Por Susana Reinoso
Revista Ñ
Hay escritores que están llamados a inaugurar nuevas formas de leer la literatura. Como lo hicieron en su hora García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar y Borges. Por eso se convierten en clásicos. Porque provocan un destello nuevo en el lector y este comprende que, además de los que ya conoce, hay nuevos modos de abismarse. Uno de esos escritores es el rumano Mircea Cartarescu. De los mejores de su país, premiado y reconocido en el exterior, sus libros dejan sin aliento a su traductora al español, Marian Ochoa de Eribe, y desasosiegan a sus lectores. Uno empieza uno de sus libros y sabe que va a dejarlo en algún momento, porque Cartarescu no es autor de lectura rápida y continuada.
En la FIL, su charla magistral coordinada por su editor Enrique Redel cautivó al público. Sentada en primera fila, una extasiada Elena Poniatowska escuchó la intervención del autor de El ruletista (Impedimenta) en la que la poesía –como en la charla magistral de Paul Auster– fue protagonista.
“Tengo 61 años, me encuentro en el otoño de mi vida. He vivido un nanosegundo en una mota de polvo del mundo que nos han concedido, incomprensible y monstruoso. Pero este instante, el que vivo ahora, en mi terraza, con un café, con mi gato birmano a mi lado, con las bolas del escaramujo que caen sobre mi hombro, compensa por completo la locura del ser y del no ser, como una fotografía en la que el otoño brilla con todas sus fuerzas, demuestra que el instante es más importante que la eternidad”, leyó el escritor rumano, que sigue ganando lectores fuera de su país. Cuando concluyó su lectura, lectores entusiastas se le arrojaron encima con sus libros recién comprados.
Cartarescu llegó a la FIL con una novela que está desconcertando positivamente a la crítica y cautivando al público: Solenoide. Nombre raro, que alude a una bobina que se emplea en diversos aparatos eléctricos y crea un campo magnético. Es una novela extraña, cuya atmósfera es bastante sobrecogedora, protagonizada –resumidamente– por insectos, que para su autor son “la metáfora de la humanidad”.
Al presentarlo, su editor dijo que Solenoide avanza dentro de un realismo mágico muy latinoamericano. Y subrayó que, para Cartarescu, Rumania es un país “casi iberoamericano”, al tiempo que puso de relieve que la literatura de Lulu oscila entre “lo oscuro y lo sublime”.
Hace poco tiempo, en diálogo con El País, de Madrid, el escritor rumano dijo: “Mi ficción tiene raíces en el romanticismo alemán, la fascinación por las ruinas, la melancolía y por todas las formas de final del mundo”. Todo esto se desprende de Solenoide, de próxima aparición en nuestro país.
Para Cartarescu, según su conferencia magistral titulada “El edificio de la literatura”, lo esencial está en sus diarios, que lleva consecuentemente desde la adolescencia. El escritor sueña y apunta en sus diarios. Una parte de su novela reciente está sostenida en esos diarios. Casi lo titula “Mis anomalías”, pero pronto se dio cuenta de que el libro le exigía otro nombre.
“Escribo desde hace 40 años, leo desde hace muchos más. Toda mi vida ha girado en torno a la literatura. No he sido, en definitiva, como le escribía Franz Kafka a su amada, otra cosa que literatura. Pero nunca me he denominado a mí mismo escritor”, dijo el autor de Nostalgia. Y continuó: “El edificio de la literatura hacia el que nosotros, la gente del libro, nos dirigimos desde todas las direcciones, desde todas las épocas, desde todas las arrugas de la Historia, se alza sobre un gigantesco amasijo de escombros. Es la montaña de los libros mediocres, perdidos en la anomia y, sin embargo, importantes, porque son ellos los que elevan y hacen visible el santuario. Constituyen el 99% de los libros del mundo”.
Fue una conferencia llena de reflexiones y provocaciones que avanzó luego hacia el oficio del escritor: “Hay cosas que no se pueden aprender en un curso de escritura creativa. Superan al oficio y se encaminan hacia la fragilidad y lo inexplicable del arte. Con esa gracia naces o no naces. La llevas en la sangre y no sabes de dónde viene. Aunque infinitamente más frágiles, los escritores-artistas son infinitamente superiores a los escritores-artesanos”, subrayó y los alumnos de talleres literarios presentes en la sala deben haber quedado perplejos.
Citó a Nabokov, entre una pléyade de escritores superlativos: “La poesía no se siente ni con el cerebro ni con el corazón, sino con la médula espinal”. Y agregó que “ningún autor que no sea un artista puede provocar ese orgasmo final que es el objetivo de los catadores refinados”.
Cartarescu habló de Homero y La Ilíada, de Kafka y su escritura en la frontera del lenguaje, de Dostoievski y de Wittgenstein y de los poetas rumanos, entre decenas de nombres que sonorizaron su intervención. Deleitó con su erudición y sus lecturas fundidas en un texto digno de ser guardado. “No escribiría una sola línea si la literatura no fuera mi religión. Y no podría leer a un autor que no hiciera de su escritura una cuestión de fe. Ya no me queda tiempo. Tengo 61 años y siento el frescor de los primeros días del otoño. Me queda como un cuarto de vida por delante. ¿Qué puedes hacer con un cuarto de sable o un cuarto de escudo?”, se preguntó.
El autor de Las bellas extranjeras y El ojo castaño de nuestro amor habló ferozmente del comunismo y el consumismo. “Tras la revolución anticomunista de 1989 la poesía rumana se hundió catastróficamente en el sistema de valores de los rumanos. El capitalismo salvaje de los años 90 arruinó a la población. Las editoriales y las revistas culturales entraron en declive, la competencia por las traducciones de la literatura comercial se hizo abrumadora. Para hacerse oír, muchos poetas apelaron a la violencia y la pornografía”.
Con el cambio de milenio, dijo Cartarescu, “nada parece más ausente de la vida de los rumanos que la poesía. Al mismo tiempo, nada está más presente. Ser poeta en Rumania y en otras partes significa ser capaz de ver la belleza allí donde nadie más la ve. Pronto desaparecé en la nada, pero este instante es más eterno que la nada: ‘Instante, permanece, me digo sonriente, eres tan hermoso’”.
Hubo un silencio, al final de la lectura de Mircea Cartarescu, seguido de un aplauso agradecido.