Revista Pijao
Qué lindas tolderías
Qué lindas tolderías

Por Sebastian Basualdo

Página 12 (Ar)

No hace falta haberlo leído para recordar un fragmento, acaso un consejo por más que erróneamente se lo endilgue a Fierro o al viejo Vizcacha. En los colegios es parte de la bibliografía obligatoria, si bien los adolescentes suelen ser reacios hasta que los docentes hacen malabares con la gauchesca y los cruces narrativos para entusiasmarlos y hacerles tomar conciencia de su importancia; en las universidades los análisis críticos se materializan en ensayos o monografías y hasta en tesis doctorales y en las embajadas no suele faltar un lujoso ejemplar de regalo para los extranjeros que contemplan con agradecimiento las tapas forradas en cuero de vaca. Y no faltan los detractores que no encuentran muchas razones positivas para que el Martín Fierro continúe siendo un libro tan emblemático, por no decir representativo. Incluso Borges, que tanto le ha dedicado en su propia obra, tal vez, como se ha dicho, con un afán de clausura o cierre dentro de los simbolismos de la tradición literaria argentina, solía decir (conciente de que es el idioma el que crea el carácter nacional) que otra hubiera sido otra la suerte de la patria si el libro adoptado hubiese sido el Facundo de Sarmiento. Si ya no resulta enigmático, por lo pronto no es tan sencillo agotar los motivos por los cuales un pueblo elige una determinada literatura, un libro como el Martín Fierro de José Hernández, con todo lo que eso de cultural y, sobre todo,  ideológico conlleva. Y esto último puede ser un buen punto de partida para ir detrás de Las aventuras de la China Iron, la notable novela de Gabriela Cabezón Cámara. “Cuando se llevaron a la bestia de Fierro como a todos los otros, se llevaron también al gringo de ‘Inca la perra’, como cantó después el gracioso, y se quedó en el pueblo aquella colorada, Elizabeth, sabría su nombre luego y para siempre, en el intento de recuperar a su marido. No le pasaba lo que a mí. Jamás pensé en ir tras Fierro y mucho menos arriando a sus dos hijos”, dice la que fuera entregada al gaucho cantor a los catorce años como consecuencia de haberle ganado al Negro en un partido de truco. Ahora asumiendo su propio destino, y comenzando por el nombre: “Me llamo China, Josephine Star Iron y Tararira ahora, de entonces conservo sólo, y traducido, el Fierro, que ni siquiera era mío, y el Star, que elegí cuando elegí a Estreya. Llamar, no me llamaba: nací huérfana, ¿es eso posible?”. La pregunta retórica nos instala de pronto en el procedimiento narrativo que no es original -ni tiene por qué serlo-, porque lo singular en este caso no radica tanto en la novedad de traer un personaje de otro universo literario para instalarlo y resignificarlo como lo hizo ya el mencionado Borges, pasando por el Philip Marlowe de Soriano, los super héroes de Oyola y hasta la Bertha de Jean Rhys surgida de Charlotte Brontë, entre otros, sino en el tratamiento que Cabezón Cámara despliega con maestría a partir de un personaje femenino postergado hasta la cosificación y que ahora trasciende lo narrativo para instalarse de lleno en el corazón mismo de una problemática que no es sólo de género sino de todo un paradigma cultural que urge cambiar radicalmente. Si el Martín Fierro como hecho estético es un reproductor ideológico para la constitución del ser nacional, lo que hace Cabezón Cámara es plantear la necesidad de retomar las herencias culturales que se han mantenido intactas a lo largos de los años. “Es difícil saber qué se recuerda, si lo que fue vivido o el relato que se hizo y se rehizo y se pulió como una gema a lo largo de los años, quiero decir lo que resplandece pero está muerto como muerta está una piedra”, dice China poco antes de sumarse con su perro Estreya a una travesía junto a Elizabeth, la mujer que tiene como misión rescatar al Gringo y hacerse cargo de la estancia que debía administrar.

Dividida en tres partes y en capítulos breves, Las aventuras de la China Iron comienza con “El desierto”, donde China narra sus sensaciones, reflexiones y recuerdos en compañía de Liz y un gaucho al que llaman Rosa que encontrarán a mitad de camino y se unirá al grupo. Si algo fascina de manera enigmática desde un principio de la novela, es el nivel de lenguaje que maneja China. Y este es un gran acierto porque es necesario llegar al final de la historia para comprender que ese nivel poético que puede resultar anacrónico, sumado a sus expresiones en inglés, son las consecuencias de una transformación ya vivida, el paso por el deseo y la pasión, el propio cuerpo entendido como otro territorio a conquistar, y es ahí mismo donde reverbera el espíritu de China, algo inocente tal vez, sin maldad seguro, libre y alegre, inteligente y decidida, pero por sobre todas las cosas dueña de un saber que no es tan sencillo de transmitir en palabras. Sólo que antes hay que pasar por “El fortín”, segunda parte del libro y la más lograda junto con la última, donde Hernández aparece como personaje, pintoresco al principio con sus borracheras que terminan siempre de manera estrafalaria, pero que luego se va tornando un ser oscuro y bastante despreciable, su relación con los gauchos, los versos que sin pudor acepta haberle robado a Fierro y lo que representa ideológicamente en relación a la versión que le da a las mujeres sobre los indios y las tierras que supuestamente ellos tienen. La tercera parte, titulada “Tierra adentro”, es mejor no revelarla, más allá del anecdótico encuentro amoroso entre Fierro y Cruz, lo importante radica en que si no hay otra versión de la historia, puede inventarse una nueva. Siempre y cuando haya igualdad y ninguna relación de poder.

Las aventuras de la China Iron. Gabriela Cabezón Cámara. Literatura Random House 184 páginas.


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