Por Ariel Dorfman
El País (Es)
Hace años que admiro los conmovedores relatos de George Saunders, pero nada me preparó para el salto cualitativo que da este autor con su deslumbrante e inaugural novela, Lincoln in the Bardo, que acaba de ganar el Premio Man Booker. Es cierto que, como en esos cuentos, la novela está protagonizada por hombres y mujeres marginales, perdedores empedernidos, olvidados de la mano de Dios, a los que Saunders redime por medio de su tierna compasión y sentido de humor extravagante. Pero Lincoln in the Bardo se diferencia en algo esencial: casi todos sus personajes están muertos. Si pueden narrar sus apetencias, recuerdos y frustraciones es porque Saunders los sitúa en el Bardo, una zona intermedia entre la vida y la muerte donde, según las creencias budistas, van a dar los seres que se niegan a reconocer su propia extinción, surcando el tiempo eterno a la espera de que alguien les devuelva su lozanía truncada, sin comprender que lo que necesitan es que algún salvador los ayude a cortar el hilo de su memoria para que acepten el río de la muerte definitiva.
Lo extraordinario es que la persona que ha de rescatar a estos espectros de aquel purgatorio desolador y mentiroso es nada menos que Abraham Lincoln, que va a pasar la noche del 25 de febrero de 1862 velando en el cementerio a Willie, su hijo de 11 años que acaba de morir de tifus. Esa pérdida no podría haber acaecido en un peor momento para este padre ni para EE UU, un país enfrascado en una sangrienta guerra civil donde no está descartada la victoria del sur esclavista. Cayendo en una insondable depresión por el fallecimiento de su niño favorito, abrumado por tantas otras muertes en el campo de batalla, tantos huérfanos y viudas y padres desconsolados, Lincoln se pregunta si el vasto sufrimiento que él ha generado tiene sentido. Es un laberinto del que tiene que salir si ha de salvar a la República.
Estas dos tragedias, la familiar y la nacional, las contextualiza Saunders con un collage de citas de la época, algunas auténticas y otras apócrifas, al mejor estilo borgeano, comentarios que nos permiten adentrarnos en las presiones que pesan sobre el presidente. Pero lo que de veras va a influir en él durante esa larga noche del alma son las voces de los muertos, cada uno con sus secretos y remembranzas. Lincoln no los puede escuchar, pero ellos sí lo oyen a él mientras se dedican a proteger a Willie de una manada de demonios malignos que quieren consignar al pequeño a un abismo infinito de dolor. Esta lucha paralela de los fantasmas —¡cada uno un personaje inolvidable!— contra la perversidad va a permitir la transfiguración moral de Lincoln, llevarlo a comprender que debe hacerse plenamente responsable de los terribles sacrificios que requiere una guerra fratricida, con tal de que el resultado sea la emancipación de millones de esclavos. Y todos esos nómades del cementerio —Willie, los espectros, Lincoln mismo— son visitados un poco antes del amanecer por una revelación casi mística: el sentido de la existencia consiste en “aliviar la carga de tristeza que sufren nuestros semejantes”. Armados de esta certeza, Willie y sus múltiples defensores pueden encontrar la paz que merecen, y el presidente puede enfrentar las tareas de una guerra ineludible y, cuando ésta haya terminado, hermanar a los enemigos.
Hay mucha agonía y angustia en esta novela, pero no podría culminar en un desenlace tan enaltecedor, casi un happy ending utópico, si no fuera porque Saunders ha logrado crear un mundo de ultratumba que se pinta con sorprendentes y deliciosos trazos cómicos. El autor desata la risa transgresiva en medio de los sepulcros, incorporando en un camposanto supuestamente sagrado escenas dignas de los hermanos Marx. Es una hazaña literaria notable, uniendo a Dante con Rabelais, Mark Twain con Whitman, lo carnavalesco y procaz de la picaresca con la solemnidad de las oraciones fúnebres. Y una señal de la inmensa amabilidad con que Saunders trata a sus personajes, o tal vez la palabra sea kindness, una virtud que ha ensalzado en sus ensayos como la máxima virtud de la especie y que viene a ser, en una traducción siempre inexacta, la exigencia de practicar con los demás una compasión cotidiana y generosa. Aunque comulgo con este altruismo de Saunders, hay algo que me sabe a demasiado sentimental y fácil y excesivamente edulcorado en esta visión. Me cuesta reconciliarlo con la crueldad y alevosía que observo en nuestro planeta.
Tal vez mi escepticismo ante la bondad inagotable que predica Saunders se deba a que su excepcional novela sobre el más allá ha aparecido en 2017, precisamente cuando se celebra el centenario del nacimiento de Juan Rulfo (efeméride que no ha merecido ni una mención en la prensa norteamericana). Como latinoamericano que creció alucinado por Pedro Páramo, no puedo dejar de preguntarme qué harían los personajes de Saunders si estuviesen encerrados en el infierno incestuoso de Comala, presos de un caudillo satánico y voraz en vez de que los cuidara un líder como Lincoln. Quisiera que el mundo fuese como lo recrea Saunders, pero temo que sea Rulfo el que nos haya dado una visión más veraz del destino y muerte final de nuestra torcida humanidad. Quizá solo los muertos saben la respuesta.