Por Ana de Hoyos
Especial para El Espectador
Tal vez no lo fue, pero es la imagen que dejó. Más allá de sus frases agotadoras, más allá de sus atrevidos recursos técnicos, más allá del deslumbrante universo de Yoknapatawpha, William Faulkner es recordado por su metro sesenta y cinco de elegancia, por su cabello rubio impecable, por sus declaraciones soberbias, por sus trajes caros, por sus gestos aristocráticos y su vida de despilfarro, donde bebió más de la cuenta, gastó lo que no tenía y dejó sin pagar los caballos que montaba y las mansiones que creía merecer.
Es inevitable que un autor se confunda con su leyenda. ¿Es posible imaginar a un Bukowski sobrio, a un Rimbaud viejo, a un Tolstói sin barba de mujik? A Faulkner lo asociamos con un viejo caballero del Sur que camina erguido por las calles de un pequeño pueblo de casas de madera pintadas de blanco. Casas que encierran sórdidos secretos familiares y un pasado de esplendor perdido en batallas anónimas. En medio de esta decadencia de banderas empolvadas, el viejo caballero resiste afirmado en unos valores que se nutren del recuerdo.
El abuelo de Faulkner —en estos casos, siempre hay un abuelo— se llamaba William Falkner. La ‘u’ en la mitad del apellido fue agregada por su nieto casi un siglo después por “razones comerciales”; tal vez para lucir más francés, más distinguido. Mr. Falkner, el original, el patriarca, fue pionero, abogado, político, militar, juez y periodista; la vida le alcanzó para escribir un best seller. Y como hay que decirlo todo, también Mr. Falkner fue enjuiciado por dos asesinatos de los que se declaró inocente, aunque no lo era, y murió en un duelo con un rival político al que estaba a punto de ganarle una elección. Una figura tan épica da para la nostalgia, y así como Gabriel García usó a Nicolás Márquez para crear a un coronel sin nombre que espera una carta que nunca llega, Faulkner encontró en Mr. Falkner el camino para llegar a Sartoris.
Faulkner insistía en que la verdad era distinta de los hechos. Un tipo que diga barbaridades de este estilo podrá ser un genio, pero resulta desconcertante. Faulkner despreció la crítica, odió las entrevistas, jamás frecuentó los círculos literarios, no leyó a sus contemporáneos y se enclaustró en Oxford, un remoto pueblito de Tennessee, a escribir con la aplicación de un orate 20 novelas, 123 cuentos y nueve guiones de cine que nunca lo dejaron contento. Su relación con los lectores era terrible. Era un insolente. Dijo que si sus obras no se entendían a la tercera lectura, recomendaba hacer una cuarta; y que era justo que los que compraban sus libros fracasaran donde él había fracasado. Y en este caso, hablaba en serio. El fracaso era en lo único que creía Faulkner, un poeta frustrado que consideraba El sonido y la furia su mejor libro porque era el más fallido.
Este escritor extraño, que en vida no vendió y que aun después de muerto y del Nobel no ha tenido un éxito editorial resonante, es objeto de toneladas de reseñas críticas. Académicos de todo el planeta se rapan la palabra para explicarnos sus novelas, para ir más allá de lo evidente y desentrañar los símbolos más profundos de la escritura de alguien que confesaba que nunca había abierto un libro de Freud. Con tanta tinta tonta que ha corrido sobre él, Faulkner es una celebridad con buena prensa, todos hemos oído hablar de él, hasta nos parece haberlo leído, o al menos reconocemos haber tratado. Es nuestro compadre. En internet hay seis millones ochocientos mil enlaces de su obra.
Su fama es una respuesta a su leyenda. Es claro que muy pocos conocen La paga de los soldados o El villorrio. La mayoría no pasamos de saber que Faulkner escribió una historia narrada por un idiota y que la edición de Sudamericana de Las palmeras salvajes fue traducida por Borges. Sin embargo, parece que ni siquiera eso sabemos. Un crítico gringo nos informa que Las palmeras fue traducida por Leonor Acevedo, la señora madre de Borges. Como la academia es insomne, muy pronto otro crítico descubrirá que Benji, el idiota narrador de El sonido y la furia, no existe sino que es la voz anónima de un Sur castrado. Así las cosas, mejor resignarse y cambiar de tema. Si queremos certidumbres y lecturas fáciles, jamás podremos aceptar que la verdad sea distinta de los hechos. Entonces, no nos compliquemos la vida. ¿Para qué enredarse con un autor que trató de narrar lo que era imposible de narrar? ¿Para qué medírsele a un tipo al que nunca le interesó saber dónde estaba el bien y dónde el mal? Es más seguro seguir instalados en su leyenda.
Además, es más divertido. Faulkner fue cartero como Bukowski, pero al contrario de Bukowski, que se jubiló en el Servicio Postal, el joven Bill fue despedido porque tenía el hábito de no entregar las cartas. Y había una razón: Bill odiaba las cartas; nunca las leía, ni las contestaba, sólo las abría si contenían un cheque. No sólo era excéntrico y caprichoso, sino políticamente incorrecto. Afirmó que las mujeres y los negros eran seres inferiores. Desde luego, las mujeres y los negros y sus defensores de oficio —que nunca han tenido sentido del humor y ya empezaban a opinar— lo odiaron. Una buena alma propuso bloquear la venta de sus libros como represalia. Pero él se encogió de hombros y siguió despotricando. Dijo que una mula trabajaría con gusto durante 10 años, sólo por el privilegio de patear a su amo una vez, y que los malos eran más confiables que los buenos porque no cambiaban nunca. Declaró que el único empleo que le gustaría sería administrar un puteadero. Sostuvo que la receta para escribir bien era simple: 99% de talento, 99% de disciplina y 99% de trabajo. Cuando ganó el Nobel se negó a viajar a Estocolmo, aduciendo que “no tenía tiempo”. Sólo subió al barco cuando le aseguraron que el discurso de aceptación podía ser de media página.
William Faulkner aceptó el Nobel con una pieza maestra de la oratoria que tiene dos raras cualidades: es sincera y se entiende. En media página, este rabioso artesano declara su fe en la inmortalidad del hombre y no acepta la derrota de su especie. Alimentado por el fuego de unos antepasados que se negaron a ser vencidos, Faulkner encuentra la fuerza para afirmar que por encima del miedo están el honor, el sacrificio y la compasión, y que sobre esto se debe escribir. Sobre el corazón, no sobre la glándula. Nadie ha hecho un mejor resumen de su obra. Aquí, en este breve discurso que escucharon atónitos el rey de Suecia y los miembros de su Academia, se encuentran destiladas las dignas convicciones de un viejo caballero del Sur, un hombre vital y magnífico que entre el dolor y la nada, escogió el dolor. Al leer estos cuarenta renglones que le debieron costar sangre a alguien acostumbrado a expresarse en centenares de páginas, entendemos que la verdad no coincide con los hechos, pero sí con la leyenda.