honras que harían en su nombre. Vio que aún le quedaban horas de exhalar, que no había afán, que sobraba tiempo para morir.
En el empolvado cuchitril, la cara del muerto contuvo el grito de revelador espanto, y sonrió aliviada tal y como lo haría un recién nacido. Entonces la mandíbula se le divorció para siempre de la calavera amarillenta.
Christian Sánchez Castro
Ganador del premio de narración corta
Maria Agustina