Por Enrique Krause
The New York Times
Tras la traumática derrota de 1898, España prohijó dos generaciones de artistas, pensadores y autores cuyo genio no fue inferior al de los grandes poetas, pintores, filósofos y dramaturgos del Siglo de Oro. Conocemos los nombres célebres: Ortega y Gasset, Unamuno, Picasso, Machado, García Lorca, pero el elenco de figuras de primer orden era inmenso.
Culturalmente, España era una potencia que habría sucumbido tras la derrota republicana en la Guerra Civil (1936-1939). Ese era el designio de Franco. Por fortuna, gran parte de esa riqueza cultural se transfirió a Iberoamérica. Sus protagonistas acuñaron un neologismo para describir su situación: no eran exiliados en una patria ajena, eran transterrados en la patria grande del idioma español.
En el caso de México, todos los que trabajamos en la vida cultural —varias generaciones desde 1940— somos hijos o nietos intelectuales de aquellos historiadores, filósofos, sociólogos, poetas, novelistas, pintores, musicólogos, juristas transterrados que se avecindaron en nuestro país. Su actividad fue incesante: fundaron editoriales, publicaron libros, impartieron clases, fueron editores y traductores. La pérdida de España fue la ganancia de México.
Fallecido el miércoles 26 de julio, Ramón Xirau fue el último de los maestros transterrados (vive el gran narrador José de la Colina). Nacido en Cataluña en 1924, llegó a México en 1939 acompañado de su padre, el filósofo Joaquín Xirau. Aquí desplegó, por más de siete décadas, un incansable apostolado intelectual. Fue profesor de Filosofía en instituciones privadas y públicas, en particular la Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio de México y El Colegio Nacional. Fue el principal animador del Centro Mexicano de Escritores, hogar literario de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Rosario Castellanos. De 1964 a 1985 fue el editor de la revista Diálogos, fino eslabón en la cadena de revistas literarias mexicanas que nació en el siglo XIX y sobrevive hasta ahora.
Como escritor, Xirau cultivó varios géneros. Publicó una Introducción a la historia de la filosofía llena de claridad, comprensión y empatía. Su discípulo Julio Hubard escribe: “Lector de los humanistas catalanes y de Montaigne, de los racionalistas (Descartes, Pascal), de Kant, Hegel y el existencialismo cristiano (Kierkegaard, Marcel, Maritain), su filosofía no es una suma de elementos, sino una destilación original de tradiciones. Es una espiritualidad y una forma de vida”.
Como crítico fue visionario y agudo pero también generoso. Según José Emilio Pacheco, en Tres poetas de la soledad, obra de Xirau sobre Gorostiza, Villaurrutia y Paz, “se estableció nuestra gran tradición moderna y comenzó el pleno reconocimiento de Paz”. Acaso su vertiente más profunda y personal haya sido esa zona —tan española— de cruce entre la mística, la filosofía y la poesía. Hijo de dos lenguas, el catalán y el español, ambas comulgan en sus páginas. “Gradas” (escrito originalmente en catalán) es uno de los grandes poemas de nuestro tiempo. Ascenso a la divinidad y canto al Mediterráneo de la vida, concluye así su undécimo canto:
Barcas del mar azul,
los olivos ramos y remos de todo pájaro
hablan, cantan, Gregorio, con luz
que no admite tinieblas. Se abren los libros,
se abren todos los signos –barcas, barcas–
las estrellas nos miran lentamente,
cierran sus ojos las bahías. El arco de la luz
a pesar de Dolor, canta, todo canta,
cuando las naranjas maduras, en el campo
verde caen y son luz,
ah, mar, de barcas, barcas, barcas,
en la bahía abierta, en el cristal
de la bahía de las barcas, barcas, cuando
las naranjas se abren en el cielo.
Hace unos años, al celebrar su cumpleaños 85, hice el elogio de un ensayo suyo sobre el Libro de Job. Xirau ve en aquel texto bíblico el tránsito del Dios vengativo al Dios misericordioso como una hazaña de Job. El Dios de los ejércitos cambia porque descubre su propia capacidad de amar a través del amor absoluto que, a despecho del dolor indecible que ha sufrido —dolor infligido por el propio Dios, tentado por Satán—, le profesa Job.
Ramón era afable, inquisitivo, sencillo. Había dulzura en su trato y en su inteligencia. También él, como Job, había sufrido penas indecibles, pero la belleza de su espíritu, su fe y el riquísimo legado humanístico del que era heredero, lo salvaron con el don de un amor superior que transmitió a sus lectores y alumnos en sus cátedras, ensayos y poemas.