Revista Pijao
Una habitación para fantasmas
Una habitación para fantasmas

Por Jhon Isaza

El Espectador

Fue hace cien años ya. Moscú, 1917. Es el amanecer de la primera Revolución Rusa. Se han eliminado todas las restricciones para la publicación de libros y revistas, pero los buenos tiempos para la cultura duraron poco, sorpresivamente soldados del Ejército Rojo llevan a oficinas de prensa y redacciones, una nueva forma de tiranía y silencio. Moscú, 1918; es una de las historias más populares sobre libros, librerías y libreros que circula en ese gremio vetusto de bardos y guardianes de la memoria. El escritor Mijaíl Osorguín se asoció con poetas y artistas para crear lo que todo el mundo conoció como La librería de los escritores. Pero como casi todo lo valioso, la librería no era solo lo que era, había algo más, algo secundario y añadido que era también lo que le daría su valor, como a todo, lo que la inmortalizaría: en plena época en que los libros se quemaban por necesidad del calor o por cobardía, Osorguín y los suyos editaban pequeños libros en ediciones sencillas, eran también centro cultural para lectores, escritores y estudiantes: una librería, en medio de la guerra, de cualquiera de las guerras, las de los hombres o las de la piel, es sobre todo un refugio.

En uno de sus ensayos Michel de Montaigne hablaba de qué tan importante es para nosotros, para nuestra vida roída y cotidiana, la relación que tenemos con nuestro hogar, decía que no concebía uno sin un lugar para hablar con los muertos, una biblioteca, una habitación para fantasmas. Que cuando le invadían la tristeza y la náusea se sentaba allí a mirar fantasmas con intriga, como queriendo saber en cuál de ellos algún muerto sabio habrá escrito algo que le permitiera aceptar sin nostalgia el destino adverso y cruel, quizá podría encontrar, por ejemplo, una conversación entre un paciente al borde de desfallecer de angustia y melancolía y un médico que le dijera: “Eso es cuestión de régimen: camine/ de mañanita; duerma largo, báñese;/ beba bien; coma bien; cuídese mucho,/ ¡Lo que usted tiene es hambre!...” Que cuando lo invadían la dulzura y el embeleso miraba a los sabios en busca de un verso que le dijera: “Un amor feliz. ¿Es normal,/ serio, útil?/ ¿Qué saca el mundo de dos personas/ que no ven el mundo?” Y que cuando no eran esta o aquella sino el miedo a la incertidumbre y la soledad, miraba hacia otra esquina de la habitación en busca de un mantra: “El arte de perder se domina fácilmente”, por ejemplo. Juan Esteban Constaín cuenta algo que se parece a lo de Montaigne, y con eso nos vamos; dice que “a la entrada de la biblioteca de Alejandría había una inscripción muy bella que decía: Hospital del alma.”

Piense por favor en eso. Piense en que por un momento dejáramos de llamar a las cosas por lo que son y empezáramos a llamarlas por lo que logran, lo que causan. Intentemos: a una silla azul libre al lado de la ventana, en un viaje en un bus atiborrado de gente, en un día ruin y gris, no podríamos decirle una silla libre, tendríamos que decir algo como: ahora voy a sentarme en esa posibilidad de escapar del encierro, o en esa posibilidad del silencio. A nuestras madres no les diríamos Má, madre, mamá, o tita, lo que decimos que son no importa, recuerden, tendríamos que decirles: mi motivo de vida… o mi tormento. ¿Y a la persona que se dice que se ama? Tal vez una noche nos sorprenderíamos mirándole, acariciándole con ternura y diciéndole mi placer, o mi cárcel. Montaigne describió la biblioteca con calidez y literatura como lo que es: una habitación de fantasmas, pero la inscripción que recuerda Constaín la llama como lo que logra ser: un hospital para el alma. Eso fue también para rusos y bárbaros La librería de los escritores, y eso son todas nuestras bibliotecas y librerías, las habitaciones para fantasmas: un salón de música, el lugar del silencio en que los vivos callan y los muertos cantan.


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