Por Mauro Libertella Foto Marcelo Genlote
Revista Ñ
Hace ya varios años que los libros de Sylvia Molloy se están volviendo cada vez más breves. Después de haber escrito libros vastos, de construcción trabajosa –tratados académicos, novelas voluminosas, antologías– parece haber encontrado en el formato mínimo un modo de ir soltando las escenas sueltas de una vida. Porque siempre es así: la vida está hecha de epifanías sueltas, de hitos privados, y no tiene demasiado sentido erigir, con esas piezas sueltas, la ilusión de una totalidad armónica. En esta última década los libros de Molloy transitaron entonces las escenas salpicadas de una amistad (Desarticulaciones), de una ciudad (Escribir París), de una relación con la lengua (Vivir entre lenguas) y ahora hace escala, con Citas de lectura, en la historia personal de la autora con los libros y la lectura. Y si bien Citas de lectura no es un texto lineal, el eje emocional del libro es el de la alta juventud, ese momento en el que descubrimos que los libros son el lugar en el que podemos habitar hasta el último día.
–Este libro es extraño, porque es un “encargo”, parte de una colección que te antecede, y sin embargo encaja muy bien en la línea de lo que venís escribiendo últimamente.
–Cuando me hablaron del proyecto les dije que yo iba a hacer una narrativa sostenida y cronológica, una línea de vida, pero que sin dudas iba a usar materiales autobiográficos. Además, preferí no pasar por las grandes obras de la humanidad, sino detenerme en los encuentros con esos libros que por una razón u otra han quedado en mi memoria o me han disparado ideas.
–Algunos de los libros que aparecen son clásicos, otros no. Aparece Borges, Sarmiento.
– Y Flaubert. Me gusta todo Flaubert y solo menciono un libro de él. Me interesaba más el encuentro personal con un libro: lo que ese libro me puede haber dado en un momento preciso. Además, me parece interesante las condiciones de ese encuentro. Encontrarme con La piel de Curzio Malaparte en la mesa de noche de mi madre, por ejemplo; no fue tanto el hecho de encontrarme con una obra importante de la literatura italiana del siglo XX, sino encontrarme con una lectura secreta de mi madre. Ahí estaba el interés: era como espiarla.
–Citas de lectura abarca los años de formación. ¿Después ya no se lee del mismo modo?
–Sí, ya no se lee del mismo modo, al menos de ese modo. Cuando uno empieza a enseñar literatura, muchas de las cosas las leés pensando en cómo vas a hablar de este libro con otra gente. Eso no está mal, pero empaña un poco el encuentro tuyo con el libro. Muchos libros los he leído y los he incorporado para darlos, y esa lectura es distinta.
– ¿Leer para dar clase es un modo similar al de leer para escribir crítica?
–Sí, cuando leés para dar clase estás leyendo y al mismo tiempo estás viendo estrategias de escritura, de composición, del tejido del texto y no siempre se da ese primer impacto, que es puramente sensorial: algo que te encanta o que te da rabia. A veces eso queda postergado porque estás prestando atención a otra cosa. No lo desdeño, porque eso es muy útil para la propia escritura.
–A Borges le adjudicás eso en tu libro: haber sido el autor que te hizo pasar de una lectura más naif a una más indagatoria.
–Sin dudas.
– ¿Qué fue lo primero de Borges que te impactó?
–Los cuentos. Me interesaban los cuentos pero también los textos cortos en general y me acuerdo ahora, haciendo memoria, que el Evaristo Carriego me golpeó mucho, porque me interesaba la idea de la biblioteca: salir de la biblioteca y deambular y cómo esos dos mundos se contaminan en sus textos. Evaristo Carriego acaba citando a Browning; los ilimitados libros ingleses y el arrabal... esa mezcla me atrapó muchísimo, creo que ese fue uno de los grandes detonantes.
–Siempre se dice que ciertos autores no pasan la prueba del tiempo. ¿A Borges lo seguís leyendo?
–Lo leo en la memoria, pero no tanto en la letra. Lo leo en la memoria porque me quedan pedacitos de Borges que recuerdo todo el tiempo. Hay una frase, por ejemplo, que tontamente no olvido. Es de “Emma Zunz”. Aparece, de pronto, una intervención directa de Borges y dice: “Pensó, no pudo no pensar”. Esa intromisión me fascina. “Tengo para mí que” es otro giro que recito de él como un talismán. Leo pedacitos de Borges en la memoria y vuelvo a veces a El hacedor o Atlas, porque me fascina la idea del viajero ciego: cómo evocar algo que no has visto.
–Hay libros de la juventud que uno no quiere revisitar para que no se rompa el encanto.
–Sí, menciono en el libro un cuento de Katherine Mansfield al que volví y no funcionó. También pienso en Clarice Lispector: no he vuelto a leerla, tengo miedo a que me pase algo parecido.
– ¿Hay grandes clásicos que no hayas leído?
–Un montón. De los clásicos de la antigüedad, muchísimos. No he tenido formación clásica. Muchos de los clásicos los he leído en el colegio y luego uno no vuelve a ellos. A Shakespeare lo leí en el colegio inglés, había que aprenderlo de memoria, y entonces lo revisito así, en el recuerdo. Me quedan muchos por leer, pero no se si voy a llegar a leerlos.
–Bueno, ahora estás jubilada. Uno imagina a la jubilación como el paraíso de la lectura. ¿Es realmente así?
–Tuve que aprender a leer para mí y no para los otros. Tuve que aprender a leer sin pensar que iba a dialogar de este libro con estudiantes. Eso me costó mucho, no ha sido fácil. Lo que noto que hago es leer de manera salteada. A veces pienso que leo como si no me quedara mucho, entonces paso de un libro a otro. Y lo que hago es escribir, porque también se me ha dado como una urgencia de escritura, que antes no tenía. Cuando daba clases escribía, pero había otra relación con esa actividad. Ahora tengo una necesidad muy grande y leo para escribir y escribo para leer.
–Los argentinos que han ido a enseñar a Estados Unidos hablan de las bibliotecas de esas universidades como algo muy potente para trabajar. ¿Para vos fue importante también acceder a esas bibliotecas?
–Absolutamente. Tuve una sensación muy liberadora en Estados Unidos, algo que no había sentido ni aquí ni en Francia. La sensación de que el acceso a los libros era inmediato. Vos podías ir a un anaquel y sacar los libros. No había un trámite administrativo, ninguna mediación entre uno y los libros. Eso fue muy lindo: darse cuenta de que la biblioteca podía ser parte de tu mundo.
– ¿Tener acceso a esas grandes bibliotecas hizo que dejaras de generar una biblioteca personal en tu casa?
–Sí y no. En lo que se refiere a la crítica, he confiado en los materiales que encuentro en las bibliotecas. Pero al mismo tiempo, en ficción y poesía partí con mi biblioteca de aquí y he ido añadiendo textos, más que nada porque me gusta que el libro de ficción sea mío.
– ¿Y cómo te llevas con Amazon?
–Me llevo bastante bien, porque muchas veces quiero leer algo que no acaba de salir –una novela de un escritor francés de los años treinta, por caso– que está en la biblioteca pero yo quiero tener mi ejemplar, y consigo entonces uno de segunda mano por Amazon y lo compro. En Estados Unidos hay cada vez menos librerías (un problema causado por Amazon, entre otros factores) y por Amazon puedo además comprar libros latinoamericanos que si no no consigo, ni siquiera en las pocas librerías latinoamericanas que quedan.
–Volviendo al texto, hay un personaje que aparece mucho, que es José Bianco. ¿Él fue el puente entre la generación anterior de Sur y la tuya?
–Totalmente. Para mi fue muy importante como presencia, un hombre de una generosidad intelectual muy importante. Compartía sus lecturas con la gente, hablaba a través de los libros y siempre tenías la sensación de que te estaba hablando a vos. Y además tenía una saludable dosis de humor y de falta de respeto, que era muy estimulante.
– ¿Victoria Ocampo era más solemne?
–Tenía mucho sentido del humor, pero monumentalizaba más a la literatura. Bianco encontraba la grieta, o tenía una ironía que Victoria no siempre tenía. En Victoria estaba muy consciente la idea de que tenía una revista y que tenía que llevarla para adelante. Cuando fui a Sur por primera vez Victoria estaba enojada porque le había desaparecido un libro que le había mandado Jean Giono y Bianco se reía y decía, en presencia suya: “¡A quién se le ocurre leer un libro de Giono!”.
– ¿Quién leyó las primeras cosas que escribiste?
–La primera novela la leyeron Enrique Pezzoni y Severo Sarduy. A Sarduy le había gustado mucho. Enrique me dijo que no la podía publicar en Sudamericana porque se la iban a censurar. Y Severo me dijo que la mandemos a la colección Biblioteca Breve y ahí salió.
– ¿Y hoy, cuando terminás un libro, quién lo lee?
–A veces se los doy a ex estudiantes míos, que ahora son amigos. Se los doy a gente de distintas generaciones.
–¿Qué tipo de devolución te resulta más productiva, la estructural o la estilística?
–Al usar mucho una primera persona autobiográfica, como estoy utilizando bastante a menudo, me preocupa el ponerme en una posición de querer agradar al lector a través de esa primera persona. Ponerme un poquito “cute”, tratar de seducir. Eso lo quiero evitar, así que es un poco lo que pido que me marquen los que me leen: que me digan si no estoy haciendo gracia con la primera persona.
Citas de lectura, Sylvia Molloy. Ampersand, 74 págs.