Por Tom C. Avendaño Foto Toni Pires
El País (Es)
La última vez que el escritor y fotógrafo Teju Cole visitó São Paulo perdió el interés en la realidad. Fue en 2015, cuando estaba obsesionado con una fotografía que el sueco René Burri había tomado desde lo alto de un rascacielos paulistano en 1960: cuatro hombres trajeados en una azotea sobre una avenida llena de coches diminutos y enmarcados por las vías del tranvía. Cole pasó días subido a todos los rascacielos que se lo permitieron, en una ciudad donde prácticamente no hay otra cosa, obcecado como un Ahab negro y de gafas de pasta en dar con el ángulo exacto de la imagen y desentrañar qué le fascinaba tanto. “Cuando algo me emociona, necesito ponerme en su lugar”, justificó entonces. Encontró el lugar —el edificio Banespa, proyectado por Plínio Botelho de Amaral— solo el día antes de volver a casa: era una de las muchas azoteas por las que ya había pasado, solo que la había mirado con una lente equivocada. Nada más. Pasar por el lugar real no le había aportado nada. El edificio era un mundo y la imagen otro. “Todo es una exploración de la imposibilidad de capturar la realidad”, se lamenta ahora, con característica aridez, sentado en una animada terraza del barrio de Consolação.
A Cole se le puede llamar hoy, diez años después de publicar su primera novela, “referente intelectual estadounidense”. Él objetará, claro, pero no por lo de “intelectual”, sino por lo otro. “En Estados Unidos el espacio intelectual se está contrayendo. Te encuentras mucho ruido y poco pensamiento sutil. Parece que todo lo que hace falta es estar en contra de Trump, y eso no requiere mucho esfuerzo intelectual. Hasta los monstruos están contra Trump”, se lamenta. “Esfuerzo intelectual sería preguntarse no cómo hemos llegado hasta aquí, sino cuánto tiempo llevábamos ya aquí”.
Sobre el papel, la respuesta es fácil: Cole lleva 42 años en el mundo, 17 de los cuales los pasó en Nigeria con sus padres antes de volver a su Estados Unidos natal. En São Paulo lleva dos días, preparando una charla sobre fotografía que dará esta misma noche. Y da esas charlas en universidades de todo el mundo desde que sus dos novelas, sobre todo la segunda, Ciudad abierta (2011), le propiciaran autoridad, prestigio y una columna sobre fotografía en la revista de The New York Times. Pero todo eso es sobre el papel. Cole se refiere a lo que muchos blancos solo descubrieron con la victoria de Donald Trump: que algunas de las pulsaciones que más mueven a su país son las que más ocultas están. “El momento actual más que sorprender, me resulta familiar”, advierte. “El proyecto americano es fundamentalmente brutal. Nunca pretendió proteger a todo el mundo, aunque eso es lo que está escrito en un lenguaje precioso, porque depende mucho de una clase oprimida, que por supuesto han sido los negros, aunque ha habido otros. Mira, Obama no cumplió muchas de sus promesas pero al menos nos abrimos a que pudiese haber cambios pequeños. Nos permitimos la posibilidad de la esperanza. Ahora llega este tío y solo nos queda recordar que no va a durar, que se va a morir un día”.
Pero a Cole no se le retrata preguntándole por sus no pocas preocupaciones (“El cambio climático, el estado de las escuelas, la violencia contra las mujeres, el coste de los medicamentos… ¿y por qué metemos a tanta gente en la cárcel?”). De complexión enjuta y carácter severo, reservado no está claro si por predisposición filosófica o por ser celebridad cultural, se le ilumina el gesto solo cuando habla de cosas como la importancia de los detalles o lo ilusorio de la realidad. Es decir, de imágenes. Preguntado por su forma de escribir, centrada en los detalles, contesta: “Al ver una imagen, tendemos a buscar qué tiene en común con lo que ya conocemos”. Señala al edificio que tiene delante, una construcción de viviendas más de São Paulo, con su verja, su jardín y su facha en estricto estilo internacional : “En Nueva York también tenemos cafés, puertas y porteros automáticos. Pero aquí luego ves que los edificios tienen nombre, y que ese nombre es más importante en la fachada que el número de la calle. Hay que darle trabajo a los detalles porque lo cambian todo”.
De la literatura a Instagram
Cuando escribía literatura, era famoso por sus tuits; en 2014 abandonó Twitter y se fue a Instagram: ahora es famoso por sus fotos y acaba de sacar un libro con ellas, Blind spot. De hecho, es uno de los fotógrafos más famosos de la década, tan especializado en naturalezas muertas asépticas que se le ha llamado heredero de Stephen Shore. Él también tiende a mostrar lo que en apariencia no es nada —estanterías, fachadas, paredes— y dejar que el espectador le dé sentido. “Me atrae el detalle psicológico, la existencia de ambigüedad e incertidumbre. Si haces una foto de alguien que ríe, es simple: es una foto feliz, lo cual acaba aburriendo muy rápido. Pero si haces una foto de alguien de espaldas, ¿está feliz, triste, enfadado o melancólico?”.
“Me interesa dar cancha. Dejar que cualquier cosa entre en el espacio de la foto", resume. "Hacemos una foto de esta pared, que aparentemente no es nada, y dejamos que pase lo que sea. A lo mejor alguien ve la historia del barrio de Consolação. A lo mejor alguien ve que los camareros son de piel más oscura que los clientes. Quizá alguien opine que los camareros de piel oscura, que vienen aquí todos los días a trabajar, viven más lejos que los clientes que acaban de salir de su apartamento caro. A lo mejor alguien recuerda cómo era el barrio antes de que se mudasen los apartamentos caros. Eso no está en la foto”.
Lo cual le devuelve a su gran obsesión, la que plasma en todas sus imágenes y la que llena todas sus charlas: la realidad le aburre como fotógrafo, como Dios aburre a los filósofos. “Te propones ir a Brasil y hacer fotos de los indígenas, de gente bailando en Río, del Cristo Redentor, de la Avenida Paulista. Vale, eso es Brasil pero a la vez no lo es. Porque no está esto [señala a su alrededor] y esto también es Brasil, aunque a la vez por sí mismo no es nada. Te convences de que has capturado la realidad pero solo es un tópico. Te estás apoyando en gestos preestablecidos. Tienes que abandonar la idea de que puedes plasmar la realidad, así es como te liberas para hacer un trabajo más auténtico y buscar otras formas de tensión”.
Y al concluir parece que nunca se fue de lo alto del edificio Banespa, mirando el lugar acertado con la lente equivocada, comprobando lo poco que dependía de la realidad su percepción de la foto y cuánto sí dependía de todo lo que estaba fuera de ella. “¿Cuál era la mejor cámara para hacerle una foto a unos desconocidos en São Paulo? La que tenía en aquel momento para recrear aquella foto no”, señala. “Pero la presión en la vida, en cualquier momento, si eres artista, es la misma. Tienes que testimoniar. Yo no soy de esas personas que solo es artista cuando lleva un trípode encima”.