Por Luis Chitarroni Foto AP.
Revista Ñ
Todas las religiones son una, decía William Blake, pero viajar cambia de paisaje en paisaje, de peregrino en peregrino, de prejuicio en prejuicio, de literatura en literatura. Ignoro si en la norteamericana los padres fundadores son Melville y Kerouac, pero no es necesario indagarlo para sacar provecho de este libro: el viaje dispersa paternidad y espejos para establecer su intimidad de periplo, de cerrada aventura del sigilo.
Viajes con Charley comienza con una inspiración similar a Moby Dick. Steinbeck (Premio Nobel 1964) no se embarca en el Pequod sino que elige automóvil y perro: Rocinante y Charley. Como muchos, siente el deseo de dejar de estar donde está, pero el volumen teológico y épico ha quedado disminuido. Quien tenía propósitos más aviesos a ese respecto (la tradición narrativa, el sentido del relato, la conquista de un tono americano “natural”) era Hemingway (Premio Nobel 1954), capaz de dejar caer en una página de presuntas “influencias” más nombres de los que soy capaz de dejar caer yo. Capaz de equilibrar una oración sencilla con la misma fruición y frecuencia que Joyce en Dublineses.
Los dos libros más conocidos de Steinbeck no son hallazgos estilísticos, pero se adecuan a esa literatura realista celebrada en Francia, donde no solo el disgusto que le provocaban sus vecinos ingleses sino acaso cierta pasión por la exactitud los ayudaba a traducir de l’americain. En algún momento Sartre proclamó que el mejor novelista era John Dos Passos. Una lástima que estuviera refiriéndose al siglo XX, porque estoy seguro de que si lo hubiera proclamado del XIV no hubiera tenido tampoco razón. Agradecemos en este caso la adscripción al realismo.
Las uvas de la ira y Al este del Edén de Steinbeck recaudan numerosos recursos narrativos que la añoranza exalta, y reanudan voluntariamente un género culposo y penitencial, de acurrucada penuria, que los films respectivos de John Ford y Elia Kazan no alcanzan del todo a borrar. Antes de ser despectivo en el diario de Bioy, Borges era ya económico y genial: “Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros”, escribió más o menos en 1940, despidiéndose ya de un género que no visitó, las novelas largas. (Curiosamente, de los norteamericanos profusos, quien le había provocado más curiosidad y admiración fue uno de los menos favorecidos: James Farrell, el de Studs Lonigan, que no ganó estimación francesa ni premio Nobel).
A pesar de la modestia de su aporte, Steinbeck no era hombre modesto, como se pueda pensar, y estuvo condenado por el lugar de nacimiento a ser menoscabado por los intelectuales de Nueva York. “California no ha dado nada en ese aspecto al mundo”, lo oí quejarse a uno de por ahí una vez. Que agregó luego: “excepto Josiah Royce y Joan Didion”. El idealismo de Royce ocupa un lugar discreto en la filosofía, si bien Joan Didion es una escritora extraordinaria. Royce poco tiene de luminoso, y Didion parece enaltecida en la tesitura lúgubre (El álbum blanco, El año del pensamiento mágico). Aparte de eso, Steinbeck conservaba un motivo especial de reproche o de queja: había nacido, como aúlla Lamborghini en ‘Die Verneinung’, “en una generación”.
Nada más cómodo y tortuoso para la Academia Sueca y el siglo XX que “una generación”, sobre todo si la comparten William Faulkner, Sinclair Lewis, John Dos Passos, Hemingway. Fue una dotada y apta, como hemos visto, para el Nobel: cuatro, si la cuenta me salió bien.
En Viajes con Charley, los componentes de la escena son los de la novela de la carretera (con lo cual se ubica próxima en el punto de partida a Jack Kerouac), si bien Steinbeck parece por momentos confundir vehículo, equipaje y tripulación. Con dotes narrativas y metafóricas más desarrolladas e intenciones más específicas, otro viajero sin Nobel se le había anticipado unos años: Vladimir Nabokov en Lolita. Vivimos en un mundo moral y la compañía parecía serlo todo. Esse est percipi.
Más o menos en la página 100 de estos viajes, Steinbeck se acuerda intempestivamente de Sinclair Lewis, lo increpa y sacude de paso a Geoffrey de Monmouth, con quien contraerá luego una deuda al repetir sin soplar, en 1976, los hechos del rey Arturo. El episodio en sí mismo no es gran cosa, pero tratándose de una imaginación limitada como la de Steinbeck, equivale a los molinos de viento del Quijote. Nueva York, a su vez, merece a su paso otra cosa que una misa o un réquiem.
Una disputa, de las que sostienen la literatura y sus espejos irreales, es la que concede menos mérito a las obras celebradas por su valor local (algo que solía despreciarse como “provincialismo”) a las que no han elegido el dialecto de la tribu para limitar la aldea. En la primera tendencia, libros y escritores de valía han acumulado desprecio, desde el Gran Sertón de Guimarães Rosa hasta el Pasticciaccio de Gadda (y, en cierta medida, el Finnegans Wake de Joyce, sacrificio o amasijo vernacular de lenguas al unísono).
Como se ha dicho, los atributos de California no enternecen al mundo intelectual, de Susan Sontag a Woody Allen (que en Annie Hall la filmó sobreexpuesta, inundada de sol letal). Sin embargo, son los Beach Boys en Holland, 1970, el álbum más oscuramente conceptual de su carrera (contra esos favoritos eternos, Pet Sounds y Smile), grabado en su mayor parte sin la custodia de Brian Wilson, quienes enaltecen los viajes de Charley y la verecundia de otro californiano, Robinson Jeffers. Esa es la gloria que corresponde a John Steinbeck: una orbital, aunque de cabotaje, gloria americana, norteamericana, suficiente e indigna de la que libros más ambiciosos suelen alcanzar.
Viajes con Charley, John Steinbeck. Trad. J. M Alvarez F. Nórdica Libros, 296 págs.