Revista Pijao
Tracy Chevalier: “Confío más en los personajes que en los hechos”
Tracy Chevalier: “Confío más en los personajes que en los hechos”

Por Raquel Vidales

El País (Es)

Parece mentira, pero Tracy Chevalier (Washington, 1962) no sabía nada de botánica antes de ponerse a escribir su nuevo libro, La voz de los árboles (Duomo), poblado de manzanos, pinos y secuoyas gigantes. Tampoco era especialista en arte del Siglo de Oro holandés cuando empezó a esbozar La joven de la perla, la novela inspirada en una pintura de Veermer que la lanzó —hace ya casi veinte años— al olimpo de los autores superventas. Cinco millones de ejemplares lleva vendidos desde su primera edición. Ese es su don: cuando algo o alguien llama su atención, se sumerge de tal forma en su estudio que acaba imaginando escenas y personajes que parecen casi más reales que los que aparecen los libros de historia. Y eso es lo que más admira de ella su legión de seguidores: en sus novelas —a diferencia de muchas de las que se engloban bajo la etiqueta de ficción histórica— los protagonistas no son reyes ni héroes, sino criados, trabajadores o ciudadanos anónimos que sufren las consecuencias de la historia.

En el caso de La joven de la perla, la chispa se encendió al quedar prendada del cuadro de Veermer. En cambio, La voz de los árboles nació de una decepción. Leyendo un libro descubrió que Johnny Appleseed, un personaje del folclore estadounidense, fue todo lo contrario de lo que le contaron cuando era niña. Según las leyendas, Appleseed era un excéntrico entrañable de principios del siglo XIX que iba repartiendo semillas de manzanas dulces entre los pioneros americanos y predicando amor por la naturaleza. En realidad, fue un hombre de negocios que hizo dinero vendiendo semillas de manzanos ácidos —que solo sirven para fabricar sidra o licor— para que los colonos ahogaran en alcohol el dolor de la dura vida en el Oeste.

Después de ese descubrimiento, Chevalier ya no pudo quitarse una pregunta de la cabeza. ¿Cómo era la verdadera vida de los pioneros americanos? ¿Eran aquellas familias tan idílicas como la que pintaba aquella serie televisiva, La casa de la pradera, basada en las memorias infantiles de Laura Ingalls? Y así, buceando en testimonios y libros de la época, la escritora empezó a imaginar a los protagonistas de su novela: un matrimonio de colonos destrozado por la miseria y el licor de manzanas; un hijo que huye de esa miseria más hacia el Oeste y no encuentra más que miseria donde todo el mundo busca oro. El reverso del sueño americano.

Chevalier, afincada con su familia en Londres desde hace más de dos décadas, está ahora en plena gira de promoción de La voz de los árboles, que en España acaba de lanzar Duomo. Hace dos semanas mantuvo un encuentro con EL PAÍS en su hotel en Madrid: habló de manzanas y árboles, pero también de migrantes del siglo XXI atrapados —como aquellos colonos americanos— en el sueño de una vida mejor.

PREGUNTA. La familia que protagoniza su novela es todo lo contrario a aquella que recordamos los que vimos la serie televisiva de La casa de la pradera. ¿Nos vendieron una imagen falsa de los pioneros americanos?

RESPUESTA. Más que falsa, edulcorada. Pero los libros de Laura Ingalls no eran así, estaban llenos de desdichas. Fue la serie de televisión la que endulzó la historia. Y también muchas otras leyendas de la época, como la de Johnny Appleseed, que no regalaba manzanas dulces sino que se aprovechaba de la miseria de los pioneros para hacer dinero vendiéndoles manzanas amargas. Cuando lo descubrí, decidí que quería escribir sobre ello y contar lo que de verdad pasó.

P. Sus personajes en esta novela son casi la antítesis de lo que se espera de ellos. Especialmente la madre de familia, que no es amorosa ni entregada sino una mujer alcohólica y cruel. ¿Es ella la principal víctima de esta historia?

R. Todos son víctimas y a la vez crueles. Pero es cierto que el personaje de Sadie es el que más llama la atención porque de una mujer de esa época no se espera eso. Algunos lectores se han indignado incluso, me han reprochado que construyera un personaje tan odioso, pero ese es el gran valor de Sadie: si hubiera sido un hombre, nadie se habría escandalizado. Precisamente por eso decidí que fuera ella la que prefería las manzanas amargas: quiero que mis personajes sean reales, de carne y hueso, no tópicos.

P. Eso es, de hecho, lo que más valoran sus seguidores: su capacidad para recrear episodios históricos a través de personajes anónimos, como la criada que sirvió de modelo a Vermeer cuando pintó La joven de la perla.

R. Con los años he aprendido a confiar más en los personajes que en los hechos para contar la historia. Así que tiendo a pensar mis novelas como historias que por casualidad ocurren en el pasado. No les pongo la etiqueta de ficción histórica porque eso te encierra en un pensamiento muy limitado. En todo caso, creo que el género de la novela ha evolucionado mucho en los últimos años: es más variado, más juguetón, más lúdico. Y los escritores que yo creo que lo hacen mejor comparten una cualidad: no se encierran en la etiqueta de novela histórica, son simplemente novelas que resultan estar ambientadas en el pasado. Por ejemplo, Hilary Mantel. Sus novelas sobre Thomas Cromwell y Enrique VIII se mueven en torno a conflictos de naturaleza humana, que podemos vivir también hoy día.

P. Le ha pesado mucho la etiqueta de ser una “escritora superventas de novela histórica”?

Sí. Pero intento que no me afecte a la hora de escribir. Mis lectores son muy importantes para mí pero necesito que confíen en mí. Por ejemplo, acabo de participar en un proyecto que consiste en reescribir obras de Shakespeare para trasladarlas al mundo actual. Yo escogí traer el drama de Otelo a la década de los 70 del siglo pasado, lo que suponía alejarme radicalmente del género histórico. Cuando el libro se publicó en inglés hace unos meses [con el título de New Boy], me dio vértigo. Muchos de mis fans celebraban mi nueva publicación en las redes sociales, pero yo quería advertirles de que no era lo que hago habitualmente. Estoy superando ese miedo. He conocido a lectores que ya lo han leído y me han dicho que les ha gustado, y en todo caso no pasa nada si no les gusta. A mí también me pasa: hay libros de Margaret Atwood que no me interesan, pero no por ello deja de ser una de ser una de mis escritoras favoritas.

En La voz de los árboles despliega usted grandes conocimientos de botánica. ¿Qué ha aprendido de su inmersión en el mundo vegetal?

Cuando antes miraba un jardín o un parque no me daba cuenta de muchos de los árboles y plantas que veía no eran nativos: eran de otros lugares, otros continentes. Las plantas y los árboles se han movido por todo el mundo, muchas veces en paralelo a los movimientos migratorios de los humanos. Y como los humanos, acabaron asentándose en otros países hasta llegar a parecer nativos. Por ejemplo, si le preguntas a un americano de dónde son originarios los manzanos, te dirá que de América. No es verdad: provienen de Kazajistán, se fueron moviendo por la ruta comercial hacia Persia, después Italia, Francia, Reino Unido y finalmente América. Todo esto me ha hecho mirar el mundo de otra manera.

Pero ahora los migrantes no logran asentarse...

Ese es el gran drama que vivimos hoy día. La migración, a diferencia de lo que ocurría en la época en la que transcurre mi libro, se ha convertido en un gran problema. En el siglo XIX en Estados Unidos los migrantes podían asentarse donde quisieran, había una tierra enorme vacía, pero en este momento los países ricos ya no parecen capaces de integrar nada que venga de fuera.


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