A veces nos escudamos y hacinamos de una forma predispuesta en algunos maestros, es decir, en aquellos poetas de cabecera que nos han acompañado en las calles y en las astucias de aporreados desvelos, y así olvidamos mirar alrededor, a ese presente que huye ante nuestros ojos, y que camina impávido hacia los canales sombríos de cierta indiferencia que perturba, y aun perturba debido a que sabemos de su presencia, la de Robinson Quintero, de sus ensayos, de su poesía. A veces preferimos no mencionarlo, y así se deja de lado un trasiego, sus derivaciones, sus caminos, sus viajes, en ese desplazamiento siempre inquietante de ser un poeta que transciende ante la consecuencia ineludible de tanta poesía, la suya, y al mismo tiempo de tanta falta de responsabilidad en la escritura en un momento de tanta poesía rupestre. He dicho, nuestros poetas, y lo afirmo sin egoísmo alguno, ellos han permanecido, son una presencia fuerte; siempre regresamos a sus palabras, pero otras veces el misterio de la escritura reclama otras voces, otras compañías, otras definiciones. Por esa razón he buscado la poesía de Robinson Quintero, de lo esencial en él, de su excesivo y turbulento silencio que no debería convertirse en el cilicio para quien escribe.
Siempre he sabido de su poesía, de esa manera tacita de que ella perdure en él, inmerso en su disposición y en sus palabras siempre tan precisas. Él siempre desplazándose entre dos ciudades, Bogotá y Medellín, trasunto de su camino intelectual, espacio vital para el escritor que se refugia en ellas; iba a decir en su ubicuidad. De ahí que Robinson posea esa destreza de andariego que lleva a que su escritura esté mediada por el viaje, no en vano uno de los momentos de más presencia en este libro es ese tema, que es una predisposición: su actitud, pero ante todo por la reflexión constante por la poesía, por la maceración de sus poemas y ante todo por su oficio de poeta.
Robinson el tema del viaje lo define en su escritura, sentimos el peso de él al comentarlo, al describirlo todo, se regodea al mirar el chofer como una suerte de piloto, Jasón salido de los textos de historia ahora en sus continuos viajes, llevando pasajeros que no sabe que alguien lo escribe y lo describe. El escritor escruta y define no solo el paisaje, sino su viaje junto a ellos, los pasajeros; todos honrados por el paisaje que huye tras la ventanilla. En el viaje nos desnudamos, es tanto el paisaje que se sucede a cada minuto, es tanta la presencia de extraños, de ese mundo cotidiano que es una representación que se disolverá en la llegada cuando el poeta necesita atraparlos. En el viaje no somos nadie para nadie, pero sí somos algo para quien viaja, el todo se amontona, el todo aparece con sus pesados fardos, la sombra personal reaparece para acompañarnos en el viaje; cada viaje es una experiencia. Allí, en ese tópico, Robinson se encuentra en toda su solidez, su escritura es más incisiva, más llena de su circunstancia. En el viaje, en sus poemas, donde el viaje es su experiencia continua, el poeta se desgaja de su ser y necesita decirlo todo, ver todo. No le cuesta trabajo encontrar cómo es cada viaje, lo sencillo, su avidez por lo simple que nos acerca, que da la apariencia de lo intrascendente, cuando en realidad su escritura en esa misma simpleza haya la razón de su vitalidad.
Hoy he visitado y conversado con Robinson no en una isla desierta sino en su libro, Invitados del viento, Poemas reunidos (Colección Poesía, Editorial U. de A., 2020). De un libro su título es el portal que se constituye asimismo en una invitación para entrar en esa morada de palabras. ¿Cuál es la razón para su título? Desbrocemos las palabras que lo componen: los invitados, son aquellos que se van a agasajar, pero al mismo tiempo al ser llamados por el viento significa que son instancias, personas o circunstancias de paso, que se van, que se alejan, que regresan, que al fin de cuentas en esa dinámica no se han ido. El viento mismo posee la aureola de lo frágil, de traer ese evento que inquieta en lo ya disuelto o en la dulzura cuando se empoza en su élan vital y el poeta debe atraparlo para que no solo posea el acontecimiento de los regresos, ante las ausencias sino el encanto, a veces, oscuro de la nostalgia.
De ahí que, en este lapso de la lectura de un libro, de su libro, en sus primeras páginas he visitado a Caramanta. El poeta la ha mencionado, la exalta varias veces, y, además, añade que nadie le ha escrito a su pueblo, mientras él sí debe hacerlo. De no hacerlo, de no mencionarlo, él sabe que no tendría justicia sino un remordimiento severo. Pero es justo decir que no solo la visita, sino que la trasciende. Es más, ahí en esos poemas iniciales, reside no solo Caramanta, sino su abuelo, su padre, su familia, el hermano asesinado y, sobre todo, alarma el brioso desasosiego que él se permite mostrar con una búsqueda sistemática en las mañanas con el árbol de naranjas que convive en sus poemas sencillos, diáfanos como esas mismas mañanas y su ámbito de infancia que captura, que necesita, sí necesita redefinir para decirnos que la infancia es la patria a la que siempre se regresa como en un tajo vindicativo.
Luego se inicia una lista de elegidos, que lo asisten y lo acompañan a la liturgia de su quehacer, de lo preciso que es su oficio, que no lo cansa, que lo redime. Cita a sus pares: Supervielle, Hordelin, y, además, a otros poetas: Fernando Linero y a Rafael del Castillo, a Luz Eugenia Sierra, a Daniel García Helder, a Ligia, en esa esquina de La Candelaria. Siguen: Octavio Mejía, Mario Rivero, Gustavo Ibarra, Arturo, Rimbaud, Apollinaire, Ramón Cote, Baudelaire, Gustavo Adolfo Garcés, Jaime Jaramillo Escobar, Fernando Herrera, Milcíades Arévalo. Al tenerlos presente entendemos de una vez que ellos son parte del paisaje vital de la escritura en el país. Al recordarlos los eterniza, se convierten en sus compañeros de viaje. Así los reclama.
Robinson permite al lector aceptar que él ha elegido, es decir, mencionado a uno de sus invitados del viento, su lugar de origen con su entorno venerado que lo cerca. Ya en estos otros poemas su origen se redefine y demarca su oficio y nos hace pensar que el poeta se constituye en otro de los invitados del viento, debido a la fugacidad de las palabras, de la poesía misma, al capturar instantes que de no hacerlo el viento huracanado de las sombras llevaría y pasaría a confinarlo en el sitio mismo de su desazón y exigencia: vigilar que sus palabras no mientan. Así, en este apartado, sus palabras tan sopesadas, establecen su compromiso sobre el terror de empañar su propia escritura, de ahí su exigencia. Además, define, en Hormigas, su labor: “Seguiré mi tarea / hasta que no caigan más de mi mesa / estos versos”. Decididamente, después con ahínco en El peluquero señala: “El poema es el oficio de las manos de un hombre”. A través de un oficio decanta su quehacer y enriquece su texto con un alcance más necesario en lo humano, ya que su definición de este quehacer deja lo etéreo y repara en lo cotidiano que observa en su esencialidad. Luego en, Sin amor, continúa hilvanando su camino no solo por los baldíos de la ciudad: “Miro desde mi ventana las horas / permanezco / persevero / doy de comer a las palabras”.
De ahí la continua pregunta que es casi una obsesión sobre el oficio de poeta, sobre el destino de su escritura que lo lleva a una constante reflexión: “El poeta es quien más tiene que hacer / al levantarse: / saludar el día / espantar los pájaros amargos / limpiar las palabras / regarlas y vigilar / que no mientan “.
De tal manera su poesía, refrendación a su escritura, va adquiriendo sentido. Robinson presiente su compromiso al admitir en Oración esa mixtura en un burdel entre poetas y prostitutas como oficios que poseen cierta afinidad a lo mejor electivas, pero sobre todo sensitivas: “También para mí espera el trabajo / También para mí se hace tarde”. Al continuar leyéndolo encuentro palabras que son casi esas claves, huellas, que irán definiendo su concepción de escritor. En Poema que madruga insiste: “Buscador de poesía / contemplo desde aquí la otra orilla: / hacia la noche voy lleno de luz “. ¿Cuál es aquí sinónimo de luz: esa palabra que no menciona?: ¿Creatividad? ¿La poesía misma? ¿Sus entelequias? ¿Su exorcismo?
En El malabarista, prosigue esa liaison que mezcla ahora con otros oficios que repasa, El carnicero, El lustrabotas, El dentista; personas que solo se encuentran en las calles, así como las prostitutas que atraen en las aceras como sílfides derrotadas. Estos oficios, junto al transeúnte que todo lo mira y lo deja de lado, es la compañía del poeta en su apropiación de la ciudad. Por eso añade “La poesía es también la experiencia del poema”. Muy cierto, para escribir y digerir las palabras, estas deben de haber hecho sentirlo esta instancia que sobrecoge para que las haga trascedentes y escriba sobre alguna persona o evento que haya captado.
En Alegría refiere, “La poesía feliz de día…que además de completar sus paisajes añade: Camina / camina/ vagar es un ocio justo”. Por supuesto que el poeta necesita caminar para superar su definición de poetizar que ha ido encontrando en cada poema. En Perro ya comienza a cristalizar su centro, su momento: “Igual yo / después de la noche / vagando sin rumbo /agradezco el anuncio de la luz”. En El poeta y el atleta corrobora: El otro vaga / —corredor de fondo también—/ vaga simplemente / sus ojos abismados / su corazón ocioso”. En Temporada de pájaros añade: “Escritor de la mañana / que va sin premura / componiendo el texto del día/ sin que se apunte a una escuela / sin que se note el oficio”, pero aquí ese efecto letal de recogimiento lo lleva a señalar:
Mi comida solitaria te ofrezco hoy
Señor
y este poema que susurro
en el silencio de mi cuarto
Contra la ventana sopla el viento
de costado
Mi corazón se angosta en las hendijas
Quien no vino hoy
no vendrá mañana
Mi corazón se angosta en las hendijas
En Autorretrato define su característica y su esencialidad, su ser de escritor: “El lápiz del poeta se asoma/ por el bolsillo roto/ Viene de las calles/ de la lluvia/ y espera”
Así Robinson en su isla, que es la habitación del poeta, merodea, piensa, medita para encontrar la definición precisa que defina y clausure ese círculo que es la pregunta no resuelta, que siempre admite, acerca de ese enigma interior sobre la significación de la poesía y sus poemas. Esa pregunta que no hace más que atraerlo, lo atrapa, una y otra vez regresa a ella, nunca lo molesta siempre la necesita para justificar su escritura, la desazón de su misma creatividad. Ya más adelante responde unas de las preguntas buscadas en el apartado anterior: “—porque la poesía hace suyo lo anónimo del mundo—“.
El poeta persiste en ese enigma tan personal que es el eterno regreso a una de sus preguntas sobre el oficio significativo de la poesía en sí que lo deja perplejo cada que la menciona, y sobre todo la escribe, pero no para un ajuste de cuentas sino, a lo mejor, al haber llegado luego de esa movilidad que le ha dado el llegar al poema, donde ya no hay comienzos sino la cristalización, que es su circunstancia casi resuelta del ser en su poesía.
En El poeta da vuelta a su casa: hay epígrafes de Peter Handke, de un texto que lo deslumbra: La tarde de un escritor, la explicación es total, se identifica con él, en su silencio, en la elipsis del silencio en su casa, en el apartamiento para acercarse a la observación de lo cotidiano cuando las reflexiones lo asedian. Es entonces que la llegada del doble acude para acompañar al poeta en su monólogo, como si fuera una conversación, un reclamo de ese otro que va con él, que lo acompaña, que reflexiona, que camina a su lado. Un doble que va delante de él y es escudriñado por su dueño, es un doble diferente a los demás que se proyecta y exige y siempre lleva la contraria, pero que escribe sus poemas y además es su compañía. Machado siempre nos sigue diciendo: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”.
Hoy 16 de diciembre he visitado al poeta en Rionegro, hemos subido el ascensor, luego de algunos pasadizos, su piso. La habitación del poeta ofrece la austeridad necesaria para que el poeta no se distraiga sino con la compañía de libros, de los suyos, y de sus lecturas necesarias, así como una mesa para el computador donde se conecta con el mundo, lo que da la sensación de saber que él, sí, el poeta y ensayista, Robinson Quintero Ossa, necesitara del silencio, del apremio de su soledad bien preservada, de vivir con lo necesario como si mañana pudiera salir para otra ciudad de una manera fácil, es decir, siempre anda dispuesto para iniciar el viaje. Eso sí Peter Handke le señala: “En tanto esté solo, seguiré siendo sólo yo solo. En tanto esté entre conocidos, seguiré siendo un conocido”
Tomado de Neonadaísmo 2011
Víctor Bustamante