Mira, mira,
perfumados de trébol y artemisa,
ciñendo sus vivos arroyos estrechos
los países del Aisne y del Oise.
Este fragmento guarda la esencia del acto de leer. Con cada texto, con cada obra, el artista parece querer decirnos: “mira, mira, esto es lo que te muestro, pero detrás hay mucho más; ¡aprende a ver!”. Y aparece el punto final y se acaba la obra, y entonces nos damos cuenta de que estamos solos ante el umbral de algo, de una recién descubierta e incompleta “vida espiritual”, la del lector.
Pertenece a Sobre la lectura, un breve ensayo de Proust con el que este prologa el libro que compila una serie de conferencias del esteta y crítico social inglés John Ruskin. Ya desde la primera página, asistimos a una detallada descripción del proceso de lectura presentado con los mismos procedimientos y artificios que caracterizan la producción novelística de Proust: el juego con el tiempo, la minuciosidad descriptiva, los saltos temporales…
En un momento en que la literatura es ligera en cuanto al estilo y simplista en cuanto a la plasmación de las ideas, la escritura de Proust—muy diferente a la de hoy en día, por eso no está de moda— nos sacude la pereza, desafiándonos a no perder el hilo de sus frases eternas mientras nos activa la inteligencia. Así, mediante párrafos llenos de oraciones subordinadas que parecen multiplicarse en otras que van abriendo un abanico de ideas infinitas, este escritor francés —uno de los grandes de finales del XIX y principios del XX— más que defender la lectura, analiza su función y el alcance de esta en la formación del creador y del lector en general.
Comienza el ensayo con una encantadora escena. El protagonista, totalmente concentrado en la lectura de un pasaje fantástico de una novela, busca un rinconcito, casi clandestino, para leer. Encuentra la soledad del comedor, lugar donde no solía entrar nadie hasta la hora del almuerzo y en el que no tenía más compañeros, muy respetuosos con la lectura, que los platos pintados que colgaban de la pared, el calendario cuya hoja de la víspera había sido recién arrancada, el reloj de péndulo y el fuego, que hablan sin pedir que les respondamos y cuyas dulces frases vacías de sentido no acuden, como las palabras de los hombres, a sustituir un [sentido] distinto al de las que leéis.
Un pasaje muy literario cuya esencia ha sido plasmada por otros autores como, por ejemplo, Italo Calvino en “La aventura de un lector”; relato en el que sustituyó el comedor por el mar y en el que supo plasmar con gracia y mucha ironía el incordio que supone que el mundo se alíe para fastidiarte la lectura de un fantástico libro que tengas entre manos. Sin tanto humor pero con un estilo envolvente, puntillista, característico de los impresionistas y que desplegaría en su novela-catedral En busca del tiempo perdido, Proust nos llena la retina de detalles, con exactitud obsesiva a veces, que describen a la perfección el lugar elegido para disfrutar de la lectura.
Primera idea
¿Os habéis preguntado por qué cuando recordáis tan bien las lecturas de vuestra infancia y adolescencia sois capaces de rememorar datos externos que os rodeaban y sobre los que la lectura hubiera debido impediros percibir algo? En opinión de Proust —y de aquí extraemos la primera idea interesante— es porque esos días que creímos dejar sin vivir y que pasamos leyendo un libro son los que, quizás, hayamos vivido con más plenitud; todo eso que supuestamente nos podía molestar grababa en nosotros un recuerdo dulce y casi más valioso que el recuerdo que nos deja, en el momento en el que pensamos en ello, lo que leíamos entonces con tanto interés. Y esto nos lleva a la segunda idea interesante.
Segunda idea
La vida no puede entenderse en el mismo instante en que es vivida sino que es a través del recuerdo, de la evocación, el modo como logramos la correcta apreciación de las cosas; reinterpretamos los hechos, aunque sea de forma subconsciente. Y aquí entra en juego “el efecto magdalena o efecto proustiano”, que parece en 1913, en la obra Por el camino de Swann. El protagonista se dispone a degustar una magdalena recién horneada y, cuando decide bañarla en el vaso de té caliente y se la lleva a la boca, las sensaciones percibidas le transportan a su más tierna infancia.
Y de pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro día tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior.
El objetivo de esta técnica, si podemos llamarla así, es instalarse en los mejores momentos de felicidad de la vida y revivirlos, o grabárnoslos en nuestra conciencia mediante un esfuerzo de atención. En el instante en que nuestros sentidos perciben una determinada sensación, automáticamente realizamos asociaciones cerebrales que nos llevan a evocar de forma involuntaria un suceso pasado; un recuerdo que puede estar sepultado en lo más profundo de nuestras redes neuronales y que podríamos haber dado por olvidado hasta ese momento en que se produce la recuperación del mismo.
Tercera idea
Nos llega a partir de la concepción de la lectura que tiene Ruskin, autor al que Marcel Proust idolatraba y que fue fundamental en la configuración de su personalidad literaria. Aparece resumida básicamente con las siguientes palabras de Descartes: La lectura de todos los buenos libros es como una conversación con la gente más honesta de los siglos pasados que fueron sus autores.
Semejante afirmación incita a Proust a desarrollar una interesante contraofensiva. Si los autores de los libros son inmensamente más sabios que todas las personas que podamos conocer, ¿para qué queremos amigos? Nos descubre que la diferencia entre un libro y un amigo no está en el grado de sabiduría de los contertulios sino en la forma en cómo se da la comunicación entre ellos. Así, explica que la lectura nos ofrece a cada uno de nosotros información de otro pensamiento —el de la obra— pero lo recibimos en soledad, y de esta manera nadie interrumpe las reflexiones que van surgiendo paralelas a la lectura, las cuales sí quedarían aplacadas en una conversación habitual.
En otras palabras: mientras nuestras neuronas trabajan descodificando las tramas librescas, nuestro intelecto no deja de trabajar, lo que enriquece el hecho lector.
Cuarta idea
Página tras página nos vamos dejando interesar por la trama a la vez que se va reforzando esa comunicación y las nuevas ideas o perspectivas nos invaden. Y cuando menos lo esperamos, de repente, llega el final de la obra, ese punto de inflexión que da inicio a nuestra “sabiduría”, al desarrollo de esa vida espiritual a la que hacíamos mención al inicio.
¿Pero cómo? ¿Aquel libro era solo eso? Aquellos seres a quienes habíamos dado más de nuestra atención y de nuestra ternura más que a la gente de la vida sin atrevernos aún a reconocer hasta qué punto los amábamos […]; aquella gente por la que habíamos jadeado y sollozado, nunca más la veríamos…
Con esta encantadora desilusión del lector-protagonista ante el irremediable punto final de cualquier obra, plasma Proust ese momento programado por el autor para incitar al lector a desear más. Esos deseos se despiertan si, y solo si, el autor en ese esfuerzo último remata su obra artística mostrando la suprema belleza de la obra. Algo parecido sucede con los cuadros de los pintores. Querríamos formar parte de esos maravillosos parajes de Monet y vivir en ellos hasta el punto de mimetizarnos y sentir la brisa y oler las fragancias del romero y la lavanda. Sin la lectura, sin esa incitadora no habríamos conseguido las llaves mágicas que nos abran la puerta de las moradas donde no habríamos sabido penetrar.
El punto final
Dos cosas bien claras extraemos de las páginas de este delicioso mini ensayo de Proust: por un lado, su profundo amor al arte y por otro, la idea de que la lectura es un acto que continúa la labor del escritor una vez finalizada la obra; idea esta muy actual, no hay más que ver la numerosa cantidad de tertulias literarias que se organizan alrededor de las lecturas de libros.
Pero, ¡cuidado!, no nos vaya a suceder como a Amedeo, el personaje de Calvino:
Su temor era no poder terminar la novela: el comienzo de una reunión de verano podía significar el fin de sus tranquilas horas de soledad, un ritmo completamente diferente que se adueñaba de sus días de vacaciones; y ya se sabe que, cuando uno está completamente enfrascado en la lectura de un libro, si tiene que interrumpirla para reanudarla al cabo de un tiempo, casi todo el gusto se pierde: se olvidan muchos detalles, uno no logra entrar como antes.
Proust nos advierte de este peligro del ejercicio lector porque, si bien su práctica nos adentra en ambientes y territorios desconocidos en donde nunca hubiéramos penetrado por nosotros mismos, ¿qué pasa si nos obsesiona tanto su presencia en nuestra vida que llega a suplir a nuestro propio espíritu y a nuestra propia vida?
Tomado de Serescritor.com