Revista Pijao
Relatos épicos entre el fútbol y el periodismo
Relatos épicos entre el fútbol y el periodismo

Por Julio César Guzmán

El Tiempo

Este partido arrancó en 1973. Cuando Rosario Central quedó campeón argentino y su rival, Newell’s Old Boys, se aprestaba a sucederlo. En tiempos de Perón y Charly García, un jovencito (un pibe) entró a trabajar al periódico 'Crónica' y recibió su primera asignación:

“Me mandan a cubrir un partido de primera D (hoy, quinta división). Era como a las 4 de la tarde y yo me empecé a preparar a las 8 am., qué se yo… Me compro un cuaderno, tres lapiceras, no quería olvidarme nada, la credencial que me habían dado en el diario Crónica… Llegué con mucha antelación, hablé con el técnico, con el presidente, había anotado 800 mil cosas. Y me habían dicho: ‘Tenés que llamar al diario, apenas termine el partido’.

Yo llamo, me cuesta mucho conectarme y finalmente puedo hablar con Deportes:

- Hola. Llamo desde la cancha de Victoriano Arenas y…

- Pibe, ¿cómo terminó el partido?

- Victoriano Arenas 4, Juventud Unida 1.

- Gracias, pibe. Hasta el sábado.

Y me cuelgan”.

La desilusión de Jorge Barraza por no haber podido transmitir las tres páginas que tenía preparadas para su debut en la prensa argentina no pudo sepultar su descomunal talento para la crónica deportiva. Es más: al día siguiente, corrió a la estación del tren a comprar el diario y ante la muestra palpable de su bautizo periodístico, le señaló al vendedor con orgullo: “Esto lo hice yo”. Era una línea insignificante que reportaba el marcador: Victoriano Arenas 4, Juventud Unida 1.

La historia, aunque real, tiene esa carga épica de las grandes faenas del fútbol. Huele a grama recién cortada, suena al golpe seco del guayo contra el cuero y se siente metálica como el tiro en el poste que nos niega un gol. Los cinco sentidos se hinchan con las 21 historias de fútbol y periodismo que Barraza presenta ahora en su libro '¡Alfredito, Alfredito!', publicado por Ediciones B.

El título obedece a uno de los fragmentos más tiernos de esta recopilación y su diminutivo recae sobre Alfredo Di Stéfano, gloria eterna del Real Madrid, de Millonarios y de River Plate. Pero debería recaer sobre Jesús Menéndez, el dueño de la panadería del barrio Barracas, en Buenos Aires, que le regalaba panes dulces al pichón de crack, cuando este era niño. Muchos campeonatos y muchas leguas marinas después, la estrella fue a jugar a Oviedo (España) y mientras paseaba escuchó su nombre familiar, como solo lo llamaban sus padres y sus vecinos. Al voltear, estaba ahí don Jesús, envejecido, que había vendido la panadería, regresado a su natal España, y perseguido por diferentes canchas, hasta encontrarlo en las calles anexas al estadio de Buenavista, donde jugaba el Real Oviedo. El amor del fanático al fútbol se vio recompensado con el gol que le dedicó esa tarde ‘la saeta rubia’.

Para recoger y reconstruir estas historias, Barraza pasó muchos años en las tribunas, en los campos de entrenamiento, en las salas de redacción, hablando con la gente del fútbol y con colegas periodistas. En Argentina, en Perú, en Colombia. Y en Ecuador, donde se gestó una anécdota singular:

“Juan Manuel Bazurko era un sacerdote español que fue destinado a una parroquia en Quevedo (Ecuador), y el tipo jugaba bien a la pelota. Un día se presentó ante los muchachos de Quevedo, jugó y metió goles. Y le dijeron a la gente de Liga de Portoviejo, que es el equipo de por ahí, que el sacerdote era bueno. Lo invitaron y se convirtió en jugador de fútbol. Era un tipo joven, unos 26 años. Y le fue tan bien en Liga de Portoviejo que lo contrató Barcelona, el equipo de Guayaquil, que justo empezaba a jugar la Copa Libertadores. ¿Qué pasa? Le toca Estudiantes de La Plata, tricampeón de la Copa en el 68, 69 y 70. Esto fue en 1971, defendía el título e iba invicto en su cancha. Nadie daba dos pesos por Barcelona, que iba a jugar en La Plata, pero la cuestión es que va Barcelona y le gana 1-0 con gol de Bazurko. Fue locura colectiva. Y entonces Arístides Castro, un comentarista enloquecido, al que conocí bien, gritó en la radio una frase que pasó a la historia: “Benditos serán los botines del padre Bazurko”.

Barraza es un hombre de fútbol. Tanto que de niño vivió en una cancha de fútbol. O al menos en una casa que le gambeteó un buen terreno a una de ellas, y allí corría por la raya el joven Barraza, de puntero diestro (wing derecho, diría él): “Me lamento porque mi casa fue a cortar los límites de la cancha, a profanar lo que es una cosa sagrada para mí, que es una cancha de fútbol. Y después se fueron agregando otras casas, hasta que la cancha fue desapareciendo. Primero, era una cancha linda, con arcos y redes, y toda marcada como manda el código. La gente le tenía un respeto y decía: “El almacén que está frente a la cancha del Dele Dele”. Y después quedó reducida a un simple campito en el que jugábamos, qué se yo, 5 contra 5”.

El barrio también le enseño de las derrotas. Las de los goles y las de la vida real. Así conoció al profesor Luis Fernando Montoya, que como técnico del Once Caldas besó el cielo al conquistar la Copa Libertadores del 2004 con un cuadro modesto que derrotó a los poderosos Sao Paulo y Boca Juniors. Pero no lo conoció en la gloria, sino varios años después, cuando estaba cuadrapléjico por el disparo de un ladrón. Luego de conversar de fútbol, el periodista le disparó también su ráfaga terrible, algo que no podía tragarse: ¿En realidad era feliz viviendo así? “Soy muy feliz –repuso Montoya–. Porque hago lo que me gusta, miro todos los partidos, hablo con gente del fútbol que me llama permanentemente. Me vienen a visitar y además, porque he querido hacer un esfuerzo sobrehumano para ver crecer a mi hijo”.

Este es el tipo de relatos de '¡Alfredito, Alfredito!', a media tinta entre la página deportiva y la de hechos curiosos. Con una columna en la crónica y su continuación en la literatura. “Yo digo que una de las intenciones de este libro es rescatar historias sensacionales que ha tenido el fútbol y que, si nosotros no lo hacemos, el polvo del tiempo las va cubriendo, hasta que quedan en el olvido”, explica el autor.

Sus crónicas inspiradoras están antecedidas por dos prólogos cercanos: los de los periodistas de EL TIEMPO Gabriel Meluk y José Orlando Ascencio. Cuando el árbitro ya mira el reloj para irse a las duchas, le pregunto a Barraza por el estado actual de la crónica deportiva. Su respuesta es como un gol en tiempo de descuento:

“Los chicos están obsesionados con ir a la televisión, nadie quiere ir al diario. ¿Qué sucede? Que se pierde esa intimidad con la palabra. No hay nada que pueda igualar la fuerza de la palabra escrita. Vos escuchás un partido por radio y salen barbaridades. Dicen “pero qué animal, qué hizo, si estaba solo, la mandó a los caños”. Y al otro día no pasa nada. En cambio, al otro día, el periodista escrito pone “Gómez jugó mal”, y Gómez lo lee y dice ‘Qué vergüenza’. Le duele profundamente porque tiene la fuerza de la palabra escrita (…) Estamos frente a una generación de jóvenes digitales. No usan ni lápiz ni papel (...) No son grandes lectores, tampoco. Yo no veo un chico que compre un diario. Y eso es lo que marca el futuro. Me parece preocupante. Porque la madre del periodismo, la gran escuela del periodismo es la redacción de un diario. Acá es donde aprendés todo”.


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