Por Madeleine Sautié
Diario Granma (Cu)
(Desplomándose en una silla, cerca de la puerta, oculta el rostro entre las manos) ¡Nora, Nora! (Mira en torno suyo y se levanta) Nada. Ha desaparecido para siempre. (Con un rayo de esperanza) ¡El mayor de los milagros…! (Se oye abajo un portazo al cerrarse la puerta).
Para quienes aman el teatro y la literatura, no es difícil identificar, sin haber siquiera llegado al final del texto citado, que las palabras anteriores son de Helmer, personaje de Casa de Muñecas, una de las obras clásicas de las letras universales.
De extraordinaria celebridad puede reconocerse esta pieza teatral, escrita por uno de los grandes dramaturgos nórdicos, el noruego Henrik Ibsen (1828-1906), autor de Espectros y Un enemigo del pueblo, entre otras obras dramáticas, considerado el padre del drama realista moderno.
Nadie que la haya apreciado, ya sea mediante su lectura, su puesta escénica o su versión cinematográfica (filme argentino dirigido por Ernesto Arancibia) podría olvidar, más allá del argumento, el portazo final, porque más que un golpe estridente que sella la conversación de sus protagonistas y de la obra misma, el estrépito derrumba un mundo maquetado por la sumisión y la dependencia femenina de todo tipo, para entrar en otro muy distinto donde la mujer deberá despojarse de apariencias y fantochadas que hasta entonces fueron su más «perfecta» envoltura.
Pero existen otras circunstancias que también hacen inolvidable una obra como Casa de Muñecas, donde subyace la irreverencia final de la dulce Nora y el desplome de Torvaldo, incorregible y drástico, ante la partida inesperada de su mujer. Ese espacio es la escuela.
Casa de Muñecas forma parte de las obras que la asignatura Español y Literatura contempla, en el programa de estudio de la enseñanza preuniversitaria. Con mucho entusiasmo los estudiantes emprenden –si se les orienta hacerlo– la lectura dramatizada o la dramatización misma (la que lleva montaje escénico, vestimenta, memorización de textos…). La actividad altamente motivadora es disfrutada tanto por los que integran el «elenco» como por los espectadores que gozan de ver las disposiciones histriónicas de sus amigos, convertidos por instantes en actores.
Quienes han recibido la literatura como se debe, sabe que aun cuando no se es un lector activo, las obras dramáticas tienen un gancho especial para la lectura. Al estudiante le resulta atractiva la necesaria distribución de los parlamentos y no es difícil que se dé el hecho. Si las obras dramáticas no pasan de largo en los contenidos seleccionados por los profesores (también se contemplan Romeo y Julieta, de Williams Shakespeare; Tartufo, de Moliere; y La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca), es muy probable que las clases resulten, además de un espacio de enseñanza, la oportunidad de experimentar la bendita dependencia de un libro.
Las líneas anteriores son el resultado de haber visto por estos días en algunas librerías Casa de Muñecas, de la editorial Tablas Alarcos. Como se sabe, por más esperadas que son las vacaciones, cuando van en declive, unas ansias irresistibles por empezar las clases inunda a los estudiantes.
Ojalá no sean pocos los que aprovechen estos días para leerse de un tirón Casa de Muñecas. Sería un aval directo hacia la lectura y la garantía de tener mucho que decir cuando la voz del maestro pregunte qué se sabe del teatro escandinavo o de ese grande del arte universal que es Ibsen. Todo eso, además de haber rociado el mundo de adentro con la pócima de los clásicos.