Es bastante frecuente recordar los lugares en los que se ha leído: sobre la toalla en la playa y cerca de unos pinos; en unas gradas en un parque de atracciones; en un apartamento mínimo en la habitación desde la que se oía el tren; en la mesa de la cocina de la casa familiar. Sin embargo, cuesta un poco más recordar qué libro se leyó en qué lugar, quién era el autor, o el argumento. Aunque a veces se recuerda que tenía la portada roja o que era una edición de bolsillo.
Es decir, conservamos recuerdos de la sensación física de leer, pero menos de lo que se ha leído. “Casi siempre me acuerdo de dónde estaba y me acuerdo del libro. Me acuerdo del objeto físico”, le dijo Pamela Paul, editora de The New York Times Book Review, a Julie Beck en un reportaje en The Atlantic. Sigue: “Me acuerdo de la edición, me acuerdo de la portada, suelo recordar dónde lo compré o quién me lo dio. Lo que no recuerdo —y es terrible— es todo lo demás”. “Lo que más recuerdo de la colección de cuentos de Malamud El barril mágico es la cálida luz del sol en la cafetería los viernes en los que la leí antes del instituto. Le faltan los puntos más importantes, pero es algo. La lectura tiene muchas facetas, una puede ser la mezcla indescriptible, y naturalmente fugaz, de pensamiento y emoción, y las manipulaciones sensoriales que ocurren en el momento y luego se desvanecen. ¿Cuánto de la lectura es entonces una especie de narcisismo, un marcador de quién eras y de qué estabas pensando cuando te encontraste con un texto?”, escribe Ian Crouch en The New Yorker a propósito de leer y olvidar lo leído.
Hay afortunados que son capaces de recordar las tramas de películas, series y libros, pero para la mayoría, como escribe Beck, es “como llenar una bañera, sumergirse en ella y luego ver cómo el agua se va por el desagüe: puede dejar una fina película en la bañera, pero el resto ya no está”. Hay algunas razones científicas para explicar esto, y tienen que ver con lo que se llama “curva del olvido”, que es la velocidad con la que olvidamos algo, y que es más intensa durante las primeras 24 horas después de haber aprendido algo, a no ser que se repase. Eso explicaría que los libros que se leen de un tirón, o las series que se devoran de una sentada, se olviden más fácilmente: no se ha hecho trabajar a la memoria de recuperación.
De hecho, se sabe que quienes consumen una serie viendo un capítulo a la semana o al día la recuerdan mejor que quienes la ven entera en un día. Leer un libro de un tirón a veces supone olvidarlo antes porque solo está funcionando la memoria de trabajo, no hay repaso. En parte siempre ha sido así, pero según Jared Horvath, investigador de la Universidad de Melbourne, al que cita Beck, “la forma en que ahora se consume información y entretenimiento ha cambiado el tipo de memoria que valoramos”. La memoria de recuperación es ahora menos necesaria, en parte gracias a Internet, y en cambio, para Horvath, la memoria de reconocimiento es más importante. La posibilidad de tener el acceso a la información hace que no haga falta memorizarla. Eso lo da Internet, la gran biblioteca global, pero también algunos de sus antecesores, como los libros, los casetes o los VHS. De hecho, Sócrates ya se mostró en contra del “uso de las letras”, como una suerte de memoria externa que iba a hacer que no se memorizara. Hoy sabemos de esa reticencia del filósofo frente a la letra escrita, y de todo su pensamiento, gracias a los diálogos de Platón, que quedaron recogidos por escrito.
En Contra la lectura, la profesora y ensayista Mikita Brottman recupera este fragmento de El tiempo recobrado, de Proust, un gran explorador de la confluencia entre lectura y memoria: “Un libro que leímos no permanece unido para siempre solo a lo que había en torno a nosotros; sigue estándolo fielmente también a lo que nosotros éramos entonces, y ya solo puede volver a ser sentido, concebido, mediante la sensibilidad, mediante el pensamiento, por la persona que éramos entonces”. Brottman también cita las memorias de Azar Nafisi, Leer Lolita en Teherán,donde escribe: “Si un sonido pudiera guardarse entre las páginas del mismo modo que una hoja o una mariposa, diría que entre las de mi Orgullo y Prejuicio, la novela más polifónica de todas…, está escondido, como una hoja de otoño, el sonido de aquella sirena [antiaérea]”. Esa relación con los libros leídos y a veces olvidados explica la existencia de las memorias bibliófilas. El libro de Brottman pertenece en parte a ese género, Leer Lolita en Teherán, completamente. Es un género que tiene su propio acrónimo: Bob, book of books.
Pamela Paul lleva el suyo desde los 17 años. Sobre ese diario de lecturas ha escrito My Life with Bob: Flawed Heroine Keeps Book of Books, Plot Ensues [Mi vida con Bob: la heroína defectuosa guarda el libro de los libros, sigue la trama]. Según recogía un artículo en el Financial Times, estamos en un buen momento para las bibliomemorias. Lucy Scholes escribió sobre el género: “Una bibliomemoria es una invitación abierta a buscar en los estantes de la biblioteca de otra persona; una oferta que yo, y claramente también muchos otros, encuentro difícil de rechazar”. El capítulo del expurgo de la biblioteca de don Quijote siempre se ha leído como una crítica literaria más o menos camuflada, también como una declaración de las fuentes de El Quijote, pero es también una lista de libros leídos, es decir, una bibliomemoria. Y el deseo de recoger su biblioteca esencial fue el primer impulso que llevó a Ismael Grasa a escribir La hazaña secreta, un libro que, entre otras muchas cosas, es un diario de lecturas. Alberto Manguel ha cultivado el género con brillantes resultados. En Packin my Library, escribe que escritores y lectores siempre se han preguntado si la literatura tiene un papel en la formación de un ciudadano. Lucy Scholes responde que “en su exploración de la relación simbiótica entre la vida y la literatura, la bibliomemoria parece ser un grito de guerra afirmativo”.
Tomado de: (El País, España)