Revista Pijao
Pushkin: del exilio y el verso flameante
Pushkin: del exilio y el verso flameante

“El poeta es, pues, robador de fuego”. Así lo definía Arthur Rimbaud, poeta francés del siglo XIX. Letras incendiarias, inflamables; versos fogosos e irreverentes. Trazos que no son máscaras que esconden verdaderos rostros, pero que sí resguardan en la intensidad de la tinta la indignación y la sublevación de un sistema opresor que coarta la libertad. En esto se había convertido la narrativa, el verso y la escritura de Aleksandr Pushkin.

El auge de las ideas liberales y de las tendencias progresistas en las naciones de Europa empezaba a interrogar al zar Alejandro I sobre el carácter conservador que había mantenido la dinastía Romanov desde el siglo XVII con Miguel I. Las apuestas del gobierno ruso le apuntaban a incluir nuevas reformas que cambiaran el escenario político de la nación; sin embargo, la oleada y la tempestad que empujaban las guerras napoleónicas impidieron el giro ideológico del zar, y las circunstancias patrocinarían el refuerzo y la reafirmación del conservadurismo como bandera del gobierno ruso.

Esta decisión fortaleció la atmósfera autoritaria en Rusia. El clima político se atravesó a las utopías y a las entelequias de nuevos focos de rebeldía y liberación. La culminación de la servidumbre en algunos países europeos y la victoria del gobierno ruso sobre las tropas de Napoleón habían alimentado el imaginario de nuevos aires y de la conformación de una sociedad libre de explotación y de deshumanización. Los nobles, clase social a la que perteneció Pushkin, empezaron a chocar con una realidad que se alejaba de sus anhelos y que no entraba en consonancia con los augurios que se desprendían de las dinámicas sociales y de los bruscos cambios que se asomaban detrás de las victorias y de las aboliciones de viejas costumbres.

El hecho de que Pushkin perteneciera al sistema —pues trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores— no lo convertía necesariamente en un individuo incoherente y con un discurso poco conciso. El hecho de hablar desde dentro de las inconsistencias y de la autocracia de Alejandro I exaltaba la relevancia con que respetaba la verdad y la ética por encima de las complicidades. Sus ideas liberales, más no revolucionarias, inspiraban a los gremios que empezaban a protestar por las decisiones retrógradas y los escenarios que reflejaban un retraso en comparación con otros territorios en los que las comunidades empezaban a avanzar en materia de cultura y sociedad en torno a las libertades individuales y a la democratización de las artes. Los principios de Pushkin estuvieron siempre en su horizonte. Sus relatos, su Oda a la libertad, provocaron en el zar una sensación de pesadumbre que lo llevó a exiliar al poeta. Además, el poderío de la rima y la narrativa de Pushkin despertaban pasiones y paroxismos en los grupos liberales y contestatarios, de manera que fue la única solución que hallaron Alejandro I y sus consejeros para alivianar la presión de las voces que exclamaban y exigían un vuelco en la historia.

En principio, Aleksandr Pushkin sería enviado a Ucrania. Sin embargo, como una especie de reconocimiento por su rol de antaño, el zar concedió el permiso para que Pushkin se fuera al Cáucaso. Allí, en esa región montañosa ubicada entre Asia occidental y Europa del este, donde imperios y fuertes naciones de ambos continentes han librado guerras y enormes gestas y donde Prometeo cumplió con la condena de Zeus tras robarse el fuego de los dioses, también habría de ser el destino donde Aleksandr Pushkin, poeta que también se robaría el fuego, como lo diría Rimbaud, continuaría construyendo su legado basándose en sus vivencias, en sus remembranzas, en sus verbenas, en sus angustias. Sus versos replegados de indignación y de pullas no terminarían, pero sí habrían de apaciguarse por los relatos románticos y populares. Su discurso estaría lejano en el plano físico, pero en la esencia su literatura sería insignia para las artes. Como si hubieran sido necesarios el exilio y la censura, el paso de Pushkin por el Cáucaso fue determinante en la constitución de la literatura rusa, pues con la creación de Eugenio Oneguin, la primera novela realista escrita en verso, se fundaría la literatura moderna de Rusia y se marcaría un antes y un después en el lenguaje de la nación. Sus duelos, sus premoniciones, sus visiones, sus precisiones serían imperturbables e imperecederas.

Tras seis años de aislamiento, Pushkin regresó a Rusia. Era el año de 1826. El país vivía un tiempo de grandes revoluciones sociales. La revuelta decembrista, que había ocurrido el año anterior, ya anunciaba una nueva era en la que el poder popular exigía el derrocamiento de la Rusia imperial. La sociedad se unía y las artes no podían faltar. Su rasgo identitario de respaldar las causas del pueblo y de dar testimonio de diversos cambios y acontecimientos, le da al arte, y más aun al arte ruso, la capacidad de presenciar hitos históricos y de servir como inspiración para hacer una revolución con pinceles y recitales. Los poetas románticos de la época, que contaban con algunos poemas de Pushkin, daban la impresión de que había regresado para seguir instigando la libertad de los derechos individuales e incomodar a la autoridad policial y estatal. Sin embargo, las evidencias que se resguardan en su literatura dicen todo lo contrario. Con el paso del tiempo, Pushkin contrarrestó el ruido de sus letras pues el gobierno seguía de cerca sus escritos. Su pluma acaecía y su tinta ya no aspiraba a un levantamiento de la justicia. Incluso, a comienzos de la década de 1830, los conglomerados del liberalismo juzgaron a Pushkin por haber aceptado un lugar en el gobierno de Nicolás I, el sucesor de Alejandro I.

De nuevo, el universo de Pushkin entraba en constante roce entre la realidad que vivía en las postrimerías del gobierno de Nicolás I y las historias que plasmaba en sus obras. La imagen del poeta más seguido en Rusia y la imagen de uno de los trabajadores del zar se confrontaban, incluso se ha llegado a afirmar que la muerte de Pushkin pudo estar predeterminada por el zar y su constante incomodidad con el poeta y lo que este representaba para los ciudadanos rusos.

La desesperación y el calvario de los últimos años de vida del poeta ruso frustraron su porvenir. Su escaso tiempo para la escritura y los oprobios que abastecían la crisis familiar y personal terminaron de opacar el ritmo y la rutina de un artista que se empecinaba en contar su habitar, su mirar, su pensar sobre la Rusia que era gobernada por autocracias y se resistía a liberarse pese a la fuerza de los ciudadanos que luchaban sin cansancio.

El capitán francés, Georges D’Anthés, quien acechaba con fuertes pretensiones a la esposa del poeta, Natalia Goncharova, se enfrentó a un duelo con Pushkin debido a ese altercado que afectaba la vida amorosa del escritor. Las teorías alrededor de las desventajas de Pushkin a la hora de enfrentar al militar francés son muchas. Lo único cierto es que los disparos propinados al poeta le causaron graves heridas. El sufrimiento prolongado por dos días daría un final trágico a un ser humano que había trabajado siempre por el porvenir de su nación. El 29 de enero de 1837, Aleksandr Pushkin abandonaría el mundo pero no con ello habría de irse su legado. Su huella, imborrable e imperecedera, es recordada, admirada y valorada por todos en Rusia. Escritores como Tolstói, Chéjov o Dostoyevski ensalzan y recuerdan la importancia de Pushkin en la concepción de la literatura rusa. Incluso en el libro de Vida de Dostoyevski por su hija, escrito por Aimée Dostoyevski, la autora cuenta que en los momentos especiales en que su padre les compartía a su familia el gusto por la literatura de su país, recitaba un poema en especial que siempre lo conmovía al punto de llorar. El caballero pobre, poema de Pushkin, le recordaba el valor incomparable de la obra del poeta. De hecho, en El idiota, Dostoyevski incluye un fragmento del poema, no solo reafirmando la influencia de sus versos en su narrativa, sino demostrando que las letras de este poeta deben ser recordadas por todos los rusos sin excepción alguna.

Tomado de El Espectador


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