Revista Pijao
Un Nobel encerrado en casa
Un Nobel encerrado en casa

Por Javier Rodríguez Marcos

El País (Es)

La poesía española del siglo XX ha tenido muchos maestros literarios y un gran maestro vital. Si Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez estuvieron entre los primeros, el segundo fue, sin duda, Vicente Aleixandre (1898-1984). Todas las generaciones de la posguerra tuvieron en el autor de Espadas como labios un referente y un confidente. Igual que para sus viejos amigos del 27, para jóvenes como Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Antonio Colinas o Pere Gimferrer, su vivienda de la madrileña calle Velintonia se convirtió en la casa de la poesía. A ella llegó en otoño de 1977 la noticia de que su inquilino había ganado el Nobel de Literatura. Eternamente frágil de salud —en 1932 perdió un riñón a raíz de una nefritis tuberculosa—, el poeta no pudo acudir a Estocolmo. El galardón lo recogió el escritor canario Jorge Justo Padrón.

Cinco años después de recibir el premio, Aleixandre se sobrepuso a la aversión a las entrevistas y accedió a hablar para este periódico con su amigo Fernando Delgado (Santa Cruz de Tenerife, 1947). “El Nobel que yo he recibido es el dolor y el sufrimiento”, le dijo. Cuarenta años después de aquel galardón, Delgado publica Mirador de Velintonia (Fundación José Manuel Lara), que dedica tantas páginas a la relación de su autor con escritores del exilio y del interior como Rafael Alberti, Max Aub, Francisco Ayala, Ángel González o Pablo García Baena pero cuyo hilo conductor es la casa y la memoria de Vicente Aleixandre.

“La llegada de mi primer libro está ligada del modo más definitivo a esta casa”, recordaba este. “El libro que a mí me ha producido una mayor satisfacción ha sido Ámbito”. Pese a su apego a los poemas “puros” con los que se estrenó en 1928, Aleixandre se convirtió pronto en uno de los grandes surrealistas españoles. Él lo negaba: “Yo no me considero un poeta surrealista. El surrealismo lleva entre sus dogmas el de la composición onírica”. No era, insiste, su caso: “Yo nunca lo reconocí: sabía que era imposible toda obra sin una conciencia filtradora”. Al irracionalismo literario le siguió la sinrazón política de la Guerra Civil. Condenado por la enfermedad a quedarse en España Aleixandre se resignó a atravesar una larga posguerra. “Yo estaba absolutamente excluido”, cuenta. “No se puede decir que olvidado, porque la juventud que representaba algo estuvo conmigo y me sentí en la soledad de mi casa siempre acompañado”. No faltaron íntimos asiduos como Carlos Bousoño o Vicente Molina Foix, ni devotos visitantes llegados de Barcelona como Jaime Gil de Biedma. Delgado retrata a este último como alguien que, pese a su fama de “arbitrario y despiadado”, parecía “salvarse del desasosiego por medio del simulacro”.

Cuando el periodista le pide a su anfitrión que imagine un banquete con amigos vivos y muertos. Aleixandre, que se resiste, termina recordando con emoción a Lorca —“La persona más fascinante que he conocido nunca”— y a Miguel Hernández, “un ser alegre con fondo dramático, un hermano joven”. Otra presencia constante en su conversación era Dámaso Alonso, el amigo que le condujo a la poesía cuando ambos eran dos veinteañeros. “Muchas veces”, apunta Fernando Delgado, “he pensado si de llegar a tener Dámaso el conocimiento de cierta intimidad de Vicente, habría mantenido aquel homófobo la intensa amistad ininterrumpida que los acompañó a lo largo de sus vidas”.


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