Por Damián Pachón Soto
El Espectador
El maestro Herrera perteneció a la generación de filósofos que en la segunda mitad del siglo pasado posibilitaron que la filosofía formara parte del cauce normal de nuestra cultura. Él, junto con Danilo Cruz Vélez, Luis Eduardo Nieto Arteta, Cayetano Betancur, Rafael Carrillo, Rafael Gutiérrez Girardot, Julio Enrique Blanco y Guillermo Hoyos, entre otros, lucharon para que la filosofía tuviera carta de ciudadanía en nuestro contexto pacato y conventual, una cultura donde la filosofía moderna había sido postergada por los conservadores y los togados católicos de mediados de siglo.
En efecto, en la Colombia de los años 40 del siglo pasado, la filosofía no era un “examen público y libre” de la realidad y de los problemas humanos, que permitiera cuestionar la cultura y la educación imperante. Era, más bien, un recetario dogmático que inhibía el pensamiento, codificado para estudiantes considerados como papagayos. Esa labor crítica sólo la ejercían algunos espíritus libres como el de Fernando González Ochoa o Luis López de Mesa.
En ese ambiente, donde no existía una filosofía laica, “una tradición del trabajo filosófico, una rica biblioteca, permanentemente actualizada, espacios de encuentro, discusión entre especialistas”, al decir del propio Herrera Restrepo, se empezó a producir un cambio de orientación y de apertura que le abriría las puertas en el espacio social y cultural al pensamiento filosófico. Daniel Herrera fue partícipe de ese proceso, cuando, como Cruz Vélez, Carrillo o Gutiérrez Girardot, decidió irse a estudiar a Europa para adquirir una mejor formación disciplinar.
Allá se formó en Francia y en Bélgica con la intelectualidad de punta, compartió espacios de discusión, para años después regresar al país e introducir entre nosotros el pensamiento contemporáneo, en su caso, el pensamiento del gran filósofo alemán Edmund Husserl.
Con Herrera Restrepo la filosofía colombiana subió, sin duda, de nivel. Ya la filosofía no era deleite y pasatiempo para amateurs, sino una forma de pensamiento crítico, auténtico, reflexivo y propositivo sobre los múltiples aspectos del “mundo de la vida”, ese mismo que había teorizado el último Husserl como horizonte de todo quehacer y comprender humanos. Fue maestro de muchos filósofos en distintas universidades del país, entre ellas la Nacional, la Universidad del Valle y la Santo Tomás. Escribió sobre filosofía antigua, medieval, moderna y contemporánea, textos recogidos en obras como La persona y el mundo de su experiencia, Por lo senderos del filosofar, Escritos sobre fenomenología y El pensamiento filosófico de José Félix de Restrepo. Y, tal vez más importante, fue el promotor del estudio de la filosofía colombiana y latinoamericana en la Maestría en Filosofía Latinoamericana de la Universidad Santo Tomás, donde promovió el estudio del pensamiento colonial, del Caribe, de pensamiento colombiano del siglo XX e, incluso, en un ejercicio de honestidad intelectual, alejado de toda animadversión personal y ceñido estrictamente a las lides de la crítica, dirigió mi tesis de maestría en torno a la visión de Hispanoamérica en la obra de Rafael Gutiérrez Girardot, otro pensador colombiano, con el cual no tenía muchas simpatías. Esta anécdota refleja el talante de su persona.
Daniel Herrera fue un filósofo cabal, humilde, sencillo, un verdadero maestro, con una gran cultura filosófica (tan escasa en los filósofos superespecializados de hoy día), alejado de eso que podemos llamar paperfordismo o producción serializada de artículos para que sean contabilizados por Colciencias; entregado al pensamiento, convencido de que el filósofo es un funcionario de la humanidad y de que nuestro continente debía crear las propias categorías para la comprensión de sus realidades.
A él, muchas gracias por todo su amor y compromiso dejado en la enseñanza, por su valiosa obra, por promover el estudio de nuestra tradición filosófica, por ser nuestro maestro y por posibilitar, como decía la citada María Zambrano, que “si hemos sido en verdad sus discípulos… por habernos atraído hacia él”, nos haya permitido haber “llegado a ser nosotros mismos”.